2 de agosto.

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Homilía para el XVIII domingo durante el Año B.

Hay una distinción a veces sutil, pero importante entre fe y superstición. La superstición consiste en ver intervenciones extraordinarias y milagrosas de Dios en todo lo que no podemos explicar y también en desear soluciones rápidas y seguras contra todo tipo de sufrimientos y necesidades. La fe, sin embargo, consiste en creer que Dios es nuestro Padre, que es Señor de todo y de todos, y que en consecuencia todas las manifestaciones de su creación en definitiva muestran su amor.

La Biblia no pretende ser un tratado de ciencias de la naturaleza. Por eso, cuando leemos un texto como el de la primera lectura, el milagro de las codornices y el maná, durante el Éxodo, es posible reconocer un fenómeno que puede explicarse naturalmente, como las codornices. Pero eso no cambia en nada la significación del relato bíblico. El sentido de este fenómeno, para el autor bíblico inspirado, es que para los judíos esto es una manifestación de la atención divina respecto a ellos.

En el Evangelio, cuando la muchedumbre sigue a Jesús porque ha hecho signos y, que en su superstición, quieren ver todavía otros signos, o simplemente, después de la multiplicación de los panes, quieren todavía comer, Jesús les recomienda procurarse no solamente el pan material, sino también el que dura para la vida eterna. Ahora bien, este pan espiritual es la fe que permite las obras de Dios, es decir lo que Dios ha mandado.

Dios Padre nos ha amado tanto que nos ha dado a su Hijo, ¿y nosotros que hacemos? Dios nos ha creado a su imagen y semejanza; ¿y qué hemos hecho de esta imagen en nosotros y en los otros?

A nosotros que tenemos que comer –del pan natural y del pan de la Palabra de Dios- Jesús nos recuerda que también debemos: no sólo dar algo, sino darnos a los que no tienen. Debemos partir el pan eucarístico y el pan de la Palabra de Dios, en nuestra vida de cada día, es decir debemos hacer pasar en nuestra vida lo que recibimos en el transcurso de esta celebración eucarística; pero también dar de nuestros bienes materiales a los que no tienen, a ejemplo de Cristo que se ha desposeído de todo para entregarse Él mismo a nosotros. Su llamado resuena con una fuerza particular en un mundo como el nuestro donde, actualmente, un cuarto de la humanidad sufre de hambre o de desnutrición.

En este Evangelio, Jesús invita a la muchedumbre – y por tanto a nosotros también- a no pensar solamente en el alimento material, sino también en el pan para la vida eterna. Y cuando la muchedumbre le pide que les de el “pan de vida” del que Él les ha hablado, les responde: “Yo soy el pan de vida” –una fórmula tan fuerte y reveladora como aquellas: “Yo soy la luz del mundo” o “Yo soy el buen pastor”.

¿Qué obras hay que hacer para cumplir la voluntad de Dios? ¿Qué signos hace Jesús para que crean en Él? La respuesta a las dos preguntas es el pan. Cristo es pan dado y ofrecido. El camino para convertirnos en verdaderos discípulos es el compartir y el superar cada día la soberbia y el egoísmo. Ya no vivamos como en el Antiguo Testamento, esperando que todo nos venga del cielo como el maná. Vivamos más bien como el Nuevo Testamento, dándonos generosamente unos a otros, como Jesús se nos ha dado a nosotros y por nosotros.

Que la Virgen nos acompañe con su intercesión a fin que sigamos por este camino.

 


17:56
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