La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo nos empuja a expresar nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía; a “expresar”, es decir, a manifestarla con palabras, miradas o gestos. La fe tiene su raíz en la acción de la gracia en nuestro corazón, pero abarca la totalidad de lo que somos y, por consiguiente, como la alegría o el amor, necesita ser expresada.
La Iglesia no ahorra las palabras, no silencia la emoción que suscita la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento y acude a la Escritura Santa para hacer resonar, en el canto del Aleluya de la Misa, la afirmación del mismo Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para siempre” (cf Jn 6,51-52). En uno de los prefacios proclama: “Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica”. Y en el himno eucarístico compuesto por Santo Tomás se dice que la lengua cante el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo: “Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium”.
La mirada del creyente de asombra y se admira ante esta singular manera en la que Cristo ha querido hacerse presente en su Iglesia. Y los ojos, que sólo alcanzan a ver el signo del pan y del vino, piden ayuda a la fe para creer, basados en la autoridad de Dios, que no miente, que Jesucristo, nuestro, Señor es el “Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias”. La mirada se vuelve entonces adoración: “A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte”.
Pero también el lenguaje corporal, la gestualidad del hombre, se siente comprometida a expresar la fe en la presencia real. Por esa razón nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento o hacemos la genuflexión cuando pasamos delante del sagrario. Todos los elementos sensibles que rodean la conservación de la Eucaristía o su presentación a la adoración de los fieles han subrayar y manifestar, por la nobleza de sus materiales y de sus formas, la grandeza de esta Presencia: el sagrario, el copón, la custodia o el palio con el que honramos, en la procesión eucarística, el paso del Señor. En esta lógica de una fe que se expresa se inserta, como un elemento destacado, la procesión del Corpus Christi, la proclamación pública de reconocimiento de la presencia real, permanente y sustancial de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.
La ofrenda de pan y de vino de Melquisedec prefigura la ofrenda que la Iglesia, unida a Cristo, hace del Cuerpo y la Sangre del Señor (cf Gn 14,18-20). Celebrando el memorial de su sacrificio, de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada (cf 1 Co 11,23-26), la Iglesia alaba al Padre en acción de gracias “por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad” (Catecismo 1359). La Eucaristía es el banquete sobreabundante, que Cristo ha prefigurado en la multiplicación de los panes y de los peces (cf Lc 9,11-17), para que todos podamos comer y saciarnos.
En lugar de su forma visible, que ya no permanece entre nosotros desde la Ascensión, el Señor quiso darnos su presencia sacramental; ya que se ofreció por nosotros en la Cruz, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado “hasta el fin”. Como resume el Catecismo: “en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican ese amor” (n.1380).
Que a la vez que manifestamos nuestra fe en su presencia seamos también testigos que comunican su amor. ¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar! Amén.
Guillermo Juan Morado.
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El itinerario del año litúrgico es una magnífica escuela de vida cristiana. Por eso, el seguimiento y la reflexión, domingo tras domingo, de la Palabra de Dios proclamada en la Eucaristía será la mejor guía para caminar por el camino de la fe. Partiendo de la Pascua, este libro nos introduce en el sentido profundo de la presencia del Señor en nuestras vidas, y a partir de ahí nos invita a descubrir su enseñanza y lo que el mensaje evangélico implica para nosotros, si queremos ser fieles a la fe que profesamos. Guillermo Juan Morado (Mondariz, Pontevedra, 1966), sacerdote diocesano de Tui-Vigo y doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, es director del Instituto Teológico de Vigo, párroco de la parroquia de San Pablo y canónigo del Cabildo de Tui-Vigo. Autor de distintos trabajos de teología y de espiritualidad, Guillermo Juan Morado completa con este libro la reflexión que inició, en esta misma colección, con el volumen titulado La cercanía de Dios.
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