Podría haber dicho al salir de aquella casa, una mañana gris, tiempo atrás.
Allí vi a un hombre frágil, debilitado por la enfermedad y los años, dolorido y sereno a la vez.
Vi y escuché a su esposa hablar de él con ternura, con admiración, con gratitud. La vi secarse las lágrimas al contarme que no podía saber siempre lo que le pasaba -porque él casi ya no hablaba-, pero ella se daba cuenta de cómo se sentía. La escuché feliz hablando de sus hijos y narrando sus gestos de amor hacia su padre, la escuché confiada y realista en la adversidad.
Vi a los dos juntos, él acostado, ella sentada al borde de la cama, acariciándolo mientras le daba la Unción y él -entre lágrimas- recibía la absolución y rezaba, a su manera.
Y vi en la cabecera de su cama dos fotos, tan pequeñitas como elocuentes.
Una en blanco y negro, del día de su boda, cortando juntos la torta, rebosantes de juventud y alegría, abrazados y sonrientes, hermosos y fuertes.
La otra en colores, en un aniversario, abrazados y sonrientes, rebosantes de vida y hermosos en su madurez.
Y los miré de nuevo allí presentes, y los vi, juntos, tan juntos y unidos -o incluso más- que entonces.
Amándose hasta el final, en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad… Una carne, un corazón, una alma.
Y VI EN ELLOS A DIOS, al Dios amor, al Dios fiel, al Dios fecundo… con mis propios ojos.
Y le di gloria por amarnos tanto e invitarnos a vivir por y en el amor.
P. Leandro Bonnin
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