¿Asintomáticos?

En estos días de pandemia he recibido un “meme” que, a mi juicio, es gracioso. Aparecen dos personajes como de dibujos animados, un niño y un perro, y el primero de ellos, el niño, dice: “Hay por ahí muchas personas inteligentes”. El perro añade: “muchos, pero la mayoría son asintomáticos”.

Creo que es un reflejo de la realidad. Un “meme” muy en la línea de don Quijote y Sancho, representativo del idealismo y del realismo. ¿Hay muchas personas inteligentes? Sin duda. ¿Hay muchas personas, quizá la mayoría, “asintomáticas"? Pues también.

No voy a centrarme en los “asintomáticos”, en sus incapacidades, en sus “campañitas". Ni siquiera en los asintomáticos de la Iglesia. Todos, yo el primero, podemos ser muy “asintomáticos”.

Prefiero fijarme en aquellos que, a mi juicio, y en lo que me ha llegado, han dado señales de fe y de racionalidad. Son la mayoría de los católicos, a pesar de que no todos, o casi ninguno, pueden lograr que lo que creen o sienten se convierta en tendencia en los medios.

Un ejemplo de actividad cerebral positiva se debe a Olegario González de Cardedal. Tiene, este teólogo, tantos méritos que yo no podré añadirle ninguno. En la página web de la diócesis de Ávila se recoge un artículo suyo de gran profundidad y belleza: “Junto al curar e interpretar el origen de esta pandemia tenemos que corresponder a otra responsabilidad como personas, como sociedad para con esos más de 22.000 hermanos que han muerto. Tenemos el sagrado deber de hacer duelo público y de llevar luto por ellos. Por dignidad de hombres, por fidelidad de hijos y por solidaridad de ciudadanos de la misma ciudad no podemos dejar que se vayan de este mundo sin más, sin despedirles, sin rendirles honor, sin agradecer sus vidas, sin lamentar sus muertes públicamente en un acto sincronizado de toda la nación sin que pronunciemos su nombre en despedida, sin ponerlos en las amorosas manos creadoras de Dios, a quien han vuelto”.

Tiene razón don Olegario. Yo, cada día, en la santa Misa, pido por los difuntos. Por los de ese día también, hayan muerto por el coronavirus o por otras causas. Quizá, a nivel nacional, tendremos que esperar un poco, ojalá que sea muy poco, para una gran despedida que sea una sincronía de pequeñas despedidas. Un funeral en las catedrales, y en las parroquias, y en las pequeñas capillas de nuestros pueblos. Una gran despedida. Un luto no reprimido, no inhumano, sino plenamente cristiano.

Otro ejemplo de no “asintomático” es el Dr. Pere Montagut. La entrevista que ha concedido a un portal católico es magistral. Si algo se echa de menos en esta coyuntura es, pienso, la formación. La nuestra, de los pastores, y la de la mayoría de los otros fieles. No sé qué saldrá de esta cuarentena, pero quizá tenga que emerger un mayor compromiso en favor de la formación. Cuatro cosas mal aprendidas no superan el desafío de un virus. Esto vale para casi todos los saberes, también para el saber teológico:

“Los párrocos comprobamos a diario que la mayoría de nuestros feligreses, con la lógica incertidumbre sanitaria y preocupación social, están viviendo con paz interior y sosiego del alma una situación tan excepcional. Todos saben, desde un cuidado sensus fidei, que los cauces de la unión con Cristo propios de la vida cristiana han de ser, en estas circunstancias, diversos. Pero también es verdad que unos pocos, personas influyentes en los medios o supuestamente enraizadas en una sólida vida de piedad o que presumíamos bien formadas, han mostrado lagunas doctrinales y un déficit en la comprensión de la fe de la Iglesia. El resultado ha sido una siembra de sospechas y contradicciones dañinas para la comunión”.

Vamos al tercer ejemplo, y para mí el más significativo. Es el ejemplo de los que vienen a Misa cada domingo. No pongo enlace, el enlace lo tengo en mi memoria reciente, en la más real de las memorias. Estas personas lloran por los muertos. Sufren por no participar plenamente en la Misa. Pero son personas de fe. Creen y esperan.

Estos tres ejemplos son, para mí, los más cercanos y significativos: El deseo de honrar a los difuntos, el deseo de descubrir la enorme riqueza de lo cristiano, y, sobre todo, la gozosa constatación de que la mayoría de nuestros feligreses viven, en el sufrimiento, con gran sosiego esta situación.

Con sosiego, con dolor, con esperanza.

Guillermo Juan Morado.

23:25

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