–¿No puede haber algo de pelagianismo en buscar la fortaleza?
–Si se busca la fortaleza como virtud y don del Espíritu Santo, no hay peligro. Hay humildad.
2. El don de fortaleza
–Sagrada Escritura
En el Antiguo Testamento, los fieles captan espiritualmente a Dios como una fuerza inmensa e invencible, como una Roca, y al mismo tiempo como Aquél que es capaz de confortar a sus fieles comunicándoles una fortaleza inexpugnable.
«Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Sal 17,2-3). «El Señor es mi fuerza y escudo; en Él confía mi corazón. El Señor es fuerza para su pueblo, apoyo y salvación para su Ungido» (27,7-8).
Los que tienen fe en Dios, a lo largo de sus vidas, pasarán por muchas y graves pruebas, pero siempre serán fortalecidos por la infinita fuerza del Espíritu:
Los creyentes, «gracias a la fe, conquistaron reinos, administraron justicia, alcanzaron el cumplimiento de las promesas, cerraron la boca de los leones, extinguieron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, convalecieron en la enfermedad, se hicieron fuertes en la guerra […] Unos se dejaron torturar, renunciando a ser liberados, otros sufrieron injurias y golpes, cadenas y cárceles. Fueron apedreados, destrozados, muertos por la espada. Anduvieron errantes, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, desprovistos de todo, oprimidos, maltratados. El mundo no era digno de ellos, y tuvieron que vagar por desiertos y montañas» (Heb 11,32-38).
Así fue en el Antiguo Testamento, y así va a serlo más aún en el Nuevo. En efecto, los discípulos de Cristo necesitan ser muy fortalecidos por el Espíritu divino, pues al no ser del mundo, van a sufrir necesariamente la persecución del mundo. Es inevitable: «los que quieran ser fieles a Dios en Cristo Jesús tendrán que sufrir persecución» (2Tim 3,12). Está claramente anunciado por el Señor (Mt 5,11; Jn 15,18-21). Por tanto, en medio de los mundanos, que por su adoración a la Bestia mundana están más o menos sujetos al Maligno, los cristianos no pueden ser fieles a Cristo si no son especialmente fortalecidos por su Espíritu.
«Toda la tierra seguía maravillada a la Bestia… La adoraron todos los moradores de la tierra, cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero degollado… Y le fue otorgado [a la Bestia] hacer la guerra a los santos y vencerlos» (Ap 13). En realidad, quienes vencen son «los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17), pero su victoria sobre el mundo tiene necesariamente, como la de Cristo, la forma del martirio, cruz y muerte.
Si grande ha de ser en el cristiano la fortaleza espiritual para vencer la debilidad de su propia carne y las persecuciones del mundo, aún más ha de serlo para vencer las tentaciones del Demonio, especialista en desanimar –«no vas a poder; es imposible»–, en debilitar y entristecer. No olvidemos en esto que, como dice San Pablo, «no es nuestra lucha [única o principalmente] contra la sangre y la carne, sino contra los espíritus malignos» (Ef 6,12)
Por todo esto los cristianos, para sí mismos y para sus hermanos, han de pedir continuamente la fortaleza del Espíritu Santo, como lo hacían los apóstoles:
«No dejamos de rogar por vosotros y de pedir» al Señor, para que estéis «fortalecidos con toda fortaleza conforme a su poder esplendoroso, y así tengáis perfecta constancia y paciencia con alegría» (Col 1,9.11). «Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Vestíos de toda la armadura de Dios» (+Ef 6,10-18). «Estad, pues, alerta y vigilantes, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar. Resistidle fuertes en la fe, considerando que los mismos padecimientos soportan vuestros hermanos dispersos por el mundo» (1Pe 5,8-9).
Si la fuerza del cristiano no está en sí mismo, sino en el Señor, mayor será su fuerza espiritual cuanto más débil se vea, porque su debilidad le ayudará a apoyarse más en la fortaleza de Dios. Por eso Jesús le dice al Apóstol: «te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo la fuerza». Y el Apóstol confiesa en consecuencia:
«yo me glorío de todo corazón en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Yo me complazco en mis debilidades, en oprobios y privaciones, en persecuciones y en angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (+2Cor 12,7-10). «Yo todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Flp 4,13).
–Teología
El don de fortaleza es un espíritu divino, un hábito sobrenatural que fortalece al cristiano para que, por obra del Espíritu Santo, pueda ejercitar la virtud de la fortaleza con facilidad, prontitud y perfección, logrando así superar con invencible confianza todas las adversidades de este tiempo de prueba y de lucha, que es su vida en la tierra.
Cuando el Espíritu Santo activa en los fieles el don, el espíritu de la fortaleza, se ven éstos asistidos por la fuerza misma del Omnipotente, y superan con facilidad y seguridad toda clase de pruebas, sean internas o externas. Es entonces cuando los cristianos prestan con toda naturalidad servicios que exigen una abnegación heroica, y cuando soportan sin queja alguna la soledad, el desprecio, la marginación y toda clase de adversidades, ordinarias o extraordinarias. Todo lo aguantan con serenidad y paciencia, sin vacilaciones, con buen ánimo, sin alardes, con toda confianza y sencillez, casi sin darse cuenta de sus propias penalidades, absortos en los sufrimientos de sus hermanos; es decir, soportan sus propias penas con una facilidad sobrehumana. Y digo sobrehumana porque ya no es sólo la virtud de la fortaleza quien actúa en ellos, sino el don del Espíritu Santo.
La virtud moral de la fortaleza apoya al cristiano con el auxilio de la gracia divina, que de suyo, ciertamente, es omnipotente. Pero siendo una virtud, se ejercita al modo humano, es decir, según el discurso de la razón –a veces lento, complejo, laborioso, muy influido por los variables estados de su cuerpo y de su ánimo–, de tal modo que esta virtud no llega a quitar del alma en forma absoluta toda vacilación, y todo temor o angustia.
El don espiritual de fortaleza, en cambio, por obra inmediata del Espíritu Santo, al modo divino, de manera sobrehumana, aleja del alma todo miedo, le infunde un valor divino y una serenidad inviolable, de tal modo que puede pensar, decir o hacer cualquier cosa –todo lo que Dios quiera obrar en él– sin temblor alguno, y sin caer, por supuesto, en actitudes imprudentes, pues unido necesariamente al don de fortaleza está el don de consejo.
El don de fortaleza lleva, pues, a perfección el ejercicio de la virtud de la fortaleza, pero asiste también, evidentemente, a todas las demás virtudes –la paciencia, la humildad, la pobreza, la castidad, la obediencia, etc.–, de modo que, gracias a él, todas ellas puedan practicarse con prontitud, seguridad y perfección, sean las que fueren las circunstancias adversas.
Toda «la vida del hombre sobre la tierra es un combate» (Job 7,1): lucha contra sí mismo –la propia malicia y debilidad del hombre carnal–, lucha contra el mundo, lucha contra el demonio. Es un combate continuo, incesante, agotador, en el que ciertos desfallecimientos inoportunos, en determinados momentos cruciales, pueden causar enormes daños en la persona que los sufren y en los demás.
Pues bien, no podrá el cristiano salir victorioso de una batalla tan continua y terrible si Cristo Salvador –sin el cual nada podemos (+Jn 15,5)– no le comunica su fuerza, primero al modo humano, por la virtud de la fortaleza, y más tarde al modo divino, por el don de fortaleza.
–Jesús, doliente y fuerte
En toda la vida de Cristo se manifiesta la fortaleza sobrehumana del Espíritu , tanto en su dominio sobre los hombres –por ejemplo, cuando impide en Nazaret que lo precipiten de lo alto del monte (Lc 4,28-30)–, como en su señorío sobre la naturaleza –calmando, por ejemplo, la tempestad del lago (8,24-25)–.
Sin embargo, el espíritu sobrehumano de fortaleza se manifiesta en Cristo sobre todo en el momento de la Pasión, cuando mantiene el sí incondicional de su obediencia al Padre, aun experimentando sentimientos de «pavor, angustia», «tristeza de muerte», y aun llegando a «sudar sangre» del horror sentido (Mt 26,38; Mc 14,33; Lc 22,44). A tanto llegó el abismo del espanto, que «un ángel del cielo se le apareció para fortalecerlo» [sic] (Lc 22,43). ¡El Verbo eterno encarnado, el Primogénito de toda criatura, fortalecido por el Espíritu divino mediante una criatura!…
No nos escandalicemos de Jesús, agonizante de terror, sino adorémoslo muy especialmente en estas angustias suyas de muerte, por las que quiso bajar al fondo mismo del sufrimiento humano, manifestándonos al mismo tiempo en su debilidad extrema la infinita fuerza del Espíritu divino. No le digamos en Getsemaní, «vamos, Jesús, alegra esa cara, que un santo triste es un triste santo»… Quiso Dios que nuestro Señor y Salvador Jesucristo experimentara hasta el más doloroso y humillante sufrimiento de la condición humana..
De todos modos, no permite Dios normalmente que los discípulos de su Hijo, que son tan débiles, se vean hundidos en tales abismos de horror indecible. Y por eso los conforta eficacísimamente con su Espíritu, humanamente, por la virtud infusa de la fortaleza, o sobrehumanamente, por el don de fortaleza.
–Los santos
La fuerza sobrehumana del Espíritu, es decir, el don de fortaleza, se manifiesta también poderoso en los santos de Cristo. Él es el que sostiene durante años y años a los contemplativos en la soledad, el silencio y la vida penitente. Él es el que da fuerza a los confesores para testimoniar la verdad de Cristo, afrontando con toda paz exilios, desprestigios y marginaciones incontables. Él es el que asiste a tantos párrocos, misioneros, padres de familia, religiosos asistenciales, etc., para que en situaciones, a veces habituales, sumamente difíciles o en momentos de prueba extrema, mantengan un testimonio heroico de abnegación, fidelidad y caridad.
Sin duda, los más impresionantes ejemplos del don de fortaleza los hallamos en los innumerables mártires de la historia cristiana. Las Actas de los mártires son un álbum precioso en el que los efectos del don de la fortaleza se nos muestran en miles de imágenes fascinantes. Todos ellos, sostenidos por la fortaleza del Espíritu Santo, como los apóstoles, pasan por la angustia de pruebas extremas «con la alegría de haber sido hallados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
Santa Perpetua, cristiana egipcia, a poco de haber dado a luz, encerrada con sus hermanos cristianos en un sótano a oscuras del circo de Cartago, cuando le llegó la hora de ser arrojada a las fieras, le dijo a Sáturo, compañero en el martirio, y él lo puso por escrito: «Gracias a Dios que, como fui alegre en la carne, aquí soy más alegre todavía» (Actas Pepertua y Felicidad XII). Esa actitud sobrehumana no es sólo virtud, sino don del Espíritu Santo.
Lo mismo contemplamos en el martirio del diácono San Vicente, así descrito por San Agustín:
«Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el cuerpo del mártir y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan grande la dureza con que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad con que sonaban sus palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no fuera el mismo que sufría el tormento.
«Y es que, en realidad, así era: era otro el que hablaba por él. Así lo había prometido Cristo a sus testigos en el Evangelio al prepararlos para semejante lucha: “No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis. No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros” [Mt 10,19-20].
«Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría, pero era el Espíritu quien hablaba, y por estas palabras del Espíritu no sólo era redargüida la impiedad, sino también confortada la debilidad» (Sermón 276, 2).
No es preciso, sin embargo, que se dé el martirio sangriento para que el don de fortaleza resplandezca con toda su grandeza. En Santa Teresa del Niño Jesús, por ejemplo, podemos contemplar ese don del Espíritu en una de sus versiones más conmovedoras. Ella, por su naturaleza, no tenía nada de fuerte; más bien era una persona de poca salud y con una constitución psicosomática más bien débil y vulnerable.
Siendo niña, refería su madre en una carta, «coge unas rabietas terribles cuando las cosas no salen a su gusto, se revuelca por el suelo como una desesperada, creyéndolo todo perdido. Hay momentos en que la contrariedad la vence, y entonces hasta parece que va a ahogarse. Es una niña muy nerviosa» (Manuscritos autobiográficos A8r). Y ella misma dice de sí: «realmente en todo hallaba motivo de sufrimiento» (A4r). «Verdaderamente, mi extremada sensibilidad me hacía insoportable. Si me acontecía disgustar involuntariamente a alguna persona querida, lloraba como una Magdalena… Y cuando empezaba a consolarme de la falta en sí misma, lloraba por haber llorado. Eran inútiles todos los razonamientos; no conseguía corregir tan feo defecto» (A44v).
Tuvo, sin embargo, por gracia de Dios, una buena educación cristiana, concretamente en la virtud de la fortaleza. Su hermana Paulina, por ejemplo, le obligaba a veces, para que venciera el miedo, a quedarse sola de noche a oscuras (A18v).
De todos modos, así como hay casos en que las virtudes sobrenaturales se desarrollan en continuidad con la virtud natural de la persona –la sabiduría en Santo Tomás, por ejemplo–, hay casos en que las virtudes se acrecientan por contraste –por ejemplo, la mansedumbre en San Francisco de Sales, muy contraria a su temperamento primero–.
En el caso de Santa Teresita es indudable que su formidable fortaleza nace solamente de la gracia: primero ejercitada, por contraste, en actos de virtud muy intensos y frecuentes –ocasionados muchas veces por su propia debilidad natural–; más tarde, como don de fortaleza, como don sobrehumano del Espíritu Santo. Ella, a causa de su debilidad congénita, de ningún modo podía apoyarse en sí misma, y justamente por eso, apoyándose solamente en Dios, vino a hacerse sobrehumanamente fuerte. Estamos, como ya vimos, en plena lógica evangélica: «en la flaqueza llega al colmo la fuerza» (2Cor 12,9). El paso que, por obra del Espíritu Santo, da Santa Teresita de la mayor debilidad a la fortaleza espiritual más formidable es verdaderamente impresionante. Ella misma se admiraba.
Antes, « en todo hallaba motivo de sufrimiento. Exactamente todo lo contrario de lo que me pasa ahora, pues Dios me ha concedido la gracia de no apenarme por ninguna cosa pasajera. Cuando me acuerdo del tiempo pasado, mi gratitud se desborda en mi alma, viendo los favores que he recibido del cielo. Se ha operado en mí tal cambio, que ni yo misma me reconozco» (A43r).
Por obra del Espíritu Santo se ha producido este cambio, al modo humano de las virtudes, primero, y por el don de fortaleza finalmente, ya de perfecto modo divino. Ella misma lo entiende así, e incluso refiere con detalle cuándo exactamente y cómo el Espíritu divino despertó en ella para siempre el don de la fortaleza:
«Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento. Y el milagro lo realizó el día inolvidable de Navidad… La noche en que Él se hace débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas. Desde aquella noche bendita nunca más fui vencida en ningún combate. Por el contrario, marché de victoria en victoria … Se secó entonces la fuente de mis lágrimas… Fue el 25 de diciembre de 1886 [a los trece años de edad] cuando se me concedió la gracia de salir de mi infancia; en otras palabras, la gracia de mi total conversión… Teresa ya no era la misma; Jesús había cambiado su corazón» (A44v-45r).
Por otra parte, es preciso señalar que la fortaleza sobrehumana de Santa Teresita nace fundamentalmente de su amor a Cristo crucificado. Ya en la primera comunión, el Espíritu Santo le inspira un gran amor al sufrimiento, y le lleva a hacer suya aquella petición de la Imitación de Cristo: «¡oh Jesús, dulzura inefable, cámbiame en amargura todos los consuelos de la tierra!». Y esto lo realiza ella más en forma donal que virtuosa:
«Esta oración brotaba de mis labios sin el menor esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla no por propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo» (A36rv).
Ya en el Carmelo, crece más y más su fortaleza en el Espíritu, aumentado así su deseo y su capacidad de participar en la cruz de Cristo. En el Proceso ordinario para la beatificación de Teresa, su hermana Sor Genoveva, al considerar la virtud de la fortaleza, habla largamente de la fortaleza espiritual de la Sierva de Dios:
«En ninguna ocasión se proporcionó a sí misma alivios o ayudas fuera de los que le ofrecían espontáneamente, sin adelantarse ella a pedirlos… Desde muy pequeña había adquirido la costumbre de no desperdiciar las pequeñas ocasiones de mortificarse… Y en el Carmelo, sus hábitos de mortificación se extendieron a todas las cosas. Noté que nunca preguntaba noticias… En el refectorio, aceptaba sin quejarse jamás que le sirviesen las sobras de la comida. Nunca apoyaba la espalda, no cruzaba los pies, siempre se mantenía derecha… No admitía nada que se pareciese a comodidad y desenvoltura mundanas. A menos que una gran necesidad lo exigiese, no se enjugaba el sudor, porque decía que hacerlo era señal de que se tenía demasiado calor y una manera de hacerlo saber…
«A propósito de los instrumentos de penitencia… me dijo: “juzgo que no vale la pena hacer las cosas a medias. Yo tomo la disciplina para hacerme daño, y deseo hacerme el mayor daño posible"… Durante el invierno, a pesar de los numerosos sabañones que le hinchaban considerablemente las manos, rara vez la vi mantenerlas ocultas» para protegerlas del frío.
El espíritu de fortaleza, sin embargo, se manifestó en ella sobre todo soportando inmensas penas interiores. En el mismo Proceso, el P. Godofredo Madelaine, abad premonstratense que tuvo con la santa relación de conciencia, subraya «el verdadero martirio» que, sobre todo en algunas épocas, pasó Teresa a causa de los escrúpulos, las dudas de fe y las Noches del sentido y del espíritu:
«Sufrió además un martirio de amor, que me siento incapaz de describir, pero en cuyo contexto la sola idea de ofender a Dios le causaba indecible tormento [don de temor]. Y a todas estas pruebas se añadía un estado habitual de aridez y desamparo interior. Pues bien, lo que siempre me pareció extremadamente notable fue su fortaleza de ánimo para soportar todas estas penas [don de fortaleza]. Su alegría, su buen humor, su amabilidad para con todos eran tan constantes que, en la comunidad, nadie sospechaba lo mucho que sufría».
La débil Teresita, por el amor al Crucificado, por su deseo de participar más en la obra de la Redención, ha venido a ser la mujer fuerte: «Jesús me hizo comprender que quería darme las almas por medio de la cruz. Y así mi anhelo de sufrir creció en la medida que aumentaba el sufrimiento» (A69v). Ahora, según lo había pedido en su primera comunión, «mi consuelo es no tenerlo en la tierra» (B1r). La invencible fortaleza de Teresita es la Cruz de Cristo.
Poco antes de morir, escribe en algunas cartas: «El sufrimiento unido al amor es lo único que me parece deseable en este valle de lágrimas» (Cta. 253: 13-II-1897). «Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra» (254: 14-VII-1897). «He encontrado la felicidad y la alegría aquí en la tierra, pero únicamente en el sufrimiento, pues he sufrido mucho aquí abajo. Habrá que hacerlo saber a las almas… Desde mi primera comunión, cuando pedí a Jesús que me cambiara en amargura todas las alegrías de la tierra, he tenido un deseo continuo de sufrir. Pero no pensaba cifrar en ello mi alegría. Ésta es una gracia que no se me concedió hasta más tarde» (Últimas conversaciones 31-VII-1897,13).
Y el mismo día de su muerte: «Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrir es una gran verdad… Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor» (ib. 30-IX-1897).
–Disposición receptiva
El don de fortaleza ha de ser pedido al Espíritu Santo, y ha de ser también procurado especialmente por virtudes y ejercicios espirituales como éstos:
1. Amar a Jesús crucificado, y querer tomar parte en su Cruz, para completar «lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
2. Aceptar todas y cada una de las penas de la vida, con sumo cuidado,tengan origen bueno o malo, digno o indigno, propio o ajeno:
«Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi vida, que a todo diré que sí. ¿Qué queréis hacer de mí?» (Sta. Teresa, Poesías).
3. Procurar mortificaciones para sujetar siempre el cuerpo y el espíritu a la voluntad de Dios.
4. Nunca quejarse de nada. El santo Cura de Ars lo tenía muy claro: «un buen cristiano no se queja jamás». Demasiado bien nos trata Dios en su providencia, llena de bondad y misericordia (Sal 102). Es decir, se prohíbe terminantemente la queja-protesta, aunque se permita moderadamente la queja-llanto, como también se la permitió el mismo Cristo (+Jn 11,33-35).
5. Obedecer con toda fidelidad. Muchas cosas, que para nosotros son imposibles, que no podríamos hacer por iniciativa propia, podemos hacerlas por obediencia cuando nos son mandadas. Así se lo dice el Señor a Santa Teresa de Jesús: «hija, la obediencia da fuerzas» (Fundaciones, prólg. 2).
José María Iraburu, sacerdote
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