La evangelización de Cáritas y de otras obras benéficas



–¿No pretenderá usted criticar a Cáritas, una de las instituciones mejores de la Iglesia?


–Tranquilo. Usted primero dispara, y después pregunta: «¿quién va?»… Lea bien el título, que tiene doble sentido. La evangelización de Cáritas, 1) la que hace con su acción benéfica, y 2) la que necesita en su forma demasiado secular. Y lo mismo en otras Obras.



«Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Dios está siempre o donando o per-donando: eso es lo propio del Misericordioso. Y también nosotros, sus hijos, debemos ser misericordiosos como Él, y hemos de donar y per-donar con una caridad gozosa. «Dios ama al que da con alegría» (2Cor 9,7). Tengámoslo bien en cuenta el próximo Corpus Christi, cuando Cáritas solicite nuestros donativos.


La primera comunidad cristiana de Jerusalén vivía la comunidad de bienes. La Iglesia primera nacida de los Apóstoles, como ya lo recordamos, (86) La koinonía de bienes, vivía la comunidad de bienes. Es, pues, justo y necesario que los cristianos, al recibir el don del Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra, inicien entre ellos una vida nueva, según Cristo, el nuevo Adán. «El vino nuevo exige odres nuevos» (Mt 9,17). Y ésta vida en Cristo no es nueva solamente en lo interior, sino también en lo exterior. Es decir, no sólamente da lugar a hombres nuevos, sino también a comunidades nuevas, que realizan modos muy perfectos de convivencia, desconocidos por el mundo secular.


La comunidad apostólica de Jerusalén es descrita por San Lucas en varios cuadros sintéticos de los Hechos de los apóstoles (2,42-47; 4,32-35; 5,12-16). Los creyentes bautizados «perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles y en la unión (koinonía), en la fracción del pan y en las oraciones» (2,42). La Iglesia es, pues, una comunidad apostólica, fraterna, eucarística y orante. La unión de caridad eclesial entre los fieles, habiendo recibido todos un mismo Espíritu, una misma alma, llevaba derechamente a la comunión de bienes materiales: «la muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola; y nadie consideraba sus bienes como propios, sino que lo tenían todo en común (panta koina)» (4,32)



«Todos los creyentes vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común» (2,44). «Vendían sus propiedades y sus bienes, y las distribuían entre todos según las necesidades de cada uno» (2,45). De este modo, «no había entre ellos ningún pobre, porque cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían, llevaban el precio de lo vendido y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad» (4,34-35). No daban simplemente en justicia (pues dar lo justo al otro es darle «lo que es suyo»), sino en caridad (que da de «sus bienes» por amor compasivo al necesitado).



San Lucas habla de «sus bienes»: es decir, los cristianos mantienen la propiedad de lo que es suyo. Pero por la caridad fraterna, los bienes personales vienen a hacerse comunes, no por la enajenación de los mismos, sino por la liberalidad comunicativa con que los usan sus propietarios. Así es cómo los primeros cristianos practicaban sencillamente el ideal evangélico de renunciar a todo, propuesto directamente por Cristo a todos sus discípulos (Lc 5,11.28; 14,33; 18,22): a todos, y no solamente a los que más tarde serán monjes y religiosos, y harán voto de pobreza, teniéndolo todo en común.


La koinonía se establece entre los que son «hermanos» en Cristo, es decir, dentro de la comunidad de «los que han creído» (Hch 2,42; 4,32). Recordemos que San Pablo, por ejemplo, exhorta: «hagamos bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10). La Iglesia, pues, es en el mundo una comunidad distinta y mejor, que consigue, para la gloria de Dios y por su gracia, una forma de vida excelente, netamente diferente del orden social vigente. La comunidad cristiana, aunque nunca se presenta como un programa político, es un modelo perfecto para el mundo secular, y por eso obra como un fermento en la masa de la sociedad civil (Hch 5,13-14).


La koinonía, por la acción del Espíritu Santo, se realiza también entre unas y otras comunidades cristianas, y no se reduce al interior de la propia comunidad. Todas las Iglesias están unidas entre sí, viven de un mismo Espíritu, e intercambian sus bienes como se distribuye un líquido entre vasos comunicantes. Quienes han bebido de un mismo Espíritu y se alimentan de un mismo Pan, forman un solo Cuerpo de Cristo. Por eso participan también en la koinonía de los bienes materiales (cf. 1Cor 12,13.26).



Por ejemplo, las Iglesias de Macedonia y Acaya «tuvieron a bien establecer alguna koinonía en favor de los pobres de los santos en Jerusalén» (Rm 15,26; cf. 26-28). Y se exhortaba con insistencia a «la koinonía de la diaconía en favor de los santos» (2Cor 8,4). «¡No os olvidéis de la beneficencia y la koinonía!» (Heb 13,16).



–La colecta en favor de los cristianos de Jerusalén. Conocemos bien la colecta en favor de los cristianos de Jerusalén tal como la promovió San Pablo (1Cor 16,1-4; 2Cor 8-9; Rm 15,25-32). La ocasión de la colecta es la escasez que sufren los hermanos de Jerusalén. Pero la causa profunda de esa ayuda económica es la caridad de Cristo. Esta caridad debe expresar, pues, socialmente en la Iglesia aquella entrega amorosa que el Hijo divino hizo de sí mismo en la encarnación y en la pasión, pues Él, «siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos en su pobreza» (2Cor 8,9: es decir, siendo Dios, se hizo hombre, para deificarnos en su encarnación).



En el lenguaje del Apóstol queda, por tanto, muy claro que la colecta que él intenta no es una mera filantropía natural, sino una caridad eclesial profundamente cultual, religiosa y sagrada. Nótese bien cómo el lenguaje cristiano de la beneficencia apostólica se expresa con palabras litúrgicas, que describen el sentido profundo de una acción sagrada. «Esta obra de caridad» (2Cor 8,19), dice San Pablo, vendrá a ser una «eucaristía». Y por medio de «este ministerio sagrado» (diaconía tes leiturgías), no sólo se remediará la escasez de los Santos [fin próximo], sino que se hará rebosar en ellos la acción de gracias a Dios [fin último], pues al ver su manifestación en esta colecta, glorifican a Dios (pollon eujaristion to Theo) por vuestra obediencia al Evangelio de Cristo y por la generosidad de vuestra solidaridad con ellos y con todos» (9,10-15). Y así, la abundancia de unos será remedio para la escasez de otros, de tal modo que se logre una «igualdad (isotes)» (8,13).



La caridad cristiano-eucarística crea de hecho un micro-orden social nuevo, lo crea ya «entre los hermanos» de la familia de Dios, sin esperar a que la sociedad cambie a mejor, haciéndose más justa y solidaria. Pero, por supuesto, no se presenta –algo imposible entonces– como un programa político de renovación para el conjunto de la sociedad. Y la koinonía de bienes en favor de los hermanos pobres cobra en la primera comunidad apostólica tal importancia que pronto viene a requerir un ministerio propio, el de la diaconía (Hch 6,1-6). En este sentido, la historicidad de la diaconía corrobora la historicidad de la koinonía. También los diezmos, a lo largo de los siglos, expresarán en la Iglesia de modo semejante ese mismo espíritu.


La koinonía cristiana de bienes existió realmente en Jerusalén, y fue modelo realizado por otras Iglesias. No fue, pues, una mera idealización del autor de los Hechos, sin base real. Ni fue tampoco un caso aislado, puramente carismático, propio –como la abundancia de milagros– del tiempo naciente de la Iglesia, y en este sentido sin valor ejemplar para nuestro tiempo.



Muchos documentos antiguos atestiguan que la comunión de bienes materiales entre quienes vivían la comunión de bienes espirituales, lo que se vino a llamar «vita apostolica», fue un ideal frecuentemente exhortado y consignado. Autores como Orígenes, Epifanio, Antonio, Basilio, Jerónimo, Agustín, Casiano, todos, ven en la primera Jerusalén cristiana un modelo ideal permanente. Y lo mismo otros importantes documentos de la época: Dídaque (IV,8), San Ignacio de Antioquía (A Policarpo 4,3), Carta de Bernabé (XIX,8), Pastor de Hermas (compar. II; V,3,7), Clemente de Alejandría (Stromata II,84,4; 85,3; 86,4; Quis dives salvetur 13,1-6), la Didascalia (s. II-III: 5,1,4), las Constituciones apostólicas (II,25). Los apologistas refieren la comunidad de bienes como un signo de la bondad cristiana comunitaria: Arístides (Apología (XIV,8), San Justino (I Apología, XIV,2-3; 15,10; 67,1-6). No podrían aducir ese signo, socialmente comprobable, si no existiera de un modo u otro realizado.



–La beneficencia cristiana halla desde antiguo en la Eucaristía su fuente sagrada. Desde el principio la Iglesia sitúa en el marco de la Misa la donación de bienes materiales en favor de los pobres. Y lo hace por razones muy fuertes de la fe operante por la caridad. Es justamente allí, en el Sacrificio de la Nueva Alianza, donde Cristo entrega su cuerpo y derrama su sangre para la salvación de muchos. Y es ahí donde los cristianos, prolongando esa misma entrega que Cristo hace de sí mismo, no sólo incitados por su modelo, sino, más aún, movidos por la gracia de su misma caridad, hacen la ofrenda de sus bienes para ayuda de los necesitados.



San Justino, filósofo samaritano converso, hace una descripción de la Misa que viene a tener la misma estructura que la que hoy vivimos. En su I Apología (155) refiere, y cito el texto abreviándolo: «El día que se llama del Sol [el domingo: todavía en inglés, sun-day] se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos. Se leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los Profetas [liturgia de la palabra]. El que preside hace una exhortación [homilía]. Todos en pie, elevamos nuestras preces [preces de los fieles]. Se ofrece el pan y el vino [ofertorio]. El presidente eleva a Dios la acción de gracias, y el pueblo exclama: “Amén” [plegaria eucarística]. Se distribuye a cada uno los alimentos consagrados [comunión]. Y los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, da lo que bien le parece, y lo recogido se entrega al presidente, y él socorre a huérfanos y viudas, a enfermos y necesitados, a los encarcelados y a los forasteros, y así él se constituye en provisor de cuantos se hallan en necesidad [comunicación de bienes y limosnas]. Y celebramos esta reunión general el día del Sol, por ser el día primero, en el que Dios hizo el mundo, y el día también en el que Jesucristo, nuestro Señor, resucitó de entre los muertos, al día siguiente al día de Saturno [sábado]» (67).


Y da San Justino la razón de la comunión de bienes: «Los que antes amábamos por encima de todo el dinero y el acrecentamiento de nuestros bienes, ahora ponemos en común lo que tenemos, y de ello damos parte a todo el que está necesitado. Los que nos odiábamos y matábamos unos a otros, y no compartíamos el hogar con quienes no fueran de nuestra propia raza por la diferencia de costumbres, ahora, después de la aparición de Cristo, vivimos todos juntos, y los que tenemos socorremos a todos los necesitados, y nos asistimos siempre unos a otros» (XIV,2-3; cf. 15,10; 67,1-6). Y el momento más apropiado para realizar esta maravilla de la caridad cristiana es precisamente la Eucaristía.


Antes ha advertido San Justino que no cualquiera puede participar en la Eucaristía. «Este alimento se llama entre nosotros Eucaristía, de la que a nadie es lícito participar, sino al que cree verdaderas nuestras enseñanzas [creyente fiel], y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la regeneración [bautizado], y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó [en gracia de Dios]. Porque no tomamos estas cosas como pan común ni bebida ordinaria, sino como la carne y la sangre del mismo Jesús encarnado» (n. 66). Fe - bautismo - estado de gracia: son las mismas exigencias tradicionales de la Iglesia para la comunión eucarística (Código 915-916; Catecismo 1484, 1487).



–La beneficencia material cristiana tiene tantos siglos como la historia de la Iglesia. Imposible aquí y ahora trazar siquiera sea un esbozo de las modalidades que la beneficencia cristiana ha tenido a lo largo de los siglos. Órdenes antiguas fundadas para atender a peregrinos, enfermos, pobres. Los monasterios, los conventos, las parroquias, manantiales continuos de beneficencia multiforme. Congregaciones religiosas para la educación o para la atención hospitalaria de los necesitados y forasteros. Hijas de la Caridad y Conferencias de San Vicente Paúl; las Hermanitas de los Pobres, de Santa Juana Jugan; las Adoratrices, al servicio de las mujeres-eso, de Santa Micaela del Santísimo Sacramento; las Siervas de María, de Santa Soledad Torres Acosta; las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, fundadas por el Siervo de Dios, D. Saturnino López Novoa y Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars; las Misioneras de la Caridad, de la Beata Teresa de Calculta, etc. Imposible hacer una lista suficiente. Son innumerables las obras de beneficencia nacidas en la Iglesia bajo el impulso de la caridad de Cristo –«la caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14)–, por obra del Espíritu Santo, y que son servidas por sacerdotes, religiosos y laicos.


En todas estas Obras la beneficencia es vivida y expresada como una obra de caridad profundamente religiosa y cristiana, es decir, como una buena Obra realizada en el mundo por el mismo Señor Jesucristo a través de sus discípulos. El mismo nombre del local donde se atiende a los pobres, por ejemplo, «Nuestra Señora de los Desamparados», el crucifijo en la sala, las oraciones y las breves catequesis ocasionales que se unen con gracia a la donación de la ayuda, etc. todo ha de vivirse en un ambiente religioso, en el nombre de Dios, y buscando Su gloria, al mismo tiempo que se procura el remedio de sus hijos. Sin incurrir imprudentemente en un exceso de predicaciones y catequesis, la expresión de la caridad divina debe ser tan patente que por ella se cumpla la norma de Cristo: «así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).


–El esplendor de la caridad asistencial cristiana. Recordaré en forma muy breve cómo actúa en la beneficencia cristiana la caridad divina de la Trinidad santísima.



El cristiano «vive de la fe» (Rm 1,17), que por la gracia del Espíritu Santo infundida en la razón natural, le da un pensamiento nuevo, una participación cualitativamente nueva en el pensamiento de Dios. La fe radica en la razón, la supone, pero la purifica de sus errores y la eleva ontológicamente a un nivel sobre-natural, sobre-humano, de conocimientos. De modo semejante, el cristiano ha de vivir de la caridad, que infundida por el Espíritu Santo con la gracia en la voluntad humana, la purifica en sus modos egoístas de amar y la eleva a una participación sobre-natural, sobre-humana, en la calidad espiritual del amor de la Trinidad divina. Nace así un hombre nuevo (Ef 2,15), verdaderamente nuevo, con nuevas facultades de conocimiento y de amor: una nueva criatura (2Cor 5,17). Estamos, pues, ante una nueva raza re-creada por el Nuevo Adán, Jesucristo: una raza de «hombres celestiales» (1Cor 15,45-46), «nacidos de Dios», «nacidos de los alto», «nacidos del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). Del amor natural a la caridad hay tanta diferencia de nivel cualitativo como la hay entre la razón y la fe. Naturaleza y gracia.



Operari sequitur esse: el obrar deriva del ser. Él cristiano ha sido creado de nuevo para que viva siempre de «la fe operante por la caridad» (Gál 5,6): ésa es la acción verdadera que corresponde a su nueva naturaleza, ésas son las obras plenamente gratas a Dios y meritorias de la vida eterna. «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son los hijos de Dios» (Rm 8,14). El hombre nuevo obra, pues, en forma deficiente, y culpable a veces, cuando actúa guiado solamente por la razón y movido solamente por el sentimiento y la voluntad. Una buena obra humna es cristiana en la medida en que se ha realizado «en fe y caridad», es decir, bajo el influjo de la gracia divina. Por eso, exaltando San Pablo la caridad en un himno sublime, nos dice en él: «si yo repartiera todos mis bienes entre los necesitados…, pero no tengo caridad, de nada me serviría» (1Cor 13,3).



–Es ésta la gloriosa dimensión doxológica de la caridad asistencial. «Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él» (Col 3,17). Todo: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, buscar trabajo y casa a quien no los tiene, visitar a un solitario depresivo, ayudar a un inmigrante en todo lo que se pueda… «Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). Este impulso doxológico, este amor a Dios, es el que hace tan sobrehumana y perfecta la entrega de caridad de los santos a los pobres, a los miserables, a los pecadores, a los desesperados.



Ésta es la gloriosa caridad de un San Pedro Claver, S. J., «esclavo de los esclavos» en Cartagena. Ésta es la caridad de San Camilo, arrodillado con reverencia ante un pobre, dándole de comer. Éste es el impulso de ilimitada caridad de la Beata Teresa de Calcuta, recogiendo de la calle a los más miserables de los pobres; ella mismo lo dice: «lo hacemos por Jesús». Ésta es la caridad benéfica cristiana en toda su eficacia y esplendor. Ésta es la caridad asistencial que se ejercita en forma heroica, y no sólo en unas vacaciones de verano, o en un año sabático, sino en cuarenta o setenta años seguidos, día a día. Es la caridad cristiana que está movida por la caridad de Cristo, el que bajó del cielo para salvarnos, el que entregó su cuerpo y derramó su sangre para la salvación temporal y eterna de los hombres.



* * *


–La secularización reciente de la beneficencia católica es un gran error. Las obras de beneficencia, como todas las demás realidades cristianas, han ido perdiendo en las Iglesias descristianizadas la religiosidad explícita de sus formas propias, las que tuvieron una continuidad tradicional. Allí donde se ignora o no se conoce suficientemente que (208) La Iglesia es para la gloria de Dios, (210) que La Iglesia es sagrada, es decir, allí donde han sido (211) Las Iglesias arruinadas por la secularización , se impone en todo, también en las Obras benéficas cristianas, un planteamiento horizontal y naturalista, que lesiona gravemente la naturaleza verdadera de la Iglesia.


En efecto, la secularización desfigura todas las diversas realidades de la Iglesia: la ascesis, el matrimonio, la familia, el trabajo, el sacerdocio ministerial, la educación y la enseñanza, la actividad política, el arte, hasta la misma liturgia. Y por supuesto, la secularización quita también toda significación abierta de religiosidad en la obras cristianas de beneficencia. De este modo, se ha producido una clara ruptura con las formas propias tradicionales de la beneficencia cristiana. Y en ocasiones, con toda conciencia, se ha llegado a preferir la forma filantrópica del amor fraterno a su plena modalidad caritativa y cristiana. Y se hace norma, establecida al menos tácitamente, no mencionar el nombre de Dios y de su Cristo. Ya recordé hace poco un cartel publicitario de Cáritas de hace ya muchos años: «El amor es del cristiano, la caridad, de la señora marquesa».


–Los que colaboran con Caritas , con Manos Unidas , etc., suelen ser en su gran mayoría cristianos practicantes, que permanecen en la Eucaristía, donde Cristo «se entrega», donde entrega su Cuerpo y su Sangre para la salvación temporal y eterna de los hombres. Y ellos, con más o menos conciencia, pero de hecho siempre, están prolongando en favor de los pobres la entrega de Cristo, movidos por el amor del Crucificado, que dió su vida por nosotros. Suelen ser muchas veces la flor de la parroquia: gente que no está en este mundo para «pasarlo bien», sino que quieren estar en él como Cristo, que «pasó haciendo el bien» (Hch 14,38). Todos ellos –laicos y sacerdotes, religiosos, misioneros–, prestan su abnegado servicio a los necesitados movidos por la caridad sobrenatural evangélica, no por una mera filantropía naturalista.


Suelen organizar su servicio con total honradez –cosa que no puede decirse de «todas» las ONGs– y con un alto nivel de eficacia. No se implican a veces tanto como algunos quisiéramos en causas como la lucha contra el aborto, para salvar en el seno de su madre al niño concebido, ayudando así al más pobre e indefenso de los seres humanos. Pero, en general, estas grandes obras cristianas de beneficencia material hacen un bien inmenso, tanto a sus beneficiarios, como a los que en ellas colaboran. Son sin duda una gloria de la Iglesia Católica, y tanto en la extensión como en la calidad y la diversidad de sus servicios –pobres, parados, inmigrantes, discapacitados, exiliados, enfermos del sida, etc.– son las Obras mayores y mejores que existen actualmente en el mundo.


–Hay, pues, Asociaciones benéficas cristianas que deberían tener una expresión de Cristo mucho más clara e inteligible. Cáritas y otros organismos semejantes se realizan frecuentemente con una base local en la parroquia o en un centro religioso. Y en cada sitio sus reuniones de trabajo tendrán muy distintas formas, a veces más religiosas o a veces más profanas: dependerá de quienes componen el grupo o del laico o párroco que lo dirige. Pero quizá fuera bueno que adoptasen algún estímulo orante que fuera común. Lo tienen ya algunas Obras.



+Un buen Crucifijo presidiéndolo todo y una estampita con breves oraciones ayudan a dar sentido, unión en la espiritualidad y mérito de vida eterna a las buenas obras que una persona o un grupo hacen en los locales de Cáritas, Manos Unidas, etc. Rezar el Angelus o algunas otras oraciones al comienzo o al final. Por ejemplo:



–En el nombre del Padre… –Padrenuestro –AveMaría – Gloria


–Oremos. Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestros trabajos en N.N., para que nuestras obras comiencen en ti como en su fuente y tiendan siempre a ti, como a su fin. Por nuestro Señor Jesucristo.


V/.–Lo hacemos por Jesús. R/.–Lo hacemos con Jesús y movidos por su gracia.



Ya vale con eso. O con algo semejante. Lo que importa es que los trabajos sean ofrenda a Dios y a los pobres, que sean hechos en el nombre de Jesús, para gloria de Dios y para ayuda temporal y eterna de los necesitados, y que quienes los hacen tengan claro que obran con Jesús y movidos por su amor.


No se entiende por qué en algunas Obras casi nunca se menciona a Dios, a Cristo, al Evangelio, en sus carteles publicitarios y en sus revistas, destinadas a suscriptores, donantes habituales, parroquias y otros centros católicos. Como si obedecieran a un acuerdo común, nunca mencionan la gracia de Cristo que está en el origen, en la acción y en la perduración de la Obra. Es decir, se mantienen ocultros a quienes son protagonistas absolutos de esa acción benéfica: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Entre las grandes Obras benéficas de la Iglesia una de las pocas que son más explícitamente cristianas es Ayuda a la Iglesia Necesitada. Y hay otras, por supuesto.


Puede darse que en las 80 páginas de la revista de una de estas Obras de beneficencia secularizadas en su apariencia, apenas una, tres, cinco veces se mencione a Dios y a su enviado Jesucristo –en 80 páginas, y quizá sólo de paso–. Da que pensar que podría ser igualmente la revista de un Centro benéfico agnóstico. Las ideas lanzadas en sus carteles casi siempre, aparte de que suelen valer muy poco, son de tono pelagiano, y evitan casi sistemáticamente citar frases bíblicas o de santos.



+Si queremos hacer algo por el hambre de los demás, no hay excusas, y sí hay muchas razones


+CON Respeto - Solidaridad - Tiempo - Amabilidad - Verdad - Generosidad - Fraternidad - VIVE


Vive sencillamente, CONVIVE con los demás, serás feliz


+CARITAS, trabajamos por la justicia [Trabajamos por la caridad, que da de sí mucho más que la justicia, y que hace a ésta posible. Caritas, su mismo nombre expresa su verdadera naturaleza. No está bien que ella niegue su propio ser].




La expresión pública de una Obra netamente cristiana debe ser netamente cristiana. Publicar una revista de la Obra sin apenas mencionar a Dios y a su enviado Jesucristo parece un fraude. No se le ve a ello ninguna ventaja, y sí muchos inconvenientes. En trípticos y carteles no hay ninguna razón para rehuir las expresiones de la Escritura, de los santos, de la tradición cristiana, con frases que serían mucho más verdaderas y motivadoras:



«Da a quien te pida, y no vuelvas la espalda a quien te pide algo prestado» (Mt 5,42); «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer…» (Mt 24,34ss); Cristo «dió su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16); «Quien ama a Dios ame también a su hermano» (4,21)… La Biblia es una fuente inagotable que mana palabras llenas de gracia y de verdad. Y lo mismo los escritos de los santos, especialmente de aquellos más directamente dedicados al servicio de los pobres. ¿Por qué se silencian estas palabras netamente cristianas, que en Cristo son luz y vida, y se nos dan a cambio palabras tan escasas de espíritu sobrenatural?



En una inmensa mayoría los miembros de las Obras benéficas católicas son cristianos, cristianos practicantes y convencidos, que hacen su trabajo con Cristo, por Él y en Él. Como es lógico, a ellos, lo mismo que a los donantes, les agrada y les ayuda oír la voz de Cristo y de sus santos, iluminando y motivando sus trabajos. Las revistas y los lemas secularizados de sus propias Obras no les dicen absolutamente nada, a algunos les indignan, y por supuesto no expresan en absoluto «el espíritu» que les mueve a colaborar en ellas con sus trabajos y con sus donativos. Es cierto que en estas Obras hay también a veces colaboradores no cristianos; pero si se integran en una obra cristiana, no es de esperar que se molesten o se alejen por alguna breve manifestación confesional cristiana. Es bueno, justo, equitativo y saludable que «se vea» que Cristo es el protagonista de esas obras benéficas, para que viéndolas los no creyentes, también ellos «glorifiquen al Padre que está en los cielos».


En una inmensa mayor parte las colectas y donativos que reciben y distribuyen estas Obras proceden de cristianos, es decir, proceden de Cristo. Cristianos practicantes, que viven la fe y la caridad, son aquellos hombres en los que vive Cristo, quien personalmente les mueve a esas buenas acciones de caridad benéfica. Es Cristo el que concede a los donantes la gracia de dar en las colectas de las Misas parroquiales. Es Cristo quien mueve a quienes hacen sus donativos en una suscripción, en el testamento, enviando un giro, un cheque, una transferencia. Es Cristo la Cabeza que mueve y dirige todo el movimiento de la Obra benéfica, dando ánimo a quienes ordenan y clasifican alimentos y objetos, a quienes atienden, serviciales y amables, a los necesitados. ¡Es Cristo el Donante total! Y está muy feo ocultar y silenciar al Donante principal en revistas y carteles, donde sólo se expresan filantropías naturales con lemas tontorrones. Hay que tener cuidado, porque lo que no se expresa, se oculta. Es bueno, pues, que tanto los pobres beneficiados como los propios benefactores sean muy conscientes de que en los servicios de esa Obra, la que sea, es Cristo quien se manifiesta para los hombres como fuente de todos los bienes materiales y espirituales, temporales y eternos. Así lo afirma el Canon Romano de la Misa, al terminar la plegaria eucarística, antes de la solemne doxología final trinitaria:



«Por Él [Cristo] sigues creando [Padre] todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros».



José María Iraburu, sacerdote





Índice de Reforma o apostasía




16:06

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