Ecce Homo (Tiziano) |
La liturgia del Viernes Santo nos sitúa directamente ante el gran misterio de la Cruz de Jesucristo.
En el Evangelio contemplamos al Señor en Getsemaní, apresado por una cohorte encabezada por Judas; lo vemos conducido ante el sumo sacerdote Caifás y, después de ser interrogado, recibir una injusta bofetada.
Después, en presencia de Pilato, el pueblo grita: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Jn 19, 6); a continuación, Jesús es azotado y coronado de espinas.
En la mañana del Viernes Santo, Pilato presentó a Cristo, torturado y humillado, ante el pueblo, diciendo: Ecce Homo “he aquí al hombre” (Jn 19,5). Unas horas después, sería crucificado.
En un famoso cuadro de Tiziano -el Ecce homo- se puede ver a Jesús, destrozado como hombre, pero que, sin embargo, trasluce su divinidad y belleza. Dios ha querido hacerse visible también en la vulnerabilidad.
En el padecimiento y quizá oscuridad de tantas personas que sufren en el mundo (ahora también por la pandemia del coronavirus) podemos contemplar a Cristo flagelado y coronado de espinas. San Juan Pablo II lo contemplaba así: “¡Es el hombre, todo el hombre, cada hombre en su ser único e irrepetible, creado y redimido por Dios (…) Ecce homo...!”.
Es verdad que sufrimos juntos, y hay tantas pruebas de solidaridad que lo muestran, pero en último término el dolor lo experimenta cada uno, a solas con Dios.
JESÚS, HERIDO Y MANSO, ES TAMBIÉN COMO UN ESPEJO, EN EL QUE NOS MIRAMOS
La soledad de Jesús mostrado al pueblo, recuerda a los enfermos que, por el aislamiento de estos días, mueren sin poder despedirse de sus familias y a otros que sufren la enfermedad en solitario. Jesús ante el pueblo probaba también la soledad. Su grito en la Cruz (“¿por qué me has abandonado?”), quizá comenzó antes con el silencio sereno del Ecce Homo.
Cristo presentado por Pilato al pueblo es también un icono de la dignidad humana maltratada. Hay una presencia misteriosa de Dios en el sufrimiento de toda persona. En el inocente que sufre por desastres naturales o por injusticias humanas, pero también cuando sufrimos a causa de nosotros mismos, principalmente por nuestros pecados. Pedimos a Dios que nos ayude, que nos salve. Él lleva sobre sí todas las consecuencias de los pecados de los hombres. Él es nuestra esperanza.
Jesús, herido y manso, es también como un espejo, en el que nos miramos. El Dios que es amor se muestra en las llagas de Cristo doliente.
Una especial presencia de Dios acompaña también a quien se entrega a los demás desinteresadamente, pues “donde está la caridad y el amor ahí está Dios”: Ubi caritas et amor, Deus ibi est! Hemos visto a tantas mujeres y hombres, que son como esos buenos samaritanos, figuras de Jesús, en los hospitales, en las residencias de ancianos, en las familias. Comprobamos que el individualismo y lo útil no tienen la última palabra. En una sociedad aparentemente autosuficiente, el Espíritu de Dios late en el corazón de muchas personas. De una manera o de otra, Dios siempre se hace presente en la historia y la fecunda de nuevo con amor.
La figura del Ecce Homo nos puede ayudar también a tomar más conciencia de que somos frágiles y a menudo indefensos ante muchos acontecimientos, como nos recordaba el Papa -desde esa plaza de San Pedro vacía- al hablarnos de aquella tormenta que revela nuestra fragilidad. Reconocer esta verdad sobre nosotros mismos nos puede ayudar a reconfigurar nuestra relación con Dios y con los demás.
El Evangelio sigue: Jesús carga el madero, es despojado de sus vestiduras y, aparentemente, también de su dignidad. En el momento de la crucifixión, el Señor dirige aquellas palabras procedentes de un salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46).
¿Por qué todo este sufrimiento? ¿Por qué la Cruz?
Aunque no podemos entenderlo del todo, la crucifixión nos revela que ahí donde parece haber sólo debilidad, Dios manifiesta su poder sin límites; donde vemos fracaso, derrota, incomprensión y odio, precisamente ahí Jesús nos revela el gran poder de Dios: transformar la Cruz en expresión de Amor y de Victoria.
En la epístola a los Hebreos, leemos que en el madero encontramos “el trono de la gracia, para alcanzar misericordia” (Heb 4,16).
Esta fue la vivencia de uno de los ajusticiados al lado de Cristo en el Calvario. El “buen ladrón” experimenta cómo la Cruz de Jesús se convierte en el lugar en el que se sabe perdonado y amado: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”, le dice el Señor (Lc 23, 43). En la Cruz oímos pronunciar la palabra “Paraíso”.
Cruz y paraíso. De instrumento de tortura, de violencia y de desprecio, la Cruz se transforma en medio de salvación, en símbolo de esperanza; se ha convertido en manifestación del amor infinito y misericordioso de Dios. San Josemaría explica que en el camino hacia la Cruz vemos cómo Cristo "se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor". Mirar al Crucificado es contemplar nuestra esperanza.
Nosotros también podemos contemplarlo, tomando un crucifijo en nuestras manos para, simplemente, mirar al Señor. El Papa Francisco nos ha invitado a “dejarse mirar por él en el momento en el que da la vida por nosotros y nos atrae a sí. El Crucifijo no nos habla de derrota, de fracaso; paradójicamente nos habla de una muerte que es vida, que genera vida, porque nos habla de amor, porque él es el Amor de Dios encarnado, y el Amor no muere, más aún, vence el mal y la muerte. El que se deja mirar por Jesús crucificado es re-creado, llega a ser una «nueva criatura»”.
¡Cuánta esperanza nos puede dar en estos momentos mirar el Crucifijo! Puede ser el mismo Crucifijo que tenemos en nuestra habitación o en otro lugar de la casa. Detenerse en silencio, mostrarle nuestras heridas interiores, nuestros cansancios, nuestras preocupaciones y ponerlas en sus manos.
Así experimentaremos el poder transformador del Amor de Dios, que en la Cruz abraza lo débil y lo llena de esperanza. Y nos convertiremos también nosotros en signo concreto del amor de Dios: en nuestras familias, en nuestras amistades, en todos los ambientes en que nos movamos… En cada uno de esos “lugares” podemos ser signo concreto de esperanza, si nos unimos a Jesús en la Cruz y abrimos con Él nuestros brazos a los demás.
Agradezcamos de modo especial, en el Viernes Santo, la misericordia divina que nos llega en el sacramento de la Penitencia. Precisamente en este periodo de más oración y penitencia, que es la cuaresma y la Semana Santa, muchas personas en todo el mundo no puedan acercarse a la Confesión.
En esta circunstancia tan peculiar, el Papa nos aconsejaba, hace unos días, a poner por obra lo que dice Catecismo de la Iglesia Católica sobre los actos de contrición[1]: "Si no encuentras un sacerdote para confesarte, habla con Dios, que es tu Padre, y dile la verdad: ‘Señor, he hecho esto, esto, esto... Perdóname’, y pídele perdón de todo corazón, con el acto de dolor y prométele: 'Me confesaré después, pero perdóname ahora'".
El Viernes Santo, la Iglesia dirige su atención hacia el Lignum Crucis, el árbol de la Cruz. En la liturgia rezamos:
«Adoramos tu Cruz, Señor, y alabamos y glorificamos tu santa Resurrección. Por el madero ha venido la alegría al mundo».
La Cruz irradia esperanza al mundo entero. Ahí vemos al Señor con sus brazos abiertos, dispuesto a acoger y curar nuestras debilidades. Y ahí vemos también a la Virgen María.
Tiziano, después del Ecce Homo, pintó La Dolorosa con las manos abiertas”. Durante años los dos cuadros colgaron, uno al lado otro, en la misma pared. Cuando el sufrimiento se presente en nuestra vida, al mirar a Jesús, nos sabremos también siempre acompañados por María. A ella le pedimos que nos ayude a permanecer cerca de la Cruz, para ofrecer esperanza a quienes nos rodean.
Fernando Ocáriz
Prelado del Opus Dei
Prelado del Opus Dei
[1] Números 1451 y 1452.
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