Otro día que se va; el penúltimo de mayo. ¿Monótono? Eso es lo que pensaría cualquiera, incluso yo mismo si me viera “desde fuera”. Una meditación por la mañana, la Santa Misa, dos clases, un rato de estudio, confesiones, charlas…
Pero nada hay más variado ni rico que los paisajes de cada alma.
Hace años recuerdo haber visitado un convento o un monasterio famoso. Quizá fue en Ávila o en Segovia. El guía se empeñaba en que nos fijáramos en detalles, en objetos o lugares, que, según él, tenían importancia porque estaban asociados a historias que conocía de memoria. Yo, sin embargo, procuraba no escucharle: en mi opinión era mucho más interesante el espacio, la belleza del entorno, el paisaje.
Algo así me ocurre cuando oigo a los penitentes en el confesonario. Ellos hablan de las sombras de su alma, que son siempre iguales a las mías; pero, sin darse cuenta, me muestran también las luces, la belleza de un paisaje que Dios crea en cada alma con solo su mirada.
Aquello de San Juan de la Cruz: ya bien puedes mirarme/ después que me miraste/, que gracia y hermosura en mí dejaste.
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