
–Señor nuestro Jesucristo, te adoramos y te bendecimos …
–pues por tu santa Cruz redimiste al mundo.
El Hijo divino se nos da por puro amor en Belén, en la Encarnación. Y consuma su entrega de amor en el Calvario, en la Cruz: «al final, extremadamente los amó» (Jn 13,1). «Tanto amó Dios [Padre] al mundo que le entregó a su Hijo único» (3,16).
—El gran misterio de la Cruz de Cristo
En «la doctrina de la cruz de Cristo» está la clave de todo el Evangelio (1Cor 1,18). La cruz es la suprema epifanía de Dios, que es amor. Por eso no es raro que la predicación apostólica se centre en la cruz de Cristo (1,23; 2,2). La cruz de Jesús es un gran misterio, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles; pero es fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos» (1,23-24).
–Gran misterio: una Persona divina llega a morir de verdad. Parece imposible, inconcebible. Pero es verdad: la segunda Persona de la Sma. Trinidad, el Hijo divino encarnado, experimentó la suprema humillación de de la cruz y de la muerte. En tal muerte ignominiosa los judíos incrédulos vieron la prueba de que no era el Hijo de Dios (Mt 27,43). Pero otros, como el centurión, por la cruz llegaron a la fe: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc 15,39).
–Gran misterio:el Padre decide la muerte de su Hijo amado. «El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1Jn 4,10). «No perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). ¿Cómo es posible que la suma abominación de la cruz sucediera «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23)? Sin embargo, ha sido así como «Dios [Padre] ha dado cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Mesías iba a padecer» (3,18). La cruz, sin duda, fue para Cristo «mandato del Padre» (Jn 14,31), y su obediencia hasta la muerte (Flp 2,8), fue una obediencia filial prestada al Padre (Mt 26,39). ¿A quién, si no?..
–Gran misterio: la obra más santa de Dios confluye con la obra más criminal de los hombres. En aquella hora de tinieblas, los hombres «matamos al Autor de la vida» (Hch 3,14-19; Mc 9,31), y de esa muerte nos viene a todos la vida eterna…
–Gran misterio: la muerte sacrificial de Cristo en la cruz es salvación para todos los hombres. ¿Cómo explicar esa causalidad salvífica universal de la muerte de Jesucristo? La Revelación, ciertamente, nos permite intuir las claves de tan inmenso enigma…
–La obra redentora de la Cruz
La cruz de Cristo es un sacrificio, una ofrenda cultual de sumo valor santificante. «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios» (Ef 5,2; +Rm 3,24-25; 5,9; 1 Cor 5,7).
La cruz de Cristo es sacrificiode expiación sobreabundante por los pecados del mundo. «El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). «El justo por los injustos»… (1Pe 3,18; +2,22-25; Rm 5,18; 2Cor 5,14-15).
La cruz de Cristo es reconciliación de los hombres con Dios. «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos» (2 Cor 5,19; +Col 1,20.22; 1Tim 2,5-6).
La cruz de Cristo ha sido nuestra redención. Al precio de la sangre de Cristo, hemos sido comprados y rescatados del pecado y de la muerte (1Cor 6,20; 1Pe 1,18; Mc 10,45; Jn 10,11). Jesús «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras» (Tit 2,14).
La cruz de Cristo es victoria sobre el Demonio, que nos tenía esclavizados por el pecado. «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31; +Col 2,13-15).
—El signo de la cruz
Cuando contemplamos el misterio de la cruz, vemos ante todo un signo doloroso, clavos, sangre, sufrimiento, abandono, humillación extrema, muerte. Y nos preguntamos ¿qué nos significa Dios con la suma elocuencia del Crucificado? ¿Cuál es la realidad que en el signo de la cruz se nos ha de revelar?…
–1. La cruz es la revelación suprema de la caridad, es decir de Dios, pues Dios es caridad, y a Dios nadie le había visto jamás (1Jn 4,8.12; Tit 3,4). Muchas cosas pueden revelar el amor –la palabra, el gesto, la ayuda, el don–, pero el signo más elocuente, el signo más inequívoco del amor es el dolor: mostrarse capaz de sufrimiento, de dolor extremo, pudiendo evitarlo, en bien del amado. «Nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Por eso, si alguno quiere conocer a Dios –en ese conocimiento que causa la vida eterna (Jn 17,3)–, que mire a Cristo, y a Cristo crucificado.
En efecto, Dios dispuso en su providencia la cruz de Cristo, para expresar-comunicar por ella en forma definitiva el misterio eterno de su amor trinitario. Esta es la realidad expresada en el signo de la cruz. No es raro, pues, que los santos no se cansen de contemplar la pasión de nuestro Señor Jesucristo. El signo de la cruz, alzado para siempre en medio del mundo, nos dice con su extrema elocuencia:
–Así nos ama el Padre. «Dios acreditó [demostró, garantizó, reveló] su amor hacia nosotros en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Ef 2,4-5). Mirando al Crucificado, ya nunca dudaremos del amor que Dios nos tiene, sea cual fuere su providencia sobre nosotros.
–Así Cristo ama al Padre, hasta llevar su obediencia al extremo de la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,8). Atención a lo que sigue: refiriéndose a su cruz, dice Jesús poco antes de padecer: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). Podría Cristo haber resistido y evitado la cruz (Mt 26,53-54; Jn 18,5-6.11); pero quiso entregarse «libremente», para revelar al mundo su amor al Padre, expresado en la obediencia a su mandato (10,17-18). Lo obedece totalmente porque lo ama totalmente.
–Así Cristo nos ama, hasta dar su vida por nosotros: se entrega por nosotros a la muerte como buen pastor (Jn 10,11), para darnos vida eterna, vida sobreabundante (10,10.28), para recogernos de la dispersión y congregarnos en la unidad (12,51-52). Jesús aceptó la cruz para así hacernos la suprema declaración de amor: «Nadie tiene un amor mayor…» (15,13).
–Así nosotros hemos de amar a Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas (Mc 12,30), como el Crucificado amó al Padre. Permaneceremos en el amor de Dios, si guardamos sus mandatos, como Cristo se mantuvo en el amor del Padre, obedeciendo su mandato (Jn 14,15.21-24; 15,10; 1 Jn 5,2-3).
–Así nosotros hemos de amar a los hombres, como Cristo nos amó (Jn 13,34). El que quiera aprender el arte de amar al prójimo, y quiera ponerlo en práctica, que contemple la cruz, que se abrace a la cruz. El palo vertical expresa el amor a Dios, y el horizontal el amor a los hombres. Solo así su amor será sincero y fuerte. Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16).
Cristo Crucificado es la proclamación máxima de la ley evangélica: amor a Dios, amor al prójimo. Y del amor extremo del Salvador crucificado nos viene el modelo y la fuerza para vivir ese amor que en la cruz nos enseñó y nos ganó.
—2. La cruz revela a un tiempo el horror del pecado y el valor de nuestra vida. Si alguno pensaba que nuestros pecados eran poca cosa, y que la vida humana era una sucesividad de actos triviales, condicionados e insignificantes, que mire la cruz de Cristo, que considere cuál fue el precio de nuestra salvación (1Cor 6,20).
Si alguno sospechaba que nuestra vida apenas tenía valor e importancia ante Dios, Señor del cielo y de la tierra, que mire la cruz de Jesús, y que se entere de que no hemos sido «rescatados con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo» (1Pe 1,18). Y que no piense tampoco que ese precio de amor Jesucristo lo entregó «por la humanidad» en general, pero no «por mí»; pues cada uno de nosotros puede y debe decir con toda verdad aquello de San Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
—3. La cruz es el sello que garantiza la verdadera espiritualidad cristiana. «No hay perdón sin derramamiento de sangre» (Heb 9,22). Si queremos ser discípulos de Cristo, hemos de tomar la cruz cada día (Lc 14,27). Y cuando nos enseñen un camino espiritual, fijémonos bien si lleva la cruz, el sello de garantía puesto por Jesús. Si ese camino es ancho y no pasa por la cruz sino que la rehuye, no es el camino de Cristo: el verdadero camino evangélico, el que lleva a la vida, es estrecho y pasa por puerta angosta (Mt 7,13-14).
* * *
—La glorificación del humillado
«El que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11;18,14). Cristo bendito no se mantuvo igual a Dios en gloria, sino que se abatió hasta el abismo de la muerte, y «por eso Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,5-11).
La glorificación del Humillado se produce en misterios sucesivos, profundamente vinculados entre sí. Y Cristo mismo, por su palabra, va iluminando previamente el significado de tales misterios: su muerte y resurrección (Lc 9,22), su ascensión a los cielos (Jn 20,17; Mt 28,7), la comunicación pentecostal del Espíritu Santo (Hch 1,4).
–La muerte en la cruz ya es el comienzo de la glorificación de Cristo. «Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique» (Jn 17,1). «Cuando sea alzado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (12,32); signo anticipado en la serpiente de bronce (3,14-15). La naturaleza se estremece y tiembla, se rasga el velo del Templo (Mt 27,51-54; Lc 23,44-49), muchos hombres, golpeándose el pecho, reconocen a Jesús (Mc 15,39; Lc 23,48).
Cristo, al morir, entregó al Padre su espíritu (Lc 23,46; Jn 19,30). Y el alma humana de Jesús es glorificada por el Padre inmediatamente, aunque todavía no su cuerpo. Ya anunció Cristo que pasaría «tres días y tres noches en el seno de la tierra» (Mt 12,40).
–El descenso al reino de los muertos, el «sehol» de los judíos, continúa glorificando al Humillado. «Muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu, en él fue a predicar a los espíritus que estaban en la prisión» (1Pe 3,18-19; +Ef 4,8-10). Un júbilo indecible ilumina el reino de las sombras. Cristo es ahora un muerto entre los muertos, y él es, para esperanza viva de todos ellos, «el Primogénito de los muertos» (Col 1,18). El es la puerta abierta que da paso al reino de la luz y de la vida: «Yo soy la puerta; el que por mí entrare se salvará» (Jn 10,9).
–La resurrección de Cristo es infinitamente gloriosa. Se cumplen en ella las profecías (Sal 15,10; Hch 2,27) y los anuncios del mismo Jesús (Mt 12,40; 28,5-6; Lc 9,22; Jn 2,19;10,17):… al tercer día, en el día siguiente al sábado.
No es la fe de los discípulos la que crea la resurrección del Maestro; es la resurrección de Jesús la que crea la fe de los discípulos. Estos, tras los sucesos del Calvario, estaban atemorizados y perplejos, y ni siquiera dieron crédito a los primeros testimonios de la resurrección (Mc 16,8-11; Lc 24,22-24). Incluso cuando ya se les aparece el Resucitado, «aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu», y es el mismo Cristo el que les habla, se deja ver y tocar, come ante ellos, para convencerles de la realidad de su resurrección (24,37-43; Jn 20,24-28).
Cristo resucitado está verdaderamente investido en alma y cuerpo de la gloria divina. Los apóstoles, a quienes fue dado ser «testigos oculares de su majestad» (1Pe 2,16), pudieron decir con toda razón: «Hemos visto al Señor» (Jn 20,24), «hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14); hemos visto, tocado y oído realmente al Verbo de la vida (1Jn 1,1); hemos «comido y bebido con él después de resucitado de entre los muertos» (Hch 10,40-41).
Después de su resurrección, Jesucristo tuvo un trato frecuente y amistoso con sus discípulos, «se dio a ver en muchas ocasiones, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios, y comiendo con ellos» (Hch 1,3-4). Pero esto modo de presencia había de terminar, como el mismo Jesús lo había anunciado: «Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28; +3,13).
—La ascensión de Jesucristo a los cielos se produjo «viéndole» los discípulos: «fue llevado hacia lo alto, y una nube lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,9; +Lc 24,50-51). La nube expresa la condición divina de Jesús (Dan 7,13-14). Mateo (17,1-6), Marcos (9,1-8) y Lucas (9,28-36) atestiguan la nube de la ascensión de Jesús resucitado, y nos aseguran que en la nube también, igualmente, volverá como Juez universal al fin de los tiempos (Mt 24,30-31; Hch 1,11). Cristo resucitado habita ahora en la gloria del Padre, totalmente celeste e invisible.
«El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (Ef 4,10). En adelante, se produce un cambio notable en la presencia de Cristo. El Resucitado que la Magdalena confunde con un hortelano (Jn 20,14-15), el compañero de camino de los de Emaús (Lc 24,13-31), el que hace fuego en la orilla y prepara el desayuno a sus amigos pescadores (Jn 21,1-14), es ahora el Cristo glorioso y mayestático, el Cristo lleno de fuerza y hermosura que describe el Apocalipsis (1,13-18; 5; 21,7-17): «El Señor Jesús fue elevado a los cielos y está sentado a la derecha del Padre» (Mc 16,19), «a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1,3; +Hch 2,33; 5,31; 7,56; 1 Pe 3,22; Ap 5,7).
Con tales palabras se quiere expresar que la humanidad de Jesucristo ha sido de tal manera glorificada que ejerce, sin limitación alguna, el poder divino sobre toda criatura del cielo y de la tierra (Mt 28,18). Cristo resucitado es el Rey del Universo, y precisamente desde esta plenitud de potencia envía a los apóstoles: «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (28,19).
–«Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús» (Hch 4,33). Ésta fue la Buena Noticia fundamental de la predicación apostólica (2,24.32; 17,31s; 1Cor 15,1-8). La idea de la resurrección era perfectamente extraña para los griegos, era algo increíble y ridículo (Hch 17,32), y entre los mismos judíos era un tema discutido: los saduceos negaban la resurrección, los fariseos creían en ella (23,8). Es Cristo resucitado quien nos asegura con certeza la Buena Noticia: hay otra vida; los muertos resucitarán en el último día.
Es el Padre quien resucita al Hijo, quien despierta al Hijo, dormido en la muerte (Hch 2,27-28; Rm 10,9; 1Tes 1,10), cumpliendo así lo que había prometido públicamente: «Yo le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28; +17,5). Ello significa que el Padre admite y recibe el sacrificio redentor de Cristo en la cruz. En efecto, el Padre entrega al Hijo salvador «toda autoridad en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Ahora Jesús, el hijo de María virgen, es el «Hijo, nacido de la descendencia de David, según la carne, Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de santidad después de la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor» (Rm 1,3-4).
Es el Padre quien «nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1Pe 1,3). Y nosotros contemplamos ahora «cual es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud, que él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos» (Ef 1,19-20; +Jn 1,12-13; 3,5-7; Ef 2,5-6; Col 2,13).
–En Pentecostés culmina la glorificación del Humillado, cincuenta días después de su resurrección. Todavía en la ascensión, el Cuerpo místico de Jesús –el conjunto de sus discípulos– es carnal («Señor ¿es ahora cuando vas a establecer el reino de Israel?», Hch 1,6). La glorificación de la Cabeza no es perfecta hasta que en Pentecostés el don del Espíritu Santo se difunde en todo su Cuerpo, que es la Iglesia (Jn 16,7). Ahora sí, y para siempre. El Humillado ha sido glorificado no sólo en sí mismo, sino también en los miembros de su Cuerpo, de su Esposa, en la Comunión de los Santos, en la Iglesia de Oriente y Occidente, una, santa, católica y apostólica.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– La devoción a Cristo crucificado en la tradición de la Iglesia puede verse en la antología de textos La Cruz gloriosa (J. M. Iraburu, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2013, 65 pgs. A4). O en el blog mío Reforma o apostasía (137-158).
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