San Francisco de Borja fue un sacerdote jesuita español conocido por su profunda conversión y desapego de los bienes terrenales para abrazar mejor la Fe y la santidad.
Francisco de Borja y Aragón nació el 28 de octubre de 1510 como primogénito de la Casa Ducal de Gandía, siendo hijo de Don Juan de Borja y Enríquez de Luna, III Duque de Gandía, Barón de Llombay, y de Doña Juana de Aragón y Gurrea. Su padre, el Duque de Gandía, era nieto del Papa Alejandro VI. Su madre era hija de Don Alfonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza y virrey de Aragón, quien a su vez era hijo ilegítimo del Rey Fernando el Católico. Por esta razón se dice que el santo salió del pecado, pues era bisnieto de un papa, nieto de un arzobispo y bisnieto de un rey por línea ilegítima.
El origen de la familia de San Francisco era oscuro pero ilustre, por lo que amasó una gran fortuna y un inmenso poder. Su abuela, María Enríquez de Luna, era además prima del Rey Fernando y nieta del almirante de Castilla, Don Enrique Enríquez, así como bisnieta del condestable Don Álvaro de Luna.
Cuando el primogénito de la casa anunció su decisión de hacerse monje, sus padres le enviaron inmediatamente a servir a la Corte, esperando que ahí descubriera más el mundo. Para financiar su vida como Gentilhombre de la Casa de Borgoña, su padre le concedió la baronía de Llombay con la mitad de sus rentas. En 1528, el joven Francisco fue enviado al Palacio Real de Tordesillas, cercano a Valladolid, donde se encontraba recluida la Reina Juana «la Loca». En Tordesillas, recibió primero el encargo de servir de paje a la infanta Catalina, hermana del Emperador Carlos.
Durante ese tiempo, el Barón de Llombay fue investido caballero de la Orden de Santiago, honor que recibió con gran dignidad y deber religioso.
Preocupados por encontrar sucesión en su primogénito, los Duques de Gandía pidieron al Emperador que les ayudase a concertar un buen matrimonio para su hijo, quien algún día sería Grande de España, y por lo tanto necesitaría aprobación del Rey para casarse. El Emperador recomendó a Doña Leonor de Castro Mello e Meneses, dama portuguesa y gran amiga de la joven Emperatriz Isabel. Doña Leonor era hija de Don Álvaro de Castro, capitán general de África al servicio del Rey Manuel I de Portugal, y de Doña Isabel de Mello Barreto e Meneses. Las negociaciones matrimoniales fueron encabezadas por el cardenal Mendoza, quien actuaba en nombre del Emperador. En 1529, los prometidos contrajeron nupcias en el Real Alcázar de Madrid.
Tras su matrimonio, el Barón de Llombay fue nombrado caballerizo mayor de la Emperatriz Isabel, un cargo de gran confianza dado por su nuevo parentesco con Doña Leonor de Castro. Con este matrimonio, Francisco entró al círculo íntimo de la Familia Real, consiguiendo el favor del Emperador. En 1530, Carlos I elevó la baronía de Llombay a marquesado en la persona de Francisco.
Durante sus años en la corte, los nuevos marqueses de Llombay iban siguiendo a los emperadores a donde fuesen, y así establecieron su vida, consiguiendo para 1539 una descendencia de ocho hijos (cinco varones y tres mujeres). Ese mismo año, fallece en Toledo la Emperatriz Isabel. El Marqués de Llombay, como su caballerizo mayor, fue el encargado de dirigir la comitiva que trasladaría el cuerpo de Doña Isabel de Toledo a Granada, donde sería enterrado. Al llegar a Granada, el Marqués ordenó a los Monteros de Espinosa que abriesen el ataúd para dar fe a los monjes que la sepultarían que efectivamente iba dentro el cuerpo de la Emperatriz. Al abrir el sarcófago, salió de él un fuerte olor a podredumbre, y su rostro, que había sido considerado el más bello de la cristiandad, se hallaba ya descompuesto y lleno de gusanos. Entonces, Francisco dijo a los monjes: «No puedo jurar que esta sea la Emperatriz, pero sí juro que es su cadáver el que aquí ponemos.»
La escena era desgarradora, tanto el Emperador como todos los que conocieron a Doña Isabel de Portugal se encontraban impactados al ver su estado de putrefacción. Arráncandose en lágrimas, el Marqués pronunció entonces aquellas célebres palabras que marcan el momento de su conversión: «¡Nunca más! ¡Nunca más servir a Señor que se me pueda morir!«
Sin embargo, el Emperador tenía grandes planes para su primo tercero, nombrándole virrey de Cataluña ese mismo año, cuando Francisco tenía tan solo 29 años de edad. Durante su gobierno, buscaba con ahínco los ratos libres para acercarse a rezar ante el Santísimo o deleitarse en la composición y arreglo de música sacra. Cuatro años más tarde, le es anunciada la muerte de su padre, convirtiéndose él en el IV Duque de Gandía.
Para estrenar su nueva condición, el Emperador decidió honrarle con la jefatura de la casa de su heredero, el príncipe Felipe de Habsburgo, más tarde conocido como el Rey Felipe II. En su nueva comisión, el Duque de Gandía quiso arreglar un matrimonio del príncipe Felipe con la hija del Rey de Portugal, matrimonio que uniría para siempre a la Península en un solo reino, pero las negociaciones fracasaron, quedando el Duque en gran ridículo y perdiendo la confianza del Emperador.
En 1543, el Duque deja su cargo de virrey de Cataluña y se retira a su palacio de Gandía, donde se dedica principalmente a la vida de oración. Durante ese tiempo, el Francisco de Borja también hizo grandes obras por la ciudad y por los pobres, desde fortificar la ciudad de Gandía para defenderse de los piratas, hasta reparar un hospital para los pobres y enfermos en Llombay. En una ocasión, el obispo de Cartagena viajó a Gandía, donde tuvo oportunidad a conocer al Duque. A su vuelta, el prelado escribió: «Durante mi reciente estancia en Gandía pude darme cuenta de que Don Francisco es un modelo de duques y un espejo de caballeros cristianos. Es un hombre humilde y verdaderamente bueno, un hombre de Dios en todo el sentido de la palabra… Educa a sus hijos con un esmero extraordinario y se preocupa mucho por su servidumbre. Nada le agrada tanto como la compañía de los sacerdotes y religiosos…«
Publicar un comentario