Lo bello y lo sublime
Lo bello es el esplendor de una forma perfecta, mientras que lo sublime reside en el sentimiento que produce la presencia de lo grandioso, evocador de algo infinito, desmesurado, ilimitado. El placer de lo portentosamente imperfecto. Si los atardeceres son bellos, lo son en primer lugar porque esas horas crepusculares resaltan las formas silueteadas de las cosas. Aunque haya sido explotado ad nauseam por la industria de la reproductividad técnica, el espectáculo conserva el aura del primer día de la creación. El sol vespertino, que el ojo humano ve ahora más grande que cuando reinaba en lo alto, ya no es como antes un sol de justicia sino un sol de misericordia. El mundo, suavemente cambiante, se lentifica y convida a pensar con indulgencia sobre uno mismo y los demás. «Al atardecer de la vida nos examinarán del amor», dijo el autor del Cántico espiritual. Al mismo tiempo, la luz tornasolada presta una nueva profundidad a los objetos, que adquieren sombra, y a nosotros nos concede una extraña lucidez de duermevela: ya dijo Hegel que al caer de la tarde levanta el vuelo la lechuza de Minerva (...)
El atardecer posee la belleza de la forma, posee con más motivo la belleza de la luz, pues sobre todo es resplandor y claridad. Cuando el sol se pone –ese ojo incandescente, ese huevo pitagórico, esa decoración futurista–, el cielo, convertido en un murmullo de brasas, se enriquece con una variedad de tonalidades templadas, de una elegancia natural. El ocaso ilumina sin quemar y dora el aire con un hálito tibio. Tan grandioso es el portento lumínico –ese «rosicler divino» del verso de Góngora– que la belleza, aunque cotidiana, repetitiva y previsible, se hace sublime. Y sublime, según Kant, es aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña. Por eso cuando vemos atardecer sentimos nuestra parvedad consustancial y tomamos conciencia de nuestra mortalidad inevitable. Belleza y muerte.
Javier Gomá
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