Realmente es diabólica la tentación del pelagianismo, y sin embargo se ha extendido ampliamente.
¿Pelagianismo? ¡Sí! Creer que el hombre es bueno, que todo el mundo es bueno, y que si el hombre se lo propone, él tiene las fuerzas y los recursos para todo, para arreglar su vida y arreglar el mundo, para salvar su alma y ser santo. Dios sobra, más aún, estorba. Es un hombre poderoso.
El pelagianismo incluso puede nacer hasta de una buena intención: hacerlo todo por Dios, pero acaba haciéndolo "sin Dios". Es el momento en que el hombre se erige en pequeño dios, confía ciegamente en su razón -el racionalismo es su último extremo-, en su técnica y en su planificación. Cree que cambiará el mundo él solo, basta un poco de buena voluntad, estrategia y planificación.
Esta es la tentación hecha ya pecado en la forma de situarse el hombre en el mundo y en la forma también de situarse en la Iglesia ante Dios.
La Encarnación ya deja de ser el método divino y la salvación que lo regenera todo, para ser un ideal de transformación exterior a la persona. Cristo ya no es gracia, es un ideal y un impulso, un panfleto revolucionario que estimula a este hombre 'poderoso' a cambiar el mundo. Porque el mundo ya no lo cambia Cristo con su Encarnación, lo cambia este nuevo hombre confiado de sí."Los que dicen, como objeción al cristianismo, que la Encarnación no ha hecho el mundo mejor deberían reconocer, al menos, que ha permitido que llegara a ser peor. La historia se ha acelerado, la Buena Noticia ha hecho posibles, para los que la rechazan o se la incautan, noticias cada vez más insidiosas y cada vez más odiosas, un crecimiento colosal de la cizaña que aprovecha la tierra abonada para el trigo bueno. El Apocalipsis da testimonio de ello: se trata de la victoria misma del Cordero que arroja a la tierra al gran Dragón, el seductor delmundo entero, y a sus ángeles con él (Ap 12,9). Despechado contra la Mujer, dice San Juan, se fue a hacer la guerra al resto de sus hermanos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús (Ap 12,17). Por medio de la Bestia, se le concedió hacer la guerra a los santos y vencerlos; se le concedió poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación (Ap 13,7), es decir, el mismo ámbito que a la redención operada por el Cordero, que compró para Dios con su sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9).
Este artículo de fe ya no está de moda, ni siquiera en la Iglesia. Las Luces de la industria lo han mandado al diablo. Baudelaire lo adivinó bien: esa forma de 'agradecerlo' sólo podía tener basamentos infernales. El mejor satanismo no está siempre allí donde se hace más visible, entre adolescentes de cuero negro con pentáculos y calaveras: su sátiro rojo con cuernos no pasa nunca de ser un Papá Noel de la rebelión. Cuando ya no se cree en un Dios con barba, hay que esperarse diablos sin rabo. Escribe el poeta en su diario íntimo: 'La mejor astucia del Diablo es persuadirnos de que no existe'. Igualmente, la posesión más diabólica no es la histérica, sino la sentimental: 'Fijaos en George Stand. Sobre todo y más que cualquier otra cosa es una gran bonachona; pero está poseída. El Diablo la ha persuadido de fiarse de su buen corazón y su buen sentido, para que ella persuada a los demás de fiarse de sus buenos corazones y sus buenos sentidos'. No se podría interpretar mejor el pecado de Eva. En cuanto al de Adán, no lo entiende peor Baudelaire: en este caso, la posesión más diabólica no es la medieval, sino la progresista: '¿En qué consiste entregarse a Satán? ¿Qué hay más absurdo que el Progreso, puesto que el hombre, como demuestra la vida diaria, es siempre semejante e igual al hombre, es decir, siempre está en estado salvaje? ¿Qué son los peligros de la selva y de la pradera al lado de los choques y conflictos cotidianos de la civilización?'
Entregarse a Satán, según Baudelaire, es creer que se ha acabado con él y que uno se las arreglará solo gracias a sus buenos sentimientos y a sus potentes máquinas: 'Pereceremos por aquello por lo que hemso creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal forma, el progreso habrá atrofiado en nosotros de tal forma la parte espiritual, que ninguna de las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas podrá compararse con sus resultados positivos'.
La ambición de extirpar por nosotros mismos todo el mal de aquí abajo es una ambición maléfica en sí. Después de haber olvidado al diablo (la mejor manera de interesarlo), desprecia tanto la libertad humana como la divina, ignora la realidad de la concupiscencia y de la gracia, rechaza lo trágico de nuestra condición. Sus 'resultados positivos' implican pues un achatamiento de nuestra vocación espiritual y carnal. Proceden de ese deseo que hemos visto constituía la esencia del pecado demoníaco: hacer el bien por las propias fuerzas, planificar una dicha sin sorpresas".
(HADJADJ, Fabrice, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio, Granada 2010, pp. 118-119)
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