Lo estáis viendo. Ya no es lo que era. Este globero a duras penas consigue mantenerlo en el aire. En primavera traté de darle nueva vida y empecé con entusiasmo adolescente; pero ahora constato que, por mucho que sople, mis pulmones no tienen fuerza suficiente para hinchar este artefacto y hacer que vuele como en sus buenos tiempos.
Reconozcámoslo: tuvimos un pasado memorable y me siento orgulloso de haber capitaneado la nave durante doce años, pero debo abandonar ahora que estoy a tiempo. La decrepitud avanza, y a mi globo le empiezan a salir arrugas.
Hablando en serio: la jubilación me ha traído un incremento notable de trabajo y también una pérdida evidente de reflejos. No puedo quejarme: siempre quise llegar a viejo y, gracias a Dios, lo he conseguido sin demasiado esfuerzo. No me respondáis que estoy joven: sería un insulto. Me gusta la vejez y que me traten de usted hasta las aves del cielo. Sólo me tutean los niños de primaria, con los que abueleocada día en el cole.
Por tanto, de ahora en adelante quizá cuelgue un post cada semana. Aprovecharé el finde para reflexionar y para escribir con calma, gota a gota, sin prisas de reportero.
Ayer enterramos a José María Pérez Herrero, un hombre santo de 94 años, al que atendí hasta el último día de su vida. Fue probablemente la persona con más ímpetu apostólico que he conocido en estos últimos tiempos. Acercó a Dios a centenares de hombres y mujeres. Dio catequesis a niños, a adolescentes y a adultos; españoles e inmigrantes. Tuvo amigos de todas las clases, y sabía escuchar, sonreír, alentar y contagiar su fe y su amor a Dios.
Además fue un profesional de primera fila. Recibió la medalla al mérito civil, y trabajó al servicio de la administración del Estado durante muchos años.
Hoy llueve sobre Madrid. Otoño llora por fin. Es una buena noticia.
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