El Espíritu Santo y el perdón de los pecados



Cuando Pedro, el día de Pentecostés, dice: «Arrepentíos y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para que queden perdonados vuestros pecados. Entonces recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2,38), eso no significa que la remisión de los pecados esté antes, y sólo después llegue el don del Espíritu Santo. Significa, en todo caso, que desde el principio, en la remisión de los pecados, el Espíritu está presente como agente, mientras que después, una vez purificados (los dos momentos, sin embargo, son, de hecho, simultáneos), está presente también como don y posesión estable. Si en los Hechos de los Apóstoles se atribuye preferentemente a la misma persona de Jesús la remisión de los pecados, esto –como entendieron muy bien los Padres– siempre se tiene que ver a la luz del principio general de la Escritura, según el cual «todo nos viene del Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo».
El Espíritu Santo, por tanto, no es sólo el efecto de la justificación, es también la causa. No es el final del proceso, como si antes estuviera la tarea negativa de alejar el pecado, y después –una vez liberado el corazón y, por así decirlo, despejado el terreno– la venida del Espíritu Santo. Escribe san Basilio: «La purificación de los pecados se produce en la gracia del Espíritu». San Agustín llega a la siguiente conclusión:
«La caridad que, por medio del Espíritu Santo, es derramada en nuestros corazones, es la misma que remite los pecados».
La remisión de nuestro pecado y la infusión de la gracia no son dos operaciones sucesivas, sino una única acción, vista desde dos vertientes opuestas. No es que primero se nos quite el pecado, y después se nos infunda la gracia: es la propia infusión de la gracia la que quita el pecado.
En la purificación del pecado, el Espíritu Santo no interviene, por tanto, cuando todo está hecho: es él quien lo hace. Y, ¿cómo se podría, por otra parte, llevar a cabo una labor tan grandiosa como la remisión del pecado, si no fuera por obra del mismo Dios? El pecado queda «anulado», Se trata de un poder creativo, en dirección, por así decirlo, inversa: no es una «creación de la nada», sino una «reducción a la nada» (que no es obra menos divina que la primera). El pecado del hombre no queda sólo «tapado», «no imputado» y casi ignorado por Dios sino, al contrario, es realmente destruido, borrado. No existen en nosotros, al menos en el sagrario más íntimo del alma, pecado y gracia, muerte y vida al mismo tiempo: no hay «dos amos», el espíritu maligno y el Espíritu Santo. Diádoco de Fótica escribe que los herejes mesalianos «se han imaginado que en el intelecto de los bautizados se esconden juntos la gracia y el pecado, o sea, el Espíritu de la verdad y el espíritu del error». Pero no es así; lo que ocurre es que
«antes del bautismo, la gracia actúa desde fuera, empujando el alma hacia el bien, mientras que Satanás actúa desde dentro; después del bautismo, por el contrario, la gracia actúa desde dentro y el demonio desde fuera. Éste sigue actuando, incluso peor que antes, pero no junto a la gracia sino, en todo caso, a través de las sugestiones de la carne».
Por tanto, al dar a los apóstoles, en el cenáculo, el Espíritu Santo (cfr. Jn 20,22 ss), Jesús no otorgó a la iglesia solamente un «poder» jurídico, externo, una simple «autorización» para remitir los pecados: le otorgó un poder real, intrínseco, que es el mismo Espíritu Santo. También la iglesia tiene el poder de remitir los pecados, pero sólo porque tiene al Espíritu Santo, que es quien tiene el poder de remitir los pecados. Ella, como recordaba san Ambrosio, en la remisión de los pecados, no ejerce un poder; tan sólo realiza un ministerio, aunque sea un ministerio imprescindible:
«En efecto, la iglesia no puede remitir nada sin Cristo, y Cristo no quiere remitir nada sin la Iglesia; la Iglesia no puede remitir nada excepto a quien está arrepentido, es decir, a aquel que Cristo ha tocado con su gracia; Cristo no quiere considerar perdonado a quien se niega a recurrir a la Iglesia» “.
Todo esto nos presenta una imagen de la Iglesia bien distinta a la imagen superficial que el mundo tiene de ella. La Iglesia es el lugar donde «arde» el Espíritu que destruye los pecados, como una especie de «incineradora» siempre encendida, que destruye los desechos del alma y mantiene limpia la ciudad de Dios. Hay un «fuego» escondido en los lugares recónditos de la casa que es la Iglesia: ¡dichosos aquellos que lo descubren y establecen junto a él la morada de su corazón, y vuelven a él cada vez que se sienten «cargados» por la culpa y «deseosos de resurgir»!

Raniero Cantalamessa
06:50

Publicar un comentario

[facebook][blogger]

SacerdotesCatolicos

{facebook#https://www.facebook.com/pg/sacerdotes.catolicos.evangelizando} {twitter#https://twitter.com/ofsmexico} {google-plus#https://plus.google.com/+SacerdotesCatolicos} {pinterest#} {youtube#https://www.youtube.com/channel/UCfnrkUkpqrCpGFluxeM6-LA} {instagram#}

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

Con tecnología de Blogger.
Javascript DesactivadoPor favor, active Javascript para ver todos los Widgets