En la unidad de la Pascua, la Iglesia celebra la Pasión del Señor. Sin fe, no tendría mayor sentido esta celebración. Podría tratarse, a lo sumo, del recuerdo de los sufrimientos de un justo, de una especie de vindicación de su memoria. Pero no es este el espíritu que subyace al Viernes Santo, porque reivindicar la memoria de un justo, siendo algo noble en sí, es también algo incompleto y, en cierto modo, imposible.
El recuerdo del justo constituye una expresión de protesta frente al oprobio y la injusticia y una manifestación del deseo de que ese oprobio y esa injusticia no se repitan. Pero, por más que lo deseásemos, si todo dependiera de nosotros, el justo muerto injustamente permanecería en el sepulcro y seguiría siendo, reivindicado o no, víctima de la injusticia.
Pero no todo depende de nosotros. Más bien, al final, todo depende de Dios. Él sí puede rehabilitar al justo, porque puede rescatarlo de la muerte para abrirle paso a la vida definitiva; a una vida que ya nada ni nadie podrá segar. Sólo Dios es, en última instancia, el garante de la justicia.
Cristo es, sin duda alguna, el Justo. No hay nada en Él que merezca castigo. Él es el más perfecto, el más solidario, el más santo de los hombres. Hasta tal punto quiso tendernos la mano que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (cf Is 52,13- 53,12).
No es la “crueldad” de Dios – una hipótesis que en sí misma es una blasfemia – la que imprime las heridas en el rostro del Crucificado. Es nuestra crueldad; es nuestro egoísmo; es nuestra soberbia. La capacidad de desencadenar el mal sobre el otro es una aptitud más que probada en los hombres que estamos marcados por el pecado. Con mayor o menor violencia, somos capaces del mal; podemos herir, y herimos; podemos matar, y matamos.
Se requiere una fuerza literalmente “sobrehumana” para que esta tendencia sea invertida. Se requiere la fuerza de Dios, la omnipotencia de su amor. Frente al mal, la omnipotencia de Dios se convierte, en Cristo, en sufrimiento y obediencia. Ambos, sufrimiento y obediencia, son, en este mundo, la epifanía del poder de Dios, de la magnitud de su amor.
San Juan, en el estremecedor relato de la Pasión (cf Jn 18,1 – 19,42), ve el camino de la Cruz recorrido por el Salvador como el itinerario de una progresiva exaltación. Este itinerario es la prueba evidente del triunfo de Dios, de la soberanía de su amor. Y es, a la vez, el camino de nuestra esperanza. Nosotros no podemos. Dios sí puede. Dios rehabilita al Justo y transforma en perdón lo que era condena, en resurrección lo que era muerte, en luz lo que solo era sombra.
“Acerquémonos, por tanto, confiadamente, al trono de gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno” (cf Hb 4,14-16; 5,7-9). Acerquémonos a la Cruz de Cristo. De ella ha venido la alegría al mundo entero.
Guillermo Juan Morado.
Puede leerse: El Triduo Pascual interior, en “Atlántico Diario”.
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