Me uní a los buenos padres y hermanos benedictinos de El Paular que celebraban a san Benito. La misa muy solemne y bella. Después, una comida en la huerta: una ensalada sabrosa (no lo digo por decir), un pastel de pescado (del que repetí) y unos pastelillos rellenos de crema (que son mis favoritos). Casi todos tomaron solo un pastelillo. Yo demostré mi alegría zampándome cuatro.
Lo que más me gusta de ese monasterio es que sus monjes me reciben con sincero cariño. Lo cierto es que reciben así a todos. En otros lugares te reciben con cara de palo y te despiden con cara mayordomo inglés. Además, allí estaba mi buen amigo don Gerardo, presbítero diocesano de Madrid con el que tengo nocturnas largas conversaciones telefónicas. Con muy poca gente uno tiene confianza para llamar tarde por la noche para decirle: “estoy aburrido”. Este es una de esas dos personas.
Y ahora sigo con el post de ayer sobre los obispos.
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Pero las sotanas especiales suelen ser para ocasiones especiales. Lo normal es que un obispo vista con simplicidad, como cualquier sacerdote. Los barroquismos ya solo se pueden encontrar en óleos del siglo XVIII. Lo recargado nunca fue conforme con el espíritu de un pastor de almas, sea sacerdote o sea del rango que sea. Me parece encomiable que algún obispo, incluso, vista una sotana vieja y remendada. La pobreza siempre sienta bien a un obispo.
Esa diferencia entre vestidura litúrgica y vestido clerical da el patrón entre la sacralidad del sumo sacerdocio y la sencillez de apóstol que se inclina hacia las almas.
El obispo nunca pecará por ser demasiado sencillo, ni con los sacerdotes ni con los laicos. Y así vemos que lo normal entre los obispos es que el automóvil siempre sea de gama mediana. Es decir, como el común de los ciudadanos.
Algún obispo, no diré el nombre, llevaba un coche especialmente viejo y pobre; y me consta que no encendía los radiadores de su palacio de provincias para no gastar. A veces, se tenía que poner una manta encima cuando trabajaba en su mesa de trabajo. No es de extrañar que su clero (esencialmente rural), cuando se jubiló, le regalara un báculo de 3.000 euros. Su vida edificante estaba a los ojos de todos. El perfume de su episcopado, un cuarto de siglo después, sigue impregnando al clero que no le olvida.
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