Nos alegramos hoy con toda la Iglesia en una fiesta entrañable y consoladora porque “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar” y que en su mayoría llevó una vida parecida a la nuestra, disfruta ya de la visión de Dios por toda una eternidad. Una multitud cuyos nombres no conocemos, que pasó inadvertida a quienes les trataron y, en ocasiones, incomprendidos o despreciados y maltratados, pero conocidos y amados por Dios.
Es esta una Solemnidad alentadora porque muchos de esos santos tendrían un carácter similar al nuestro, parecido temperamento, idéntica inclinación a la pereza, la sensualidad, el amor propio, y experimentaron los mismos sinsabores y penas, y, sin embargo, han superado con la ayuda de Dios esas dificultades. Es posible que más de un centenar de ellos y ellas pudiera decirnos: no te desanimes, también yo he pasado por esas pruebas. Sí, también tú puedes llevar una vida cristiana plena, una vida santa.
Esta Solemnidad que comenzó a celebrarse en toda la Iglesia a partir del s. IX, nos recuerda la llamada universal a la santidad. Podemos y debemos ser santos. “El Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48)” (C. Vaticano II, L.G., 40).
Hay quienes cuando oyen hablar que Dios les quiere santos, piensan que eso no es para ellos, que no tienen madera de santo. La santidad es una llamada de Dios a cada uno que, en esencia, consiste en amarle con todas nuestras fuerzas, sinceramente, en amar a quienes nos rodean con igual intensidad, y amar la fatiga de cada día, nuestro trabajo. Parece lógico que si la llamada procediera del Comité Olímpico para participar en las próximas Olimpiadas, más de uno pudiera excusarse diciendo que él no reúne las condiciones para el deporte de alta competición. Si la llamada viniera de un partido político para que militemos activamente en sus filas, de una cadena de televisión, de una emisora de radio o de una empresa editorial o periodística, podríamos también declinar esa llamada diciendo que no reunimos las condiciones para la política, la comunicación, las letras. Pero para amar todos tenemos condiciones. Todos podemos amar a Dios que es nuestro Padre y hacer caso de sus indicaciones.
En el Evangelio de hoy, el Señor va enumerando las características de la santidad que permiten la entrada en la gran fiesta del cielo: los pobres de espíritu, esto es, los que no adoran el becerro de oro; los limpios de corazón; los sufridos; los que trabajan por la paz; los que van contra corriente, perseguidos por causa de la justicia... “Son santos los que luchan hasta el final de su vida: los que siempre se saben levantar después de cada tropiezo, de cada día, para proseguir valientemente el camino con humildad, con amor, con esperanza” (S. Josemaría Escrivá).
Encaminemos nuestros pasos por la senda de la santidad guiados por la fe y estimulados por el ejemplo de una multitud tan numerosa y variada con la certeza de que no nos faltará tampoco la ayuda de Santa María, Reina de Todos los Santos.
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo:
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