Salir del congelador



Dicen que han salido del armario. ¿Del armario o del toril? Porque, la verdad, emergieron con tanta fiereza y agresividad que uno no sabe qué pensar, se asusta un poco y se refugia en el burladero por si las moscas.
Yo los veo por la tele, o sea a distancia, como en San Fermín; y, al contemplarlos, tengo sentimientos contrapuestos. Por una parte me produce cierta repulsión tanta carne sudorosa bajo el sol sobre el asfalto recalentado de la ciudad. No es un espectáculo agradable a la vista. Deben estar muy irritados, y quizá también algo colocados, para participar en semejante evento. Por otra parte no puedo dejar de admirarlos un poco. Dicen que están orgullosos de ser como son y, para demostrarlo, han abierto las puertas de chiqueros en todo el planeta y se han lanzado al ruedo de la Villa y Corte. La alcaldía les da la bienvenida, más que nada por la pasta, aunque dejen las calles hechas un asquito.
He apagado la tele, no sea que el hedor cabalgue con las ondas hertzianas y llegue volando hasta mi casa. Sin embargo creo que he aprendido algo. Pienso que ahora mismo hay muchos —demasiados— católicos que deberían salir no del armario sino del congelador. Hablo de esos que tienen la fe en conserva, escarchada y casi sin vida. Alguien les convenció de que sus convicciones religiosas son algo íntimo, personal y recóndito que no es licito exhibir. ¿Hablar de religión en la mesa? ¡Qué indecencia, por favor! ¿Bendecir la mesa antes de empezar? Vale, pero que sea muy bajito, no sea que se enteren los comensales más cercanos y piensen que somos creyentes. ¿Utilizar expresiones como "hasta mañana si Dios quiere"? ¡Eso es cosa de viejas! Y, por supuesto, que no se nos ocurra tratar de acercar a un amigo a la Iglesia, hacer propaganda de la Confesión, recomendar un libro de lectura espiritual…
—¿Eso es todo?
—Eso es el comienzo. Lo importante es sentir el orgullo santo de ser cristianos. No necesitamos cabalgatas ni manifestaciones agresivas. Respeto siempre, por supuesto, a todos los que no han recibido el regalo gratuito de la fe; pero ese don inmerecido debe rebosar por todos los poros del alma. La fe, como la alegría, ha de ser desbordante: serena, contagiosa, con gancho; tan sobrenatural, tan pegadiza y auténtica, que arrastre a otros por los caminos cristianos.
Ahora debería yo alargar esta reflexión llenando tres o cuatro pantallas más; pero esto es un globo que vuela con el viento, no un sermón.
 

06:12

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