–El Espíritu Santo, «el gran desconocido»…
–En parte por falta de predicación, y en parte por falta de interés en los cristianos (pelagianos o semipelagianos en su mayoría).
Hace unos años, un profesor de teología moral escribió que es «necesario romper los cuadros del tratado De virtutibus, para abrir el tema a un horizonte más adecuado». Mejor que en el planteamiento ontológico-formalista del sistema de virtudes, habría de expresarse la moral «en términos más personalistas y relacionales», es decir, empleando «la riqueza que nos ofrecen las categorías personalistas de opciones, actitudes, etc.».
Sin embargo, la Iglesia docente, aun conociendo las diversas construcciones mentales producidas por quienes piensan de este modo, que no son pocos, estima mejor en su Magisterio apostólico, que la verdadera antropología cristiana es la tradicional. Y así, concretamente, en su Catecismo de la Iglesia Católica (1992), explica la vida nueva en el Espíritu según la gracia (1987-2029), las virtudes y los dones del Espíritu Santo (1803-1831). Y éste es el esquema que aquí sigo.
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–La gracia santificante
En este mismo blog escribi sobre La gracia un conjunto amplio de articulos (61-75). Me limitaré aquí a recordar brevemente su teología y espiritualidad.
La gracia, por obra del Espíritu Santo, es vida sobrehumana, sobrenatural, vida en Cristo, que nos hace hijos del Padre celestial, y participantes de su naturaleza divina. En cuanto hombre y nuevo Adán, Jesucristo está «lleno de gracia y de verdad; y de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).Tenemos, pues, la gracia si permanecemos en Cristo (Jn 15,1-8; 1Cor 12,12s; Trento 1547: Denz 1524).
La gracia es vida en el Espíritu Santo, «Señor y dador de vida». El Padre celestial, para hacernos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6), para que, guardándonos en su gracia, obre en nosotros por las virtudes y los dones. Por eso, dice el Vaticano II, «la Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo» (GS 10b).
La gracia es sanante y elevante, nos purifica del pecado y nos hace hijos de Dios, hermanos de Cristo, por el agua y el Espíritu, nuevas criaturas, elevándonos a un nivel de vida ontológicamente nuevo, naciendo de nuevo, nacidos de Dios (Jn 1,12; 3,3-6). Hemos sido hechos así «participantes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). Por eso, «ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados “hijos de Dios", y lo seamos» (1Jn 3,1).
Este don divino produce, pues, en el hombre un cambio cualitativo y ascendente, un paso de la vida meramente natural a la sobrenatural. Implica, por tanto, un cambio no sólo en el obrar, sino antes y también en el ser. El hombre viene a ser por la gracia una «nueva criatura» (2Cor 5,17; Gál 6,15).
El amor de Dios causa el bien en lo que ama. Ahora bien, como explica Santo Tomás, en Dios «hay un amor común [el de la creación], por el que “ama todo lo que existe” (Sab 11,25), y en razón de ese amor da Dios el ser natural a las cosas creadas… Y hay también en él otro amor especial [el de la gracia], por el que levanta la criatura racional por encima de su naturaleza, para que participe en el bien divino» (STh I-II,110,1).
Por el contrario, Lutero enseña que el hombre pecador al recibir la gracia, recibe una justificación externa, meramente declarativa; como si el hombre, continuando en su condición de pecador, fuera cubierto por el manto de la misericordia de Cristo, y así fuese declarado justo ante Dios (hombre «simul iustus et peccator»). Craso error. Dios no declara a nadie justo sin hacerlo justo al mismo tiempo, pues su Palabra, Jesucristo, es verdadera, y eficaz para santificar (Trento: Dz 821/1561).
–Las gracias actuales
Mientras que la gracia santificante sana al hombre y lo eleva a participar filialmente de la naturaleza divina, las gracias actuales son auxilios sobrenaturales del Espíritu Santo, que iluminan el entendimiento y mueven la voluntad del hombre. Son, pues, cualidades fluidas y transeúntes causadas por Dios en las potencias humanas, para que obren algo en orden a la vida eterna. «Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito» (Flp 2,13). «Es Dios quien obra todas las cosas en todos» (1Cor 12,6). Él «es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros» (Ef 3,20; +Col 1,29).
–Las virtudes y los dones del Espíritu Santo
Podría quizá pensarse que, una vez que la gracia santificante sana al hombre pecador y le eleva a una vida sobrenatural, sería bastante para el desenvolvimiento normal de esta nueva vida que sus potencias, entendimiento y voluntad sobre todo, recibieran el auxilio continuo de las gracias actuales. En este sentido, no sería necesaria la infusión en sus potencias de las virtudes y de los dones. Pero quiso Dios que el renacimiento del hombre se hiciera por la gracia, que no es directamente operativa, y por las potencias que de ella fluyen, especialmente la fe y la caridad, infundidas en la razón y voluntad. Santo Tomás contesta bien esta dificultad:
Dios nuestro Señor, «provee a las criaturas naturales de tal manera que no se limita a moverlas a los actos naturales, sino que también les facilita ciertas formas y virtudes, que son principios de actos, para que por ellas se inclinen a aquel movimiento; y de esta forma, los actos a que son movidas por Dios se hacen connaturales y fáciles a esas criaturas. Con mucha mayor razón, pues, infunde en aquellos que mueve a conseguir el bien sobrenatural y eterno ciertas formas o cualidades sobrenaturales [virtudes y dones] para que, según ellas, sean movidos por él suave y prontamente a la consecución de ese bien eterno» (STh I-II,110,2).
Es decir, Dios no se ha limitado en Cristo a dar al hombre una capacidad de realizar actos semejantes a los propios de la vida divina –como un hombre, amaestrando a su perro, le hace posible realizar ciertos actos, como recoger y traer el periódico, en un acto semejante al acto humano, pero que no lo es–, sino que comunicándole su mismo Espíritu, le ha infundido hábitos operativos de las virtudes y los dones, que fluyen de su gracia en las potencias del hombre, para darle capacidad auténtica de realizar actos sobrenaturales, y consiguientemente le ha capacitado de verdad para entrar en su amistad.
–Las virtudes
Las virtudes infusas son como músculos espirituales, que Dios infunde en el hombre, para que éste pueda realizar los actos propios de la vida sobrenatural al «modo humano» –con la ayuda, claro está, de la gracia–. Virtus en latín significa, en efecto, fuerza. Dicho en términos más precisos: las virtudes sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por la gracia de Dios en las potencias del alma, que disponen a ésta para obrar según la razón iluminada por la fe y según la voluntad fortalecida por la caridad. Unas son teologales –fe, esperanza y caridad-, y otras son morales –prudencia, fortaleza, justicia y templanza–.
Virtudes teologales
Las virtudes teologales son potencias-facultades operativas por las que el hombre se ordena inmediatamente a Dios, como a su fin último sobrenatural. Dios es en ellas objeto, causa, motivo, fin. Y mientras la fe radica en el entendimiento, la esperanza y la caridad tienen su base natural en la voluntad (STh II-II,4,2; 18,1; 24,1). Las virtudes teologales son el fundamento constante y el vigor de la vida cristiana sobrenatural. Las tres fluyen de la gracia, como fluyen del alma razón, memoria y voluntad.
Virtudes morales
Las virtudes morales sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios. Estas virtudes morales, por tanto, no tienen por objeto inmediato al mismo Dios (fin), sino al bien honesto (medio), que conduce a Dios y de él procede, pero que es distinto de Dios. Las cuatro virtudes morales son «espíritus» infundidos en las potencias del hombre por obra del Espíritu Santo.
Hay muchas virtudes morales, pero tanto la tradición judía y cristiana, como también la filosofía natural de algunos autores paganos, han señalado como principales cuatro virtudes cardinales (de cardo-inis, gozne de la puerta): «la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, son las virtudes más provechosas para los hombres en la vida» (Sab 8,7; +STh II-II,47-170). Estas cuatro virtudes regulan el ejercicio de todas las demás.
-la prudencia rige la actividad de la razón, asegurándola en la verdad y librándola del error y de la ignorancia culpable;
-la justicia fortalece la voluntad en el bien, venciendo así toda malicia;
-la fortaleza asiste a la sensualidad irascible, es decir, el apetito que pretende valientemente el bien sensible arduo y difícil (STh I,81,1-2), protegiéndola de la debilidad nociva; y
-la templanza regula la sensualidad concupiscible, liberándola de los excesos o defectos de una inclinación sensible desordenada.
–Los dones del Espíritu Santo
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales operativos, infundidos por Dios en las potencias del alma (hasta aquí, como las virtudes), para que la persona pueda recibir así con prontitud y facilidad las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo (aquí la diferencia específica; +STh I-II,68,4).
La tradición reconoce siete dones del Espíritu Santo, basándose en el texto de Isaías 11,2, que predice la plenitud del Espíritu en el Mesías: «Sobre él reposará el Espíritu de Yavé: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yavé». La versión de la Vulgata cita siete dones, también el espíritu de piedad.
Según estos dones, la razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad; de sabiduría, para juzgar de las cosas divinas; de ciencia, sobre las cosas creadas; y de consejo, para la conducta práctica. Mientras que la voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de piedad, en orden a Dios y a los padres; por el don de fortaleza, contra el temor a peligros; y por el don de temor, contra el desorden de la concupiscencia. En seguida los estudiaremos uno a uno.
Los dones, que son activados por obra del Espíritu Santo, elevan al justo a la vida mística y le llevan, por tanto, a la perfección cristiana. Son, pues, muy excelentes. Las virtudes teologales, como es sabido, la fe y la esperanza, concretamente, son para este tiempo de peregrinación; en tanto que solo la caridad permanecerá en el cielo. Por el contrario, «tanta es la excelencia [de los dones del Espíritu Santo], que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial» (León XIII, 1897, enc. Divinum illud 12).
–Virtudes, al «modo humano», y dones al «modo divino»
Los dones del Espíritu Santo no son, pues, gracias actuales transitorias; son verdaderos hábitos operativos (I-II,68,3). Ahora bien, mientras que las virtudes son hábitos sobrenaturales que se rigen en su ejercicio por la razón y la fe (al modo humano), los dones se ejercitan bajo la acción inmediata del Espíritu Santo (al modo divino); es decir, le dan al hombre facilidad y prontitud para obrar «por inspiración divina» (68,1). Esta diferencia tiene grandísima importancia en la vida espiritual, y debemos analizarla atentamente.
-Las virtudes nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu Santo «al modo humano». El acto virtuoso nace de Dios, como causa principal primera, y del hombre, como causa principal segunda, que, aunque absolutamente dependiente de la primera, causa el acto a su modo natural propio, es decir, pensando con su razón y decidiendo libremente con su voluntad. Por eso mismo, al ser infundidas las virtudes en la estructura psicológica natural del hombre, no pueden lograr por sí mismas el perfecto ejercicio de la vida sobrenatural. Pero mediante una participación ascética en la vida de la gracia, nos van llevando hacia la perfección. Podemos mostrarlo con dos ejemplos:
La oración, en régimen de virtudes, es discursiva, laboriosa y fatigosa, con mediación de muchas imágenes, conceptos y palabras. Y la acción –por ejemplo, perdonar una ofensa– es lenta e imperfecta, exige un tiempo de motivación en la fe, un apaciguamiento gradual de las emociones contrarias a lo que la caridad exige… Según esto, tanto la oración como los actos virtuosos de la vida ordinaria, son realmente vida sobrenatural, son participación en la vida del Espíritu, pero imperfecta, «al modo humano».
-Los dones del Espíritu Santo, en cambio, nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu «al modo divino». Por tanto, el acto donal nace de Dios, causa principal primera, primera y única, y del hombre, causa instrumental, causa libre, sin duda, pero solamente instrumental del efecto producido por el Espíritu Santo. Son los dones los que, perfeccionando el ejercicio de las virtudes, hacen que sea mística nuestra participación en la vida sobrenatural, tanto en el ora como en el labora.
–Sólo la vida de las virtudes, perfeccionadas por los dones, nos lleva a la perfección de la santidad. Es decir, sólo bajo el predominio habitual activo de los dones del Espíritu Santo –sólo en la vida mística– puede el cristiano ser «perfecto como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Así lo enseña San Pablo cuando dice que «los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los [perfectos] hijos de Dios» (Rm 8,14). Volviendo a los dos ejemplos:
La oración, por los dones del Espíritu Santo, se verá elevada a formas quietas y contemplativas, de inefable sencillez y luminosidad, en las que el orante apenas capta el paso del tiempo, no hace nada por sí mismo, y no se fatiga; es decir, es elevada a formas que transcienden ampliamente los modos naturales del entendimiento, modos naturales, laboriosos, fatigosos. Y la acción –por ejemplo, un perdón– ya no requiere ahora, bajo el régimen predominante de los dones, tiempo, reflexión, acumulación lenta de motivos, apaciguamiento gradual de las pasiones contrarias, sino que se produce sin esfuerzo ni especiales reflexiones, de un modo rápido y perfecto, por simple impulso divino, bajo la inmediata acción del Espíritu Santo, esto es, «al modo divino». Como dice San Juan de la Cruz, «Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente» (1Noche 7,5).
Virtudes y dones crecen simultáneamente, por obra del Espíritu Santo, de modo que el cristiano va participando cada vez más y mejor de la vida divina. Sin embargo, es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esa ascesis no está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones. Por eso San Juan de la Cruz, por ejemplo, enseña el camino ascendente de las noches activas como anterior e imprescindible preparación para las más altas ascensiones pasivas.
–Los dones del Espíritu Santo y la perfección cristiana
La necesidad de los dones para la perfección cristiana se deduce fácilmente de todo lo anteriormente expuesto. Y tras una larga tradición patrística y espiritual, que parte de la misma Escritura, es ésta una verdad que ha entrado en la enseñanza de muchos teólogos y en el Magisterio ordinario de la Iglesia.
Así León XIII: «El hombre justo, que ya vive de la vida de la gracia y que opera mediante las virtudes, como el alma por sus potencias, tiene ciertamente necesidad de los siete dones, que comúnmente son llamados dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente, estos dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de santidad; son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto» (Divinum illud munus 12).
Así el Catecismo de la Iglesia: los dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben» (1831).
Así Santa Teresa, cuando describiendo el crecimiento en la vida de oración (Vida 11-21), lo compara con cuatro modos de regar un campo: 1, sacando con cubos el agua de un pozo; 2, con una noria y arcaduces; 3, trayendo por canales el agua de un río o manantial; y 4, finalmente por la lluvia, el modo más perfecto. Describe, pues, una transición de virtudes a dones, de activo a pasivo, de ascética a mística. Por la lluvia «se riega muy mejor, que queda más harta la tierra de agua y no se ha menester regar tan a menudo, y es a menos trabajo mucho del hortelano; o con llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro, y es muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho» (11,7).
Así San Juan de la Cruz: Para llegar a la perfecta unión con Dios, «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones [al modo humano], nunca del todo ni con mucho puede, hasta que Dios lo hace en él [al modo divino], habiéndose él pasivamente» (1Noche 7,5; +3,3). Es decir, bajo la acción de los dones del Espíritu Santo, es como se produce la perfecta deificación del hombre: Ya «es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada… su negocio es ya sólo recibirde Dios, y así todos los movimientos de tal alma son divinos; y aunque son suyos [divinos], de ella lo son [también], porque los hace Dios en ella con ella que da su voluntad y consentimiento» (Llama 1,9).
Puede entonces el cristiano decir con toda verdad: «salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios» (2Noche 4,2). «Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle [Dios] el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino, unido con el divino. Y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor. Y la memoria, ni más ni menos. Y también las afecciones y apetitos, todos mudados y vueltos según Dios, divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo celestial y más divina que humana» (13,11). Todo «por obra del Espíritu Santo», gracias a sus maravillosos dones. (+P. Royo Marín, OP: Teología de la perfección cristiana n. 131).
–Navegar a remo o a vela
A Juan de Santo Tomás, OP (1589-1644), nacido en Portugal, formado en Atocha (Madrid) como dominico, profesor en Alcalá, confesor de Felipe IV– le debemos un muy apreciado comentario a la doctrina de Santo Tomás sobre los dones del Espíritu Santo (STh I-II,68). Su tratado de los dones forma parte del Cursus theologicus, que fue publicado después de su muerte. En este escrito expone una imagen muy elocuente para expresar la diversa operación de las virtudes y de los dones, que ha entrado en la tradición teológica:
En los dones del Espíritu Santo, «esta ilustración interior y gusto experimental de las cosas divinas y de los misterios de la fe enciende el afecto para lograr el fin de las virtudes de un modo superior al de las mismas virtudes ordinarias. Se sigue entonces una ordenación y norma superior, que es el mismo instinto del Espíritu Santo. Ella nos ordena al fin de la vida sobrenatural, causando una moralidad específicamente diversa a la producida por nuestra norma humana o racional, apoyada en nuestro propio esfuerzo y trabajo, como es distinto el modo con que avanza una nave por el esfuerzo de los remeros que cuando el viento hincha sus velas y la empuja por encima de las olas, aunque en ambos casos se encamine hacia el mismo término. “El Señor vio a sus discípulos remar con gran fatiga” (Mc 6,48). Porque se avanza con gran trabajo en el camino de Dios cuando uno es conducido solamente por el esfuerzo y habilidad propios, mediante las virtudes ordinarias. Mas cuando el Espíritu Santo llena interiormente la inteligencia y conduce por su norma, entonces se corre sin trabajo, se dilata el corazón como las velas que se hinchan al soplar el viento. Por eso dice el salmo: “correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón” (118,32); y “tu Espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana” (142,10)» (Naturaleza de los dones n.29; p. 166-167).
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo; don, en tus dones espléndido, luz que penetras las almas, fuente del mayor consuelo. Concede tus siete dones, y danos tu gozo eterno.
José María Iraburu, sacerdote
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