"¡Concilio, concilio, concilio!".

Esta ha sido la voz de los Papas desde que acabó, allá por 1965. Una voz que, por demostrado, cada vez ha significado menos en la vida de los católicos; hasta el punto de que, como es patente, cada vez más el mundo occidental, “el mundo de las democracias liberales” -único “aire” que “se concede” respirar al conjunto de sus “ciudadanos."; y claro: todos “contagiados", cuando no “muertos"-, los católicos, prácticamente, han desaparecido.

Y muchos de los que aún se declaran tales, se han desvirtuado tanto, tanto, tanto…, que no intentan ni siquiera aparentarlo. El “pusillus grex” que queda, a pesar de los pesares, es tan mínimo que, prácticamente, casi ni se ve: más bien hay que imaginarlo…, para no caer en el desaliento.

Pero lo hay. Y por un solo “justo” que haya, el Señor hace lo que haga falta hacer.

Me refiero funtamentalmente a los pontificados de san Juan Pablo II y de Benedicto XVI, Papa Emérito actualmente. Por supuesto, también el papa Francisco lo ha dicho; pero, aun usando las mismas palabras, en él ya no significan lo mismo, ni de lejos: todo es, o “jerga para iniciados", o tan “novedoso” que no se le entiende casi nada; y menos cuando no explica a qué se refiere, o qué pretende decir con esos modismos. Y así estamos.

San JP II intentó que calase. Pero se quedó prácticamente solo en el empeño: el vacío que se le hizo en el seno de la misma Iglesia Católica fue de juzgado de guardia. Y a Benedicto XVI no es que le pasase lo mismo: ¡es que no pararon hasta que le echaron, prácticamente “a patadas"!

Pablo VI, que también lo dijo y se empeñó en ello hasta desgañitarse y perder el sentido, acabó gritando “¡No es esto, no es esto!” -lo tomo prestado de Ortega, creo-, para luego pasar a denunciar directamente lo del “humo de satanás”. Que lo vio. No lo imaginó. Y lo vio, llenando la Iglesia. Sofocándola.

Pero era el que menos pudo llamarse a engaño; porque, durante el Concilio, fue la voz de la “derecha eclesiástica", el “lado oscuro de la progrez eclesial", que pretendía -entre otras cosas-, que la Iglesia respirase o acabase respirando por las “narices” de la Acción Católica italiana, en su “diálogo con el mundo". AC que acabó, tras unos primeros años de euforia, y unos largos años de dominio político en Italia, tan descristianizada como la misma Iglesia. No pudo ser de otra manera, como es bien comprensible.

¿Qué pretendía JP II con lo de “Concilio, concilio, concilio”? Se podría responder de distintas maneras, por supuesto. Pero yo voy a referirme a un tema que, además de parecerme capital para la vida de la Iglesia, especialmente tras el Concilio, en este Papa y en Benedicto XVI, -aunque, repito, eclesialmente no se les hizo ni caso-, adquiere un lugar preeminente. Porque lo es.

De las pocas cosas aprovechables del CV II, una que sobresale por méritos propios, a nivel doctrinal y a nivel teológico, cuasi como una afirmación dogmática de pleno nivel, y muy por encima del ecumenismo, de los hermanos separados o por separar, y demás temáticas, es “la llamada universal a la santidad”: con especial incapié en sus miembros laicos.

En sacerdotes y, más aún, en los religiosos, estaba clarísimo que era lo más específicamente suyo. Solo que, de “específico", había pasado a “exclusivo", dejando a los “católicos de a pie", la inmensa mayoría del Pueblo de Dios, como de “tercera regional": “católicos, sí, pero bastante menos".

¿Por qué se decantó el Concilio por esta afirmación que rompía un “silencio", tan sorprendente como clamoroso, desde hacía más de XVI siglos? Seguramente convergieron dos cosas: el gran prestigio que havía alcanzado la vida religiosa -frailes y monjas, primero; más tarde, otras formas de entrega total a Dios; apartándose todas ellas del mundo, y apoyándose también en los votos de Castidad, Pobreza y Obediencia, como seguimiento e imitación de Cristo-, junto al poco “prestigio", social, cultural y religioso, del clero secular.

Dios, que sabe más y que tiene sus tiempos, modos y maneras, quiso precisamente que el Concilio lo rescatara, lo bendijera y lo proclamara, solemnemente, a los cuatro vientos: porque, en la Iglesia, no se podía estar así por más tiempo. No solo hacía falta: urgía, dado lo que se avecinaba.

Son las cosas que tiene el Espíritu Santo. Quizá por eso no le hicieron, desde la Jerarquía y desde otras realidades eclesiales, ni caso. Con las honrosas excepciones que alguien pueda aportar, que seguro las hay.

Personalmente, solo aportaría UNA: el Opus Dei. Por aquel entonces “Instituto secular", según el Derecho vigente -hoy, Prelatura Personal, también conforme a Derecho-, que se presentaba precisamente, en la Iglesia y ante el mundo, enarbolando esa bandera desde su fundación en 1928: “La llamada universal a la santidad”,

En la Iglesia se había perdido, o había quedado olvidada, o había quedado “empeñecida” en su aplicación, hasta el punto de que lo “universal” se había reducido a “particular": primero, era cosa de los religiosos; luego y en un segundo plano, de los sacerdotes, aunque con muchas excepciones; y luego…, casi nadie: solo alguna persona particular, muy particular, y que evidentemente había sido “mimada” por el Espíritu Santo: no llegaban ni a “habas contadas".

Contrastaba -rechinaba-, con el modo como se trataban entre sí los primeros cristianos: “os saludan los santos de aquí; saludad a los santos de allí”. Pero se había perdido: ¡cosas de la Iglesia hecha por los hombres!

Pero esta era la verdadera “solución” que la Iglesia y el mundo necesitaban para los tiempos que se avecinaban: en los que estamos. Esto sí era un “verdadero soplo del Espíritu Santo". A cuento de esto, sí venía lo de “Concilio, concilio, concilio”.

Esta llamada universal a la santidad, no se le caía de la boca a san JP II. En la última carta que nos escribió, Novo millenio ineunte, que fue como su testamento espiritual -os la recomiendo con fuerza-, insiste en ello, sin olvidarse de recordarnos que hay que decírselo a todos: a los niños, a los jóvenes,… a todos. Me asombra lo de “a los niños", pero ahí está escrito.

Y que se equivoca el católico que pretendiese que esa llamada no iba con él: que eso era para personas especiales y “selectas". Pues NO: es para TODOS los bautizados, por el hecho mismo del Bautismo.

Más bien, en la Iglesia se estuvo, y se está -hoy más que ayer-, en la sociología barata, en la psicología, en la connivencia con los poderes públicos -rendidos: no como antes, cantándoles las cuarenta, recordándoles que también son hombres y que deberán rendir cuentas a Dios-, en los pobres en sentido material -no como los llama y los trata Cristo, ni como los había acogido, tratado, enseñado y salvado siempre la Iglesia-, en todos con el mismo Dios, etc.

El resultado ha sido todo este erial en que se han “convertido” -ahora sí, desgraciada y trágicamente-, naciones enteras.

La verdad es que, de SANTOS a “sororos", hay un gran bajonazo; grande y también escandaloso. En esto ha quedado retratada la misma Iglesia y sus Instituciones. Por mor y manejos de los HOMBRES que las GOBIERNAN.

Pero ningún sororo va a darle la vuelta a todo esto. ¿Desde cuándo un ciego puede guiar a otro ciego? ¿No nos lo ha avisado el mismo Jesús?

A rezar por la Iglesia y sus hijos, con toda la urgencia y la intensidad de que seamos capaces.

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05:27

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