Junio ha sido marcado por esta devoción. Aunque se nota cierta declinación en las prácticas que se proponen a los devotos del Sagrado Corazón. Por eso es bueno volver a recordar el contenido profundamente espiritual que tiene esta propuesta que la Iglesia nos hace.
La solemnidad se celebra el viernes posterior al segundo domingo después de Pentecostés. Una de las oraciones colectas de la Misa nos abre al motivo de la fiesta:
“Dios todopoderoso, que nos das la alegría de celebrar las grandes obras de tu amor en el Corazón de tu Hijo muy amado; concédenos que de esta fuente inagotable alcancemos la abundancia de tu gracia.”
La Encíclica “Haurietis aquas” sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús, del papa Pío XII, nos introduce en los fundamentos que tiene el mismo. Los invito a leerla completa haciendo click aquí . Pero, también, quiero compartirles algunos trozos que nos ayuden a reproponer esta devoción nuevamente. Publicada el 15 de mayo de 1956, tiene el estilo de escritura del momento. Más allá de lo estilístico, su contenido continúa siendo válido y profundo.
Presenta distintos argumentos basados en el Antiguo y Nuevo Testamento, además de distintos escritores a lo largo de los milenios cristianos. El punto 15 es un resumen del porqué la imagen del corazón de Jesús es significativa para nuestra piedad:
“Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres.
Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco y frágil velo del cuerpo humano, ya que en «El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9).
Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa.
Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos.”
Ese divino amor es derramado sobre nosotros a partir de Pentecostés:
“La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del munífico amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última cena: «Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente» [Jn 14, 16]. El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador, «en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» [Col 2, 3].
Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo.
A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo cuanto de algún modo se opone al establecimiento del divino Reino del amor entre los hombres: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo, la persecución?, ¿la espada? … Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de Aquel que nos amó. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderíos, ni altura, ni profundidades, ni otra alguna criatura será capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor» [Rom 8, 35. 37-39]. (23)”
Ahora bien, ¿no es inapropiado hablar de adoración de un corazón humano?
“Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el Corazón Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo Místico.
Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada» [Ef 5, 25-27].
Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado [Cf. 1 Jn 2, 1], y ése es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, «siempre vivo para interceder por nosotros» [Heb 7, 25]. La plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como «en los días de su vida en la carne» [Heb 5, 7], también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia; y a Aquel que «amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos cuantos creen en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna» [Jn 3, 16]. El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: «Por esto fue herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor» [S. Buenaventura].
Luego no puede haber duda alguna de que ante las súplicas de tan grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros [Rom 8, 32], por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus gracias divinas.” (24)
Luego sigue despejando posibles dudas:
“Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: «Ya llega tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad» [Jn 4, 23-24].
Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del Corazón físico de Jesús impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la vía que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de nuestro predecesor Inocencio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: «No deben (las almas de esta vía interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos, han de tener asiento en nuestro corazón; porque Dios quiere ocuparlo y poseerlo solo» [Inocencio XI].
Los que así piensan son, naturalmente, de opinión que el simbolismo del Corazón de Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los cuales santo Tomás escribe así: «A las imágenes se les tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión distinta». Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado.
Y así del elemento corpóreo —el Corazón de Jesucristo— y de su natural simbolismo, es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor; pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.” (28)
Notemos que el Papa dice que los actos con los cuales se le rinde culto al Sagrado corazón son “de amor y de reparación”. Hoy no nos cuesta mucho entender el concepto de que son actos de amor. Pero hemos perdido de vista el concepto de “reparación”, siendo que este es un componente fundamental de esta espiritualidad. Pedro Chico Gonzales dice al respecto de este concepto:
“Acción o proceso por el que rectificamos con acciones buenas y positivas algo que hemos hecho de inconveniente. La reparación, penitencia o enmienda se hace cuando se tiene conciencia de haber pecado ante Dios o de haber perjudicando a los hermanos. Reparamos ante Dios los pecados con una obra buena, una penitencia o una limosna, al no haber cumplido su voluntad. Y reparamos ante los hombres, si reconocemos haberlos perjudicado sin motivo.”
La reparación que se propone como parte de esta devoción no es solamente la personal. También se propone reparar por los pecados de la Iglesia y de todo el mundo. Como bien lo planteaba Santa Rafaela del Sagrado Corazón de Jesús:
“Acrecentemos el celo por las almas, pero no por ocho ni diez, sino por millones de millones; porque el corazón de una Reparadora no debe circunscribirse a un número determinado, sino al mundo entero, que todos en él son hijos del Sagrado Corazón de nuestro buen Jesús y todos le han costado su sangre toda, que es muy preciosa para dejar perder ni una sola gota.”
Este es el marco espiritual para todas las prácticas que la Iglesia propone para el mes del Sagrado Corazón de Jesús.
Etiquetas: gracia, Jesús, oración
Publicar un comentario