
–Qué cosa. Todo lo purifica y eleva Jesucristo…
–Es su misión. “Todo fue hecho por Él y para Él, y todo subsiste en Él” (Col 1,16-17).
–El Espíritu Santo edifica la Iglesia
De nada nos hubiera servido a los hombres la encarnación del Hijo de Dios, la predicación de su luminoso Evangelio, su muerte sacrificial en la Cruz y su resurrección y ascensión a los cielos, si toda esa obra grandiosa de reconciliación entre Dios y los hombres si no se hubiera visto consumada en Pentecostés, por la comunicación del Espíritu Santo prometido. Sin Él, ni siquiera alcanzaríamos a tener la fe. El Hijo, enviado por el Padre y ahora vuelto él, ha cumplido su misión. Y el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, realiza su misión en la Iglesia a lo largo de los siglos, hasta la plenitud escatológica.
El Espíritu Santo viene en Pentecostés «para llevar a plenitud el Misterio pascual», es decir, la obra redentora de Cristo (Pref. Misa Pentec.). Nuestro Señor Jesucristo, antes de padecer, había anunciado todos estos misterios en la última Cena:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre. El espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros lo conocéis, porque permanece en vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros…
«Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros. Pero el Abogado, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,15-19.25-26).
«Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (15,26)…
«Os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré… Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no podéis comprenderlas ahora. Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, él os conducirá hacia la verdad completa… Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer» (16,7.12-14).
–El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia
San Agustín dice de la tercera Persona divina: «lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Serm. 187 de temp.).
Y esa intuición contemplativa y teológica entra para siempre en la tradición católica (Sto. Tomás, In Col. I,18, lect.5; «corazón» del Cuerpo, STh III,8,1; León XIII, Divinum illud 8; Pío XII, Mystici Corporis, Denz: 3808; Vaticano II, LG 7g, en nota; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem 25).
San Juan Pablo II precisaba este enseñanza en una Audiencia general (28-XI-1990):
«El Espíritu Santo, “alma de la Iglesia”, “corazón de la Iglesia”: es un dato hermoso de la Tradición, sobre el que conviene investigar (3). Es evidente que, como explican los teólogos, la expresión “el Espíritu Santo, alma de la Iglesia” se ha de entender de modo analógico, pues no es “forma sustancial” de la Iglesia como lo es el alma para el cuerpo, con el que constituye la única sustancia “hombre”. El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia, íntimo, pero transcendente. Él es el Dador de vida y de unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad eficiente, es decir, como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi. Lo hace notar el Concilio, según el cual Cristo, “para que nos renováramos incesantemente en él (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano» (LG 7)» (4).
1. Unifica la Iglesia
Cristo «entrega su espíritu» en la cruz para ganar al precio de su sangre la unidad de la Iglesia. Para eso precisamente murió Jesús por el pueblo, «para reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos» (Jn 11,51-52). Así es como forma «un solo rebaño y un solo pastor» (10,16).
El Padre y el Hijo son uno (Jn 10,30), aunque personalmente son distintos; y el Espíritu Santo, distinto de ellos en la persona, es el lazo de amor que los une. Pues bien, la unidad de la Iglesia ha de ser una participación en la vida de Dios, al mismo tiempo trino y uno. Así lo quiere Cristo: «que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros… Que sean uno, como nosotros somos uno» (17,21-22).
Y esa tan deseada unidad la realiza Cristo comunicando a todos los miembros de su Cuerpo un mismo Espíritu. «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo… y hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13). Gracias a la común donación del Espíritu Santo, formamos en la comunidad eclesial «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
Nuestra unidad eclesial es, pues, una unidad vital en la vida de Dios uno y trino, producida en todos nosotros por un alma única, que es el Espíritu Santo. Por nuestro Señor Jesucristo, «unos y otros tenemos acceso libre al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,18).Y «el que no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo» (Rm 8,9).
«Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu [Santo]. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor [Jesucristo]. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios [Padre], que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro la fe, en el mismo Espíritu; a otro don de curaciones, en el mismo Espíritu; a otro operaciones de milagros; a otro profecía, a otro discreción de espíritus; a otro, el don de lenguas; a otro el de interpretar las lenguas. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere» (1Cor 12,4,11).
La Iglesia, según eso, es un Templo espiritual en el que todas las piedras vivas están trabadas entre sí por el mismo Espíritu Santo, que habita en cada una de ellas y en el conjunto del edificio. Así lo entendía San Ireneo: «donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda su gracia» (Adversus hæreses III,24,1).
Por eso, herejías, cismas, pecados contra la caridad eclesial, y todo lo que introduce en la Iglesia división, sobre todo por algunos teólogos y obispos, son pecados directamente cometidos contra el Espíritu Santo. Y por eso hemos de ser muy «solícitos para conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados» (Ef 4,3-4).
La Liturgia católica nos enseña y recuerda constantemente el misterio de la unidad de la Iglesia.
Y lo hace especialmente en la Misa, pues precisamente en la Eucaristía, sacramento de la unidad de la Iglesia, es donde el Espíritu Santo causa la comunión eclesial. En la Misa, en la segunda invocación al Espíritu Santo, después de la consagración, pedimos al Padre humildemente que «el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo» (II Anáf. eucar.: +III; IV).

2. Vivifica la Iglesia
Todos los ciudadanos de un lugar forman, sin duda, una convivencia, una asociación más o menos unida por el amor social, más o menos cohesionada por la pretensión de un fin, el bien común de todos sus miembros. En un sentido estricto, sin embargo, no puede afirmarse que esa sociedad civil, así formada, constituya un organismo vivo.
La Iglesia, en cambio, constituye con plena verdad «un organismo vivo». En efecto, todos los que han sido «bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5) tienen «“un solo corazón y una sola alma” (4,32), porque el Espíritu Santo unifica y anima la Comunión de los Santos como único principio vital intrínseco de todos ellos (1943, Pío XII, enc. Mystici Corporis, Denz 3811).
A todos cuantos en el Bautismo hemos «nacido del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), Dios «nos ha salvado en la fuente de la regeneración, renovándonos por el Espíritu Santo, que abundantemente derramó sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador» (Tit 3,5). Así cumplió Cristo su misión: «yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
Y esa vivificación primera en el Espíritu crece y se afirma en el sacramento de la Confirmación, en la Penitencia, en la Eucaristía y, en fin, en todos los sacramentos. En todos ellos se nos da el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem, y en todos se nos manifiesta como «Espíritu de vida» (Rm 8,2). Y a través de todos ellos el Espíritu Santo nos conduce a la vida eterna, a la vida infinita.
En fin, como dice el Vaticano II, el Espíritu Santo «es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (+Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres muertos por el pecado, hasta que en Cristo resucite sus cuerpos mortales (+Rm 8,10-11)» (LG 9a).
3. Mueve y gobierna la Iglesia
En la Iglesia hay una gran diversidad de dones y carismas, de funciones y ministerios, pero «todas estas cosas las hace el único y mismo Espíritu» (1Cor 12,11).
El Espíritu Santo, por el impulso suave y eficaz de su gracia interior, mueve el Cuerpo de Cristo y cada uno de sus miembros. Él produce día a día la fidelidad y fecundidad de los matrimonios. Él causa por su gracia la castidad de las vírgenes, la fortaleza de los mártires, la sabiduría de los doctores, la prudencia evangélica de los pastores, la fidelidad perseverante de los religiosos. Y Él es quien, en fin, produce la santidad de los santos, a quienes concede muchas veces hacer obras grandes, extraordinarias, como las de Cristo, y «aún mayores» (Jn 14,12).
Pero también es el Espíritu quien, por gracias externas, que a su vez implican y estimulan gracias internas, mueve a la Iglesia por los pastores y profetas que la conducen. Aquel Espíritu, que antiguamente «habló por los profetas», es el que ilumina hoy en la Iglesia a los «apóstoles y profetas» (Ef 2,20). «Imponiéndoles Pablo las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y hablaban lenguas y profetizaban» (Hch 19,6-7; +11,27-28; 13,1; 15,32; 21,4.9.11).
Es el Espíritu Santo quien elige, consagra y envía tanto a los profetas como a los pastores de la Iglesia, es decir, a aquellos que han de enseñar y conducir al pueblo cristiano (+Bernabé y Saulo, Hch 11,24;13,1-4; Timoteo, 1Tim 1,18; 4,14). Igualmente, los misioneros van «enviados por el Espíritu Santo» a un sitio o a otro (Hch 13,4; etc.), o al contrario, por el Espíritu Santo son disuadidos de ciertas misiones (16,6). Es Él quien «ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios» (20,28). Y Él es también quien, por medio de los Concilios, orienta y rige a la Iglesia desde sus comienzos, como se vio en Jerusalén al principio: «el Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido» (15,28)…
Ven, Espíritu Santo, ilumina los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor.
José María Iraburu, sacerdote
Publicar un comentario