El pasado 6 de abril, el arzobispo emérito de Madrid, cardenal Antonio María Rouco Varela, salía de su retiro y publicaba en el diario ABC un Tercera titulada “Confianza en Dios en tiempos difíciles”. Una página que tuvo muchas visitas en la web y que fue muy bien acogida por los lectores.
Abordamos en esta entrevista, en exclusiva para Religión Confidencial, algunas cuestiones que se han ido sumando a las preocupaciones sobre los efectos del COVID-19 en la conciencia de los católicos y en la sociedad.
P.- Don Antonio, ¿cómo ha percibido en este tiempo de confinamiento la acción de la Iglesia?
R.- He percibido estos días, en algunos ambientes, un déficit de reflexión, diríamos, de interpretación teológica a fondo de este signo de los tiempos que estamos viviendo. Limitarnos solo a hacer una aplicación voluntarista de las exigencias de los mandamientos, del gran mandamiento de la caridad, del mandamiento o de la voluntad del Señor a través del mandamiento de la caridad, es insuficiente. Hay que hacerlo, pero, para poder hacerlo y vivirlo a fondo, tienes que tener la fuente de inspiración en la verdad del Espíritu, del Espíritu Santo que viene del Resucitado. Desde el punto de vista intelectual, y desde el punto de vista también diríamos más existencial. O, por decirlo de forma más eclesialmente aplicable, más pastoral. Si no, te quedas sin la fuente. Y claro, ya no correrá el agua.
Al mismo tiempo estamos viendo una actitud de tanta generosidad por tantos -para empezar, en el campo de los profesionales de la medicina- en relación con el bien social, de una forma tan entregada, tan sacrificada, a veces tan heroicamente sacrificada, que no se explica sin la gran tradición de esa forma de vivir la existencia tan característica de la multisecular experiencia histórica de España, que procede de sus hondas raíces cristianas.
P. En esta crisis hemos podido asistir a muy diferentes formas de actuar eclesial, que han puesto en evidencia que hay debates postconciliares que no han concluido.
R. Ciertamente, afloran tendencias que han estado muy presentes a lo largo y a lo ancho de los 50 años de post Concilio. Que se superan de algún modo -se compensan y se superan- por esa forma de entender la evangelización tan profundamente anclada en la historia del magisterio pontificio contemporáneo: en la Evangelii Nuntiandi, de San Pablo VI, en el gran, abundante y luminoso magisterio teológico y teológico-pastoral de San Juan Pablo II y, por supuesto, en esos años de exquisito cuidado magisterial de la verdad de la vida cristiana y del diagnóstico de los grandes problemas de Europa –que vienen de antiguo- del pontificado de Benedicto XVI, para el cual la crisis de Europa en el fondo es una crisis de fe. Y que mantiene su actualidad en el Pontificado del Papa Francisco, muy singularmente en la exhortación Evangelii Gaudium que siguió al sínodo sobre la Nueva Evangelización. Por lo tanto, esa elevación de la mirada teológica y de la mirada histórica que hace el magisterio, y con él la inmensa mayoría del episcopado mundial, hay que acentuarla en estos momentos históricos. ¡Hay que conectar con esa línea de inspiración teológica y pastoral, si queremos responder mínimamente a los problemas que nos está presentando esta emergencia mundial! Que no es una tercera guerra mundial, pero en sus efectos tiene ciertas semejanzas.
P. Sin embargo, entramos en una crisis económica y social con unos efectos similares a los de las grandes catástrofes sociales contemporáneas.
R.- En los años 60, en que se celebra el Concilio, la amenaza atómica no era ninguna broma: era algo que estaba presente en la política internacional, estaba presente en la sensibilidad de la gente y de las jóvenes generaciones, las nuestras, y no sin miedo. Nos decíamos: bueno, pues aquí, o hacemos la paz sobre la base del gran valor de la dignidad de la persona humana, de un bien común en el que todos los aspectos de la existencia del hombre, se tienen en cuenta, no solamente los puramente materiales sino también los morales y los espirituales, o, si no, la otra alternativa es una especie de gran cementerio, de un mundo convertido en un tremendo y gran cementerio. Ese principio o imperativo -la reconstrucción del mundo después de esta crisis sobre la base de la dignidad inviolable de la persona humana- debe volver a tener vigencia: ¡una prioridad máxima!
La muerte y los novísimos
P.- ¿Cree que ha habido un déficit de predicación sobre la muerte y sobre los novísimos, sobre las realidades últimas?
R.- Bueno, pues claro que efectivamente hemos descuidado ese discurso. Y tenemos miedo de hablar de lo que significa la muerte, y tenemos miedo a hablar de la otra vida: ¡de la eternidad de la vida! Y eso que Benedicto XVI ha sido muy lúcido, creo yo, por ejemplo en su libro sobre Jesús de Nazaret, cuando en el segundo tomo explica cómo la vida eterna ya está operando en nosotros, en el tiempo. Está en nosotros, no sólo ontológicamente, sino existencialmente. La hemos recibido del resucitado por el Bautismo. Lo que pasa es que después de la muerte física encuentra su plenitud –si no hemos vuelto “al pecado que mata”-, porque ya es vivirla en la plena comunión con el misterio de Dios: del Dios hecho hombre, del Cristo, que ha introducido a la naturaleza humana en el corazón mismo del misterio de la Trinidad.
Otro de los problemas es el de negarse a pensar que, efectivamente, la historia va a tener un final. No solo la historia personal de cada uno, sino la historia general de la humanidad. En fin, es estar ciegos, cuando se olvida que el mundo, todo lo creado, el hombre, la humanidad, la historia por lo tanto, el hombre que la vive y la protagoniza de tejas abajo, no está completamente en sus manos, que hay un plan sobre la realidad creada y sobre la historia, y que el autor de ese plan es el Dios Creador y Redentor, fuente primera y última del bien, de la verdad, de la belleza y de la felicidad, que incluye el perdón y la misericordia para el hombre cuando retorna a “la casa del Padre” aunque se le haya escapado, lo haya negado o haya roto con él. Y naturalmente así, con ese olvido, no se acierta.
La Iglesia acierta cuando habla de Jesús
P. ¿Cómo acierta la Iglesia en este momento?
R.- La Iglesia no acierta si no ofrece sobre todo el Kerygma de la palabra, si no anuncia a Jesús muerto y resucitado, que no es una quimera, que no es un recuerdo del pasado, que no es una simple o hipotética proyección de futuro, sino que está vivo en medio de nosotros. Y con el que hay que unirse en lo más interior del corazón y en lo más palpable y expresivo de la comunicación humana. La Iglesia es sacramento. Es decir, signo eficaz y vivo de una realidad que no se ve, pero que actúa, que se siente, que se piensa, que se quiere... Bueno, pues si lo reduces a puro instrumentalismo y a puro practicismo, te quedas sin nada. Te quedas absolutamente sin nada. ¿Qué pasa con los que han muerto solos en un hospital? ¿Qué pasa? Te duele el alma, te duele el corazón. Rezas. Imploras…
Si hay algún papel que tiene que jugar más la iglesia en este momento, no sólo es el de las obras prácticas de caridad, que tiene que haberlas, claro, y muy eficaz y generosamente, pero que han de mostrar en su contenido, en su sentido y en su fuerza más que una mera solidaridad humana. Tienen que ser vehículo del verdadero amor, de amor al hombre, de amor a la persona, de amor redentor y salvador. Y muy concretamente vivido desde la relación más íntima donde la caridad se expresa, que es la de la familia, de los padres, de los hijos, de la esposa, del esposo, hasta la comunidad de vecinos, de ciudad, de pueblo, de toda la familia humana. Para ello, es imprescindible la palabra, la palabra de la verdad en el amor, es decir, tienes que llevar a Cristo, tienes que llevar a Cristo a través de la caridad fundamentada sacramentalmente en la Eucaristía. Lo que no es posible sin los ministros servidores de la Palabra y del Sacramento, consagrados por el Sacramento del Orden: los Obispos, los sacerdotes, los diáconos. Tienen que estar cerca. Ciertamente con toda la proximidad humana, que les es propia, pero siendo ministros de quien son, inexcusablemente: del Señor, del Señor que es la vida y que da la vida, que sana y que salva. Luego vendrán las consecuencias prácticas, morales y de existencia cristiana.
La vuelta a la Eucaristía
P.- ¿Cree que hay que volver pronto a las eucaristías, a la vida eucarística?
R.- ¡Cuánto antes! Siempre cuidando y guardando las medidas de seguridad sanitaria que las autoridades determinen en el servicio al bien común.
P. En este período de tiempo, ¿considera que ha estado en juego, en España, la libertad religiosa? ¿Cree que hay un riesgo de que algunos se aprovechen de esta situación para cercenar libertades fundamentales de los católicos y de la Iglesia?
R.- Desde el punto de vista legal –es decir, del ordenamiento jurídico vigente- no. Y, desde el punto de vista de la opinión pública y de la sensibilidad general de la sociedad, creo que tampoco. Es probable que lo que ha habido sea diversidad en la interpretación concreta de las normas que rigen el estado de alarma. Resulta, sin embargo, imprescindible aclararlas en el sentido de un reconocimiento inequívoco de un derecho fundamental, clave para el conjunto de los derechos humanos, como es el derecho a la libertad religiosa.
religionconfidencial.com
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