Homilía para la Misa in coena Domini 2017
Hermanos,
dedicamos ahora un breve momento para reflexionar acerca de los ritos, acerca de los misterios que estamos celebrando, en la comunión a la cuál ellos nos sumergen, una doble comunión: la comunión con Cristo y la comunión con la Iglesia; la comunión con el cuerpo real del Señor, y la comunión con su cuerpo místico. No son dos actos separados; se trata del mismo acto, la participación en la Eucaristía, considerada en su realidad sacramental que actualiza en cada uno de nosotros la presencia sacrificial de Jesús, que, bajo las apariencias de pana y de vino, nos ofrece en alimento espiritualmente asimilable su carne y su sangre, y la participación, que debemos al mismo tiempo considerar en el afecto especifico este sacramento, esto es nuestra fusión en el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda que el fin propio de la Eucaristía es la unidad de la Iglesia.
Tenemos presentes las clarísimas, pero nunca meditadas suficientemente, palabras de san Pablo, que hemos proclamado de su primera carta a los Corintios: “¿El cáliz de bendición, que nosotros bendecimos, no es la comunión con la sangre de Cristo? Y ¿el pan, que partimos, no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Porque nosotros a pesar de ser muchos formamos un solo cuerpo, porque participamos de un único pan.” (1Co. 10, 16)
El misterio eucarístico de Cristo, que se nos da a cada uno, se difunde en el misterio de la Iglesia, con la que estamos vitalmente asociados. Nos parece entonces entender algo del misterio eucarístico, es decir de esta multiplicación del idéntico Cristo, que se hace sacramentalmente pan, no siendo pan, sino Cristo, si fijamos la mirada en el término por el cual esta multiplicación salió de la omnipotente bondad de su corazón: es para juntarnos a todos, para hacer de todos uno, como el mismo señaló en la extrema plegaria de la última cena; y es en fin este su supremo deseo: que todos seamos uno (Jn 17, 21, 23).
Hermanos, debemos trabajar la comunión en casa, en el trabajo, en la diversión, EN LA IGLESIA.
La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y reconstruida.
También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos, llamadas chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la familia de la Pascua. Y es así como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la chaburah de Jesús, su familia, la que él fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia.
La Pascua se celebraba en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él se levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley, porque pasó al otro lado del torrente Cedrón, que señalaba los confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no quiso esquivarlo, se adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo, la Iglesia no es plaza fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia, creer significa salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más fuerte, porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le seguimos a «él». Creer significa salir fuera de los muros y, en medio de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor, fundados en la fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su fuerza. Bajó a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro. Y pudo bajar porque, frente al poder de la muerte, él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. El es el más fuerte; no hay potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su presencia. Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde hay fe y amor, allí está él, allí la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.
Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de la vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección, que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa.
Hoy conmemoramos la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor.
Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este es el mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura íntima de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados. No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos complementarios, como la parábola del samaritano y la del juicio final. Juan expresa una verdad muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y singular para llegar a lo universal.
Volviendo al Evangelio, podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad. Por eso comenzamos hablando de la comunión.
Pidamos a Jesús, con María, que haga resplandecer su luz por encima de todas las oscuridades de este mundo; que nos haga entender, también a nosotros, que es necesario vivir en comunión. Que debemos aprender a lavarnos los pies.
Termino con una oración de san Agustín:
¡Oh Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos molestamos si somos reprendidos, y si somos alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta! Ojalá le abramos la puerta a Cristo y aprendamos a servir.
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