Ofresco un escrito de un humilde erudito inglés, anglicano de pensamiento católico: Lewis.

Clive Staples Lewis /klaiv steɪplz ‘lu:ɪs/ (BelfastIrlanda del Norte29 de noviembre de 1898OxfordInglaterra22 de noviembre de 1963), popularmente conocido como C. S. Lewis, y llamado Jack por sus amigos, fue un medievalistaapologista cristiano, crítico literario, novelista, académico, locutor de radio y ensayista británico, reconocido por sus novelas de ficción, especialmente por las Cartas del diablo a su sobrinoLas crónicas de Narnia y la Trilogía cósmica, y también por sus ensayos apologéticos (mayormente en forma de libro) como Mero CristianismoMilagros y El problema del dolor, entre otros.

Lewis fue un amigo cercano de J. R. R. Tolkien, el autor de El Señor de los Anillos. Ambos autores fueron prominentes figuras de la facultad de inglés de la Universidad de Oxford y miembros activos del grupo literario informal de Oxford conocido como los “Inklings“. De acuerdo a sus memorias denominadas Sorprendido por la alegría, Lewis fue bautizado en la Iglesia de Irlanda cuando nació, pero durante su adolescencia se alejó de su fe. Debido a la influencia de Tolkien y otros amigos, cuando tenía cerca de 30 años, Lewis se reconvirtió al cristianismo, siendo “un seglar muy común de la Iglesia de Inglaterra“.1​ Su conversión tuvo un profundo efecto en sus obras, y sus transmisiones radiofónicas en tiempo de guerra sobre temas relacionados con el cristianismo fueron ampliamente aclamadas.

En 1956 contrajo matrimonio con la escritora estadounidense Joy Gresham, 17 años menor que él, que falleció cuatro años después a causa de un cáncer óseo, a la edad de 45 años. Lewis murió tres años después de su esposa, en 1963, debido a una insuficiencia renal.

Las obras de Lewis han sido traducidas a más de 30 idiomas, y ha vendido millones de copias a través de los años. Los libros que componen Las crónicas de Narnia han sido los más vendidos y se han popularizado en el teatro, la televisión y el cine. Ejemplos de ello incluyen la serie de televisión de la BBC en 1988, la adaptación al cine de El león, la bruja y el armario en 2005, El príncipe Caspian en 2008, y La Travesía del Viajero del Alba en 2010. El éxito de estas últimas producciones ha llevado a iniciar los proyectos de adaptación de La Silla de Plata, y Cartas del diablo a su sobrino.

Lewis

De mosquitos y camellos

¡Guías ciegos que coláis el

 mosquito y os tragáis el camelo!

Mt. XXIII:24

Esta disertación nació de una conversación que mantuve con el Reverendo Kenneth Carey una noche del semestre pasado. Resulta que sobre una mesa había un libro de Alec Vidler y dadas las circunstancias no pude sino expresar mi parecer ante la clase de teología que contiene. Mi reacción fue apresurada y superficial, fruto de la libertad que sobreviene a una cena.[1] Una cosa llevó a la otra y antes de que pudiera refrenarme me encontré diciendo considerablemente más que lo que quería sobre esta clase de ideología que, hasta donde sé, domina en la mayor parte de las facultades de Teología. Fue entonces que me dijo: “¡Cómo me gustaría que viniera y le dijera todo esto a mis seminaristas!”. Desde luego, él sabía que soy extremadamente ignorante en la materia. Pero creo que tenía la idea de que convenía que ustedes se anoticien de cómo impresiona a un laico esta clase de teología. Aunque tal vez no tenga más que malentendidos para exponer esta noche, por lo menos debieran saber que tales malentendidos existen. Esta clase de cosas son fáciles de pasar por alto en el propio círculo de especialistas. Las inteligencias con las que uno habitualmente trata han sido condicionadas por los mismos estudios y opiniones prevalentes que uno mismo frecuenta. Y eso puede hacernos descarriar. Porque, claro, cuando se ordenen es con laicos que han de tratar. Ultimamente no se forman para otro propósito. El estudio propio de los pastores versa sobre ovejas, no (salvo accidentalmente), sobre otros pastores. Y ay de vosotros si no evangelizáis. No estoy tratando de enseñarle a mi abuela. Soy una de las ovejas, tratando de decirle a los pastores lo que sólo las ovejas pueden decirle. Y aquí empiezan mis balidos.

Hay dos clases de legos: los que carecen de educación y los que se han educado de alguna manera, aunque no sea como ustedes. Si se adhieren a los puntos de vista de Loisy, o Schweitzer o Bultmann o Tillich o aun el propio Vidler, no se me ocurre cómo habrían de encarar a los del primer grupo. Entiendo——y se me ha apuntado que así lo entienden ustedes——que no serviría de gran cosa decirles lo que realmente creen.

Es que estamos frente a una teología que niega la historicidad de prácticamente todo en los Evangelios——todo aquello que la cristiandad ha obstinadamente creído como hechos históricos durante casi veinte siglos. Esta teología, o bien niega ‘in toto’ y absolutamente cualquier fenómeno milagroso o, de manera más extraña aun, luego de tragarse el camello de la Resurección, se atosiga con los mosquitos de la multiplicación de los panes. Ofrecida semejante teología a las masas carentes de educación no puede sino producir uno de dos efectos. Lo convertirá en un Católico Romano o en un ateo. [2] No reconocerá al cristianismo en aquella teología. Si se obstina en adherir a lo que llama cristianismo, dejará esa Iglesia en la que lo que siempre ha creído como de fe cristiana ya no se enseña, y buscará donde todavía subsisten tales convicciones. Si se persuade con vuestra versión ya no se llamará más cristiano y ya no vendrá más a la Iglesia. Y dicho de un modo un poco brutal, los respetaría mucho más a ustedes si hicieran lo mismo. Un experimentado clérigo me ha dicho que la mayoría de los curas liberales, al enfrentarse con este problema han desempolvado aquella fallecida doctrina en boga entra algunos cuando el ocaso de la Edad Media acerca de “las dos verdades”: una verdad-imaginaria que puede ser predicada a la plebe y una verdad esotérica para uso de los clérigos iniciados. De tener que practicar semejante concepción, no creo que disfruten mucho con eso. Estoy seguro de que si tuviera que concitar verdades-imaginarias a un parroquiano bajo severa tentación o grandemente angustiado, mientras que al mismo tiempo yo mismo no creyera en ellas, me encontraría con sudor en la frente, la cara colorada y muy incómodo con el “clergy”. Mas aquel es vuestro dolor de cabeza, no el mío. Después de todo, ustedes usan otro tipo de cuello. Reclamo para mí el pertenecer al segundo grupo de legos: educado sí aunque no teológicamente educado. Y cómo se siente uno de ese grupo es lo que ahora he de decirles.

El socavamiento de la vieja ortodoxia ha sido trabajo principalmente de teólogos dedicados a la crítica del Nuevo Testamento. La autoridad de los expertos en tal disciplina es la autoridad a la que se nos pide deferencia y en nombre de la cual hemos de resignar enormes pedazos de creencias compartidas con la primera Iglesia, los Padres, la Edad Media, los Reformadores e incluso el s. XIX. Quiero explicarles qué cosa me vuelve tan escéptico en lo que a esta autoridad se refiere. Ignorante escéptico, cómo verán inmediatamente. Lo cierto es que resulta difícil perseverar en el estudio aplicado cuando no podemos suscitar prima facie una cierta confianza en nuestros maestros.

En primer lugar, entonces, sea lo que sean estos hombres en su capacidad de críticos de la Biblia, desconfío de ellos como críticos a secas. Me dan la impresión de carecer de juicio en lo que a literatura se refiere, que les falta percepción y acuidad respecto de la calidad de los textos que estudian. Parece una acusación extraña para formular respecto de quienes se han pasado la vida inmersos en aquellos textos, bien que ese mismo podría ser el problema. Un hombre que se ha pasado la juventud y madurez estudiando minuciosamente el Nuevo Testamento y otros textos en donde otros estudiosos se expiden sobre esos asuntos, cuya experiencia literaria de aquellos textos carece de un estándar de comparación como el que sólo puede fluir de una profunda y genuina experiencia de la literatura en general, está, me parece, muy expuesto a que las cosas más obvias se le pasen por alto. Si me dice que alguna cosa en el Evangelio es leyenda o romance, quiero saber cuántas leyendas y romances ha leído, cuán entrenado tiene el paladar para detectarlos por su sabor; no cuántos años se ha pasado rumiando sobre el Evangelio. Pero será mejor que ponga un par de ejemplos.

En lo que ya es un comentario muy viejo al Cuarto Evangelio he leído que una escuela lo considera un “romance espiritual”, un “poema, no una historia”, que ha de ser juzgado con los mismos cánones que la parábola de Natán, el Libro de Jonás, el Libro de Job,  “El Paraíso Perdido” o, más exactamente “El Progreso del Peregrino”. Después de que alguien dice semejante cosa ¿a cuento de qué leer lo que pueda decir acerca de cualquier otro libro del mundo? Observen que considera “El Progreso del Peregrino” como un cuento que no es más que un sueño y luego examina su naturaleza alegórica por razón de los nombres propios que allí ocurren. Noten que la entera panoplia épica de Milton no cuenta para nada. Pero si aun nos quedamos con el paralelo del libro de Jonás, la insensatez del crítico es crasa——Jonás, un cuento con tan pocas pretensiones de relatar hechos históricos como el de Job, grotesco en los incidentes y ciertamente no carente de una distintiva vena de típico humor judío (que no por eso deja de ser edificante). Ahora volvámonos a Juan. Lean los diálogos: el de la samaritana en el pozo, o el relato que sigue cuando se cura a un ciego. Contemplen los cuadros: Jesús (si se me permite decirlo así) garabateando con el dedo en el polvo; el inolvidable pasaje de XIII:30, “En seguida que tomó el bocado, salió. Era de noche”. Me he pasado la vida leyendo poesías, romances, literatura fantástica, leyendas y mitos. Sé cómo son. Sé que ni uno de ellos se parece a esto. Sobre este texto sólo caben dos posibilidades. O se trata de un informe——aunque bien podría incluir algunos errores——bastante preciso y fiel a los hechos (digamos, como la biografía de Boswell). O sino, estamos frente a un desconocido escritor del siglo segundo, del que no se le conocen antecesores ni sucesores y que repentinamente anticipó la técnica entera de la novelística moderna y realista. Si el relato no responde a la realidad, debería ser una narración de este tipo. El lector que no ve esto, sencillamente no aprendió a leer. Le recomendaría Auerbach. [3]

Aquí, tomado de “La Teología del Nuevo Testamento” de Bultmann, tenemos otro ejemplo: “Observen cómo la predicción de la Parusía (Mc. VIII:38) ocurre de modo incongruente con la predicción de la pasión (Mc. VIIII:31).” ¿Qué puede querer decir? ¿Incongruente? Pero ocurre que Bultmann cree que las predicciones sobre la Parusía son más antiguas que las de la pasión. Por tanto quiere creer——y sin dudas, cree——que cuando estas referencias ocurren en el mismo pasaje hay allí alguna discrepancia o “incongruencia”. No caben dudas de que aquí encaja clandestinamente sus preconceptos con escandalosa falta de percepción. Pedro ha confesado que Jesús es el Ungido. Ni bien pasado aquel relámpago de gloria y ya comienza una profecía oscura——que el Hijo del Hombre debe padecer y morir. Luego este contraste se repite. Entusiasmado momentáneamente por su confesión, Pedro da un paso en falso; sigue la aplastante reprensión de Cristo, “¡Apártate de mí!”. Entonces, pasando a través de la ruina en que (como tantas veces) se ha convertido Pedro, generaliza la enseñanza. Todos Sus seguidores deben tomar su cruz. La vida verdadera nada tiene que ver con este deseo de evitar sufrimientos, este reflejo de auto-conservación. Y luego, de modo más asertivo aun, la convocatoria al martirio. Debemos permanecer de pie, velando las armas. Si no lo reconocemos a Cristo ahora, El no nos reconocerá luego. Lógicamente, emocionalmente, imaginariamente, la secuencia es perfecta. Sólo un Bultmann podría pensar distinto.

Finalmente, del mismo Bultmann: “En la predicación (kerigma) de Pablo y Juan, la personalidad de Jesús no tiene importancia alguna… En verdad la tradición de la primitiva Iglesia ni siquiera de modo inconsciente quiso preservar un retrato de su personalidad. Cualquier intento de reconstruirlo no será sino un juego de la imaginación”. [4]

De modo que el Nuevo Testamento no nos presenta con ningún retrato de la personalidad de Nuestro Señor. Me pregunto por medio de qué extraño proceso este erudito alemán llegó a enceguecerse de tal modo que no ve lo que todos. ¿Y con qué evidencia contamos de que reconocería una personalidad si estuviera allí? Porque aquí se trata de Bultmann contra mundum.

Si hay algo que comparten todos los cristianos——e incluso muchos que no lo son——es la idea de que en los Evangelios se han topado con una personalidad. Existen personajes que sabemos que existieron históricamente pero que de algún modo sentimos que no conocemos personalmente——con los que no tenemos la impresión de haber tenido trato. Así, Alejandro Magno, Atila o Guillermo de Orange. Hay otros que no reclaman haber existido realmente pero a quienes sí presumimos conocer como si fueran personajes reales: Falstaff, el tío Toby, Mr. Pickwick. Pero sólo hay tres personajes que, a la vez que reclaman para sí la primera clase de realidad, también ostentan la segunda: el Sócrates de Platón, el Cristo de los Evangelios y el Johnson de Boswell. [5]

Que los conocemos se nota de cien maneras. Cuando leemos los evangelios apócrifos nos hallamos diciendo de este o aquel otro logion, “No. Son palabras muy finas, pero no son suyas, no le pertenecen. No hablaba así”——del mismo modo que nos ocurre con toda esa literatura pseudo-boswelliana. En modo alguno nos perturban los contrastes en cada personaje: la unión en Sócrates de tontas y escabrosas risitas acerca de la pederastia griega junto al más elevado fervor místico y el más llano sentido común; en Johnson, la profunda gravedad y melancolía junto a su gusto por la diversión y las bromas que el mismo Boswell no entendía y que en cambio Fanny Burns comprendía perfectamente; en Jesús, la perspicacia campesina, la intolerable severidad y la irresistible ternura. La impronta de su personalidad resplandece con tanta fuerza que¾¾aún cuando dice cosas que serían de una escandalosa arrogancia en cualquier otro¾¾son cosas que nosotros (y muchos infieles también) sólo podemos digerir sobre la base de que es el Verbo Encarnado mismo quien las dice. Las aceptamos porque creemos que El es quien lo dice¾¾por ejemplo que es “manso y humilde de corazón”. Incluso los pasajes en el Nuevo Testamento que superficialmente y en la intención se refiere exclusivamente a lo Divino, y menos explícitamente a su naturaleza humana, nos confrontan cara a cara con su personalidad. Y no sé si no hacen esto más en aquel tipo de pasaje que en los demás. “Hemos visto Su gloria,  gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad […] que hemos visto con nuestros ojos, que hemos contemplado, y que han palpado nuestras manos”. [6]  ¿Qué se gana con estas maniobras de evasión, esta intentona de disipar la conmovedora intimidad que sugiere el texto¾¾de diluir la impresión de contacto personal con toda esta monserga sobre “la significación que encontró la Iglesia Primitiva y que se vio impelida a atribuir al Maestro”? Esto es un cachetazo en la cara. No lo que se vieron impelidos a hacer, sino lo que los impelía.

Empiezo a temer que lo que Bultmann llama personalidad es lo que yo llamaría falta de personalidad: lo que uno obtendría en un artículo del Diccionario Nacional de Biografía o en un obituario o en una victoriana Vida y Correspondencia de Yashua Bar-Josef en tres volúmenes, con fotos.

Tal entonces, mi primer balido. Estos tipos me piden que crean que ellos saben leer entrelíneas en los textos antiguos; en cambio resulta evidente que no saben ni siquiera leer (en ningún sentido que valga la pena discutir) las líneas en sí. Presumen de ver un mosquito a diez yardas de distancia y no pueden ver al camello que tienen al lado.

A mi segundo balido, pues. Toda esta teología liberal implica en algún punto——y frecuentemente en todo tiempo y lugar——la idea de que la verdadera conducta, propósito y enseñanza del Cristo fueron prontamente mal interpretadas y mal representadas por Sus discípulos, y que recién con el advenimiento de los estudiosos modernos se han podido rectificar sus errores. Ahora bien, mucho antes de que me interesase por la teología me había topado con semejante teoría en otra parte. La tradición de Jowett todavía predominaba cuando estudié filosofía antigua. Se le hacía a uno creer que el verdadero sentido de los dichos de Platón había sido mal interpretado por Aristóteles y salvajemente falsificado por los neo-platónicos, y que su verdadero sentido recién se había recuperado con los estudiosos modernos. Y una vez recuperados, resultó que Platón (afortunadamente) no había sido más que un hegeliano inglés, un poco al modo de T. H. Green. Me encontré con esto una tercera vez en ocasión de mi carrera profesional: todas las semanas un estudiante aventajado, todos los cuatrimestres un aburrido tutor americano, descubre por primera vez el real significado de una obra de Shakespeare. Confieso que la revolución ocurrida en el pensamiento y los sentimientos de mis contemporáneos es tan grande que pertenezco, mentalmente, al mundo de Shakespeare mucho más que al de estos advenedizos intérpretes. Veo——lo siento en mis huesos, lo sé más allá de cualquier razonamiento——que la mayor parte de sus “lecturas” resultan virtualmente imposibles; implican un modo de ver las cosas que no se conocía en 1914, mucho menos en el período jacobino. Esta experiencia me confirma diariamente en mis suspicacias respecto de igual aproximación a Platón o al Nuevo Testamento. La sola idea de que cualquier hombre o escritor necesariamente debía resultarle opaco a sus contemporáneos, los que vivían en una misma cultura, hablaban la misma lengua, compartían la misma imaginería y reflejos inconscientes ——y que sin embargo el sentido de sus escritos resultan transparentes para aquellos que no cuentan con ninguna de estas ventajas, es, a mi juicio, disparatada. En esto hay un grado de improbabilidad a priori que prácticamente ningún argumento o evidencia podrían contrabalancear.

En tercer lugar, encuentro en estos teólogos un uso constante del principio de que lo milagroso no existe, no sucede nunca. De este modo, cualquier palabra que los viejos textos ponen en boca de Nuestro Señor, que, si realmente la hubiera dicho, constituiría una predicción del futuro, ahora se presume que fue interpolada después de que ocurrió el acontecimiento que parecía predecir. Esto resulta muy sensato si se parte de la base de que una predicción inspirada es cosa imposible. De igual modo y en general, el rechazo como a-histórico de todos los pasajes que incluyen milagros es también recurso muy consecuente si partimos de la base que lo milagroso en general jamás ocurre. Ahora bien, no es aquí donde quiero discutir si el milagro es un fenómeno posible o no. Sólo quiero apuntar que aquella es una cuestión puramente filosófica. Los estudiosos, en tanto estudiosos, hablan sobre eso sin más autoridad que cualquier otro. El canon “Si milagroso, no es histórico” es una regla con la que vienen armados antes de aplicarse al estudio de los textos. No es en los textos que lo aprendieron. Si uno habla de autoridad en esta materia, la autoridad uniforme de todos los exégetas bíblicos del mundo entero importa un jeme. En esto hablan sencillamente como hombres; gente obviamente influenciada por——y quizá insuficientemente críticos de——el espíritu del siglo en el que nacieron.

Pero mi cuarto balido——que es también el más sonoro y extendido——aún está por llegar.

Todo este tipo de crítica intenta reconstruir la génesis de los textos que estudia; qué documentos desaparecidos utilizó el autor, cuándo y dónde los escribió, con qué propósitos, bajo qué influencias——el entero Sitz im Leben del texto. [7] Esto se hace con enorme despliegue de erudición e ingenio. Y a primera vista es muy convincente. Creo que yo mismo me verría convencido por ella si no fuera que ando con un amuleto——la yerba moly——que me protege de  sus sortilegios. [8] Deberán excusarme si ahora quiero por un rato hablar por mí mismo. El valor de lo que diré está relacionado con el hecho de que se trata de evidencias de primera mano.

Lo que me protege de antemano contra estas “Reconstrucciones” es el hecho de que las he visto desde el otro lado del telescopio. En efecto, he visto como los que hacen recensiones de mis libros los Reconstruyen precisamente con este método.

Hasta que uno no pasa por la experiencia de tener que leer las recensiones de sus propias publicaciones no podría creer cuán poca crítica——stricto sensu——contienen: cuán poca evaluación, encomios o censura del libro en sí. La mayor parte de las recensiones se ocupan de historiar con la imaginación los procesos por los cuales uno pasó al escribir sus libros. Frecuentemente los términos mismos a los que recurren quienes hacen las recensiones se apoyan sobre las tales historias “reconstruidas”. Elogian determinado pasaje como “espontáneo” y censuran tal otro por “trabajoso”; esto es, presumen saber que uno escribió el primero currente calamo y el segundo, invita Minerva. [9]

Muy pronto en mi carrera descubrí lo que valen estas reconstrucciones. Había publicado un libro de ensayos; y en el que más había puesto el corazón el que más me importaba y en el que más agudo entusiasmo volqué fue uno sobre William Morris. Y prácticamente en la primera recensión que leí se me decía que obviamente este ensayo era el que menos me había interesado. Ahora bien, no se equivoquen. El crítico estaba, creo, perfectamente acertado en creer que era el peor ensayo del libro; por lo menos en eso todo el mundo estuvo de acuerdo. En lo que sí estaba enteramente equivocado fue cuando imaginó las razones de un ensayo tan aburrido.

¿Y bien? Aquella experiencia despertó mi atención. Desde entonces he observado con algún detalle similares historias imaginarias acerca de mis libros y de los libros de mis amigos cuya real historia yo conocía. Los que escriben recensiones, amistosas u hostiles, lo mismo da, nos regalan tales historias con enorme confianza; lo más campantes nos indicarán cuáles fueron los acontecimientos de repercusión pública que dirigieron la mente de un autor al escribir esto o lo otro, cuáles otros autores lo influenciaron, cuál había sido la intención primigenia en la obra, a qué clase de audiencia se dirigía, por qué——y cuándo——escribió… todo.

Pues bien, debo registrar mi impresión; luego, y de manera distinta, lo que puedo decir con certeza. Mi impresión es que en toda mi experiencia literaria, jamás, ni en un solo caso eran correctas estas adivinanzas; que el método se reveló como fracasado en un 100% de los casos. Uno creería quizá, aunque más no sea por azar, que de vez en cuando acertarían. Pero mi impresión es que no es así. No puedo recordar un solo caso en que la pegaron. Pero como no he conservado un registro cuidadoso de estas recensiones, mis impresiones pueden ser erróneas. Lo que sí creo poder decir sin temor a equivocarme es que habitualmente yerran.

Y con todo, frecuentemente suenan——si uno no conoce la verdad——extremadamente convincentes. En muchas recensiones se dijo que el anillo de la obra de Tolkien, El Señor de los Anillos, le fue sugerida por la bomba atómica. ¿Qué cosa no sería más plausible? Aquí tenemos que el libro se publicó cuando todos estaban preocupados con aquel siniestro invento; por lo demás en el centro del libro hay un arma que parece locura arrojar al vacío y sin embargo fatal si se usa. Sin embargo, la cronología misma del libro torna imposible esta teoría. Sólo la semana pasada un crítico dijo que un cuento de hadas escrito por mi amigo Roger Lancelyn Green había sido influenciado por mis propios cuentos de hadas. Nada más probable. Tengo un país imaginario donde reina un benévolo león; Green, un país donde reina un benévolo tigre. Se puede probar que Green y yo nos hemos estado recíprocamente leyendo nuestras obras y que hemos estado asociados estrechamente de diversas maneras. El caso de una filiación resulta considerablemente más fundado que el que aceptamos respecto de autores que ya murieron. Y sin embargo, es mentira. Conozco la génesis de aquel Tigre y de aquel León y son independientes entre sí. [10]

Ahora bien, todo esto nos debería hacer reflexionar. La reconstrucción de la historia de un texto, cuando el texto es antiguo, suena muy convincente. Pero no se puede negar que estamos navegando a ojo; los resultados no se pueden cotejar con hechos. Para zanjar la cuestión acerca de cuán consistente es el método utilizado, ¿qué mejor recurrir a los casos en que se usó y disponemos de los hechos para cotejar los resultados? Pues bien, eso es precisamente lo que he hecho. Y hemos concluido que, cuando tenemos acceso a los hechos, los resultados del método son siempre o casi siempre equivocados. Se puede asegurar que los “certeros resultados de la erudición moderna” en cuanto al modo en que un antiguo libro fue escrito, son “certeros” sólo porque los hombres que sabían cómo sucedieron las cosas están muertos y no pueden denunciar el fraude. Difícilmente los inmensos ensayos que intentan establecer la génesis de Piers Plowman y The Faerie Queen sean otra cosa que puros espejismos.

Pero entonces, ¿voy a animarme a comparar a cualquier mequetrefe que escribe una recensión en un semanario moderno con estos grandes eruditos que han consagrado sus vidas al escrupuloso estudio del Nuevo Testamento? ¿Si aquellos siempre se equivocan, se sigue que estos tampoco acertarán nunca?

Hay dos respuestas para esto. En primer lugar, si bien respeto la erudición de los grandes exégetas bíblicos, en modo alguno creo que su juicio pueda merecer igual consideración. Pero, en segundo lugar, consideren las ventajas con que cuenta quien escribe una recensión contemporánea. Reconstruyen la historia de un libro escrito por otro con quien comparte la lengua madre; viven en la misma época, fueron educados en iguales cánones, viviendo en algo así como un común clima espiritual y mental. Cuentan con todo esto para ayudarlos.

La superioridad de inteligencia y juicio que quieren atribuirles a estos críticos de la Biblia debería ser casi sobrehumana si de entrada y en todos los casos debieran arreglárselas sin acceso a las costumbres, lenguajes, características de raza y de clase, antecedentes religiosos, hábitos de composición, presunciones básicas de aquellas culturas. Y como fuera, ningún grado de estudio lo equiparará a lo que un contemporáneo mío sabe con certeza, íntima y seguramente, acerca de mi vida. Y por esto mismo, precisamente, los exégetas bíblicos, sean cuales fueren las reconstrucciones que intenten, nunca podrán ser enteramente refutados. San Marcos está muerto. Y cuando estos exégetas se encuentren con San Pedro seguramente tendrán que discutir acerca de otros asuntos considerablemente más urgentes.

Claro que uno podría decir que los que escriben estas recensiones son tontos en la medida en que intentan adivinar cómo otro autor escribió un libro en particular. Presumen que uno ha escrito un cuento como ellos tratarían de escribirlo; el hecho de que así lo intentarían explica por qué jamás produjeron cuento alguno.

¿Ahora bien, se encuentran en mejor situación los exégetas? El Dr. Bultmann nunca escribió un evangelio. ¿Acaso su experiencia de sabio especializado, meritoria sin duda, le otorga el poder de leer en las mentes de estos hombres que murieron hace mucho y que vivieron en lo que——desde cualquier punto de visto——fue la experiencia religiosa central de la raza humana? No constituye ninguna descortesía——él mismo lo admitiría——que en todos los sentidos está separado de los evangelistas por barreras considerablemente más formidables——espirituales tanto como intelectuales——que las que separan al que escribe recensiones sobre mis libros y yo.

Ahora bien, mi retrato de las reacciones de muchos legos ante estas escuelas estaría incompleto si no incluyese las esperanzas que secretamente abrigamos y las ingenuas reflexiones con las que a pesar de todo mantenemos un cierto optimismo.

Ustedes tienen que enfrentarse con el hecho de que en realidad no esperamos que la escuela teológica actualmente en boga perviva mucho tiempo. Los legos pensamos, quizá como una expresión de deseos, que la cosa entera pase de moda. He aprendido en otras disciplinas del saber cuán transitorias resultan los “certeros resultados de la erudición moderna” y cuán pronto dejan de ser, justamente, modernos. El confiado tratamiento que se le da al Nuevo Testamento ya no se emplea con los textos profanos.

Hubo un tiempo en que los estudiosos de literatura estaban dispuestos a cortar en una docena de pedazos la obra de Shakespeare, pongamos por caso Enrique IV, asignándole un autor distinto a cada sección. Ya no lo hacemos. Cuando yo era chico uno hubiera sido objeto de mofa si llegaba a sostener que Homero existió realmente: el triunfo de los desintegradores parecía completo. Y sin embargo hoy parecería que el subrepticio regreso de Homero es imparable. Aun la creencia de los antiguos griegos sobre sus ancestros de la antigua ciudad de Micenas y que incluso habrían hablado en griego, ha encontrado sorprendente respaldo en las más recientes investigaciones. Hoy podemos creer, sin por ello caer en desgracia, en la existencia histórica del rey Arturo.

En todas las disciplinas, excepto en Teología, se ha incrementado el escepticismo respecto del escepticismo. No podemos dejar de murmurar por lo bajo: multa renascentur quae jam cecidere. [11]

 Tampoco puede un hombre de mi edad olvidar cómo repentinamente la filosofía idealista de su juventud desapareció totalmente. McTaggart, Green, Bosquet, Bradley parecían entronizados para siempre¾¾sin embargo desaparecieron tan repentinamente como la Bastilla. Y lo interesante del caso es que mientras vivía bajo esa dinastía tenía reparos y objeciones que jamás me animé a formular. Eran tan endiabladamente obvios que tenía la impresión de que había algún malentendido en algún lugar: aquellos grandes hombres no podían haberse equivocado en asuntos tan elementales como los implicados en mis objeciones. Sin embargo, similares objeciones——en verdad que formulados de manera más consistente que lo que podría haber hecho yo——finalmente prevalecieron. Hoy constituirían la refutación básica del hegelianismo inglés. Si alguno de los presentes esta noche ha tenido similares dudas y tímidas objeciones acerca de los grandes exégetas bíblicos, tal vez no tiene por qué sentirse estúpido. Puede haber un futuro que ni se imaginan.

También podemos consolarnos algún tanto con el saber de nuestros colegas matemáticos.  Cuando un crítico reconstruye la génesis de un texto usualmente tiene que recurrir a lo que podríamos llamar hipótesis vinculadas. Así Bultmann dice que la confesión de Pedro es “un relato oriental proyectado retrospectivamente sobre la vida de Jesús”. La primera hipótesis es que Pedro jamás hizo semejante confesión. Luego, habiendo concedido esto, hay una segunda hipótesis acerca de dónde salió la falsa historia y como fue a parar al texto. Pues bien, supongamos——cosa que estoy lejos de conceder——que la primera hipótesis tiene una probabilidad del 90%. Y presumamos que la segunda también tiene igual porcentaje de probabilidad. Sin embargo, puestas por junto las dos hipótesis no tienen un 90% de probabilidad puesto que la segunda entra en juego sobre la base de que la primera es cierta. Aquí no tenemos A más B; tenemos un complejo AB. Y me dicen los matemáticos que AB sólo tiene un 81% de probabilidad. No soy lo suficientemente solvente en aritmética como para sacar la cuenta pero sí se ve claramente que si estamos frente a una reconstrucción en la que se suman varias hipótesis, cada una fundada en la anterior, nos hallaremos frente a un complejo en el que——aun concediendo muy alta probabilidad a cada una de las hipótesis——las probabilidades del total son casi inexistentes.

Con todo no hay por qué pintar un cuadro excesivamente negro. No somos fundamentalistas. Creemos que los distintos elementos que componen esta clase de teología tienen diferentes grados de verosimilitud. Cuanto más se adhieren a la mera crítica textual, de la vieja escuela, como la de Lachmann, más dispuestos estaremos a concederle crédito. Y por supuesto que estamos de acuerdo en que pasajes verbalmente casi idénticos no podrían ser independientes entre sí. Pero cuando nos alejamos de esto hacia reconstrucciones más sutiles y más ambiciosas nuestra confianza en el método comienza a flaquear. Y en la misma medida se afianza nuestra fe en el Cristianismo. La clase de afirmación que despierta nuestro más acentuado escepticismo es aquella del tipo que impugna alguna cosa del Evangelio como no histórica porque exhibe una teología o una eclesiología excesivamente desarrollada para esa fecha. Y esto porque semejante afirmación lleva implícito que, primero, hubo desarrollos en la materia, y, segundo, que sabemos cuán rápidamente evolucionaron. Incluso con esto se está implícitamente afirmando que hubo una extraordinaria homogeneidad y continuidad en el supuesto desarrollo: e implícito también en esto, que nadie pudo haberse anticipado a los demás. Todo esto parece requerir un conocimiento acerca de muchas cosas sobre un gran número de personas fallecidas hace mucho——después de todo, los primeros cristianos eran personas——conocimientos que, creo, muy pocos de nosotros habríamos podido tener aun si hubiésemos sido sus contemporáneos; me refiero a todos los vaivenes de las discusiones, a las distintas prédicas y a las experiencias religiosas individuales de cada cual. Por ejemplo, yo no podría hablar con igual confianza del círculo de conocidos en medio de los cuales he vivido. Ni siquiera podría describir la propia historia de mis ideas con la confianza con la que estos hombres detallan la historia de las ideas de los primeros cristianos. Y estoy absolutamente cierto que nadie podría. Supongan que un estudioso en el futuro supiese que abandoné el cristianismo cuando adolescente y también que en la misma época estudié con un tutor ateo. ¿Acaso este estudioso no dispone de mejor evidencia que la que tiene quien estudia la evolución de la teología en los dos primeros siglos del cristianismo? ¿Y no concluiría que mi apostasía fue por influencia de mi tutor? Sin embargo se equivocaría. Lamento una vez más tanta autobiografía. Mas una sesuda reflexión acerca de los hechos improbables——medidos en términos históricos——que asuelan nuestras propias vidas, pareciera ser un ejercicio provechoso. Y alienta el debido agnosticismo.

Porque estoy predicando en favor de un cierto agnosticismo. En modo alguno querría reducir el elemento escéptico en vuestras mentes. Sólo estoy sugiriendo que no se reserve exclusivamente para el Nuevo Testamento y los Credos. Prueben dudar de otras cosas.

Tal escepticismo podría, creo, comenzar con el principio mismo de la ideología que yace debajo de toda la desmitificación de nuestro tiempo. Tyrrel lo formuló hace mucho. A medida que el hombre progresa se rebela contra “antiguas e inadecuadas expresiones de la idea religiosa […] Tomadas al pie de la letra, y no simbólicamente, no lo satisfacen. Y en la medida en que se esfuerza en construirse un retrato claro de los términos que satisfarían aquellas necesidades, está condenado a la duda, puesto que obligadamente construirá tal retrato con elementos tomados del mundo que le toca en suerte experimentar”. [12]

Desde luego, en cierto modo Tyrrell no estaba diciendo nada nuevo. La Teología Negativa del Pseudo-Dionisio dice exactamente lo mismo, aunque no concluye como Tyrrell. Tal vez porque aquella vieja tradición hallaba inadecuadas nuestras concepciones respecto de Dios mientras que Tyrrell las encuentra inadecuadas respecto de “la idea religiosa”. No dice la idea de quién. Pero mucho me temo que se refiere a la idea que tiene el Hombre: que nosotros en tanto hombres, sabemos lo que pensamos: y encontramos que las doctrinas de la Resurrección, de la Ascensión y de la Segunda Venida, resultan inadecuadas para nuestra mente.

Mas ¿qué si suponemos que estas cosas fueran la expresión del pensamiento de Dios?

Y aun podría ser verdad que “tomadas literal y no simbólicamente” resulten inadecuadas. De donde habitualmente se concluye que deben ser interpretadas simbólica y no literalmente; esto es, como enteramente simbólicas. Que todos estos detalles son igualmente simbólicos y analógicos.

Pero no puede sino haber error en este modo de pensar. El argumento sería el siguiente: todos los detalles derivan de nuestra propia experiencia; por tanto todos los detalles son entera e igualmente simbólicos.

Ahora bien, supongan que un perro estuviera tratando de formarse una idea acerca de la vida del hombre. Todos los detalles en su imaginación serían derivados de su experiencia canina. Por tanto todo lo que el perro pudo imaginar sería, en el mejor de los casos, sólo analógicamente verdadero acerca del hombre. La conclusión es falsa. Si el perro se representa nuestras investigaciones científicas en términos de cazador de ratas, su idea sería exclusivamente analógica; mas si creyese que sólo se puede predicar analógicamente del hombre que él también come, estaría en un error. De hecho si un perro, por un imposible, pudiese de repente ingresar a una vida humana, seguramente estaría menos sorprendido por la cantidad de diferencias entre él y los hombres, que por razón de las inesperadas similitudes. Fuera un perro reverente, se escandalizaría. Pero si fuera un perro modernista, disgustado con todo el ejercicio, pediría que lo lleven al veterinario.

Pero el perro no puede ingresar a la vida humana. En consecuencia, en el mejor de los casos, aunque puede estar seguro de que la vida humana está llena de símbolos y analogías, jamás podría señalar un detalle en particular afirmando “Esto es enteramente simbólico”.

Uno no puede saber que el todo en la representación de una cosa es meramente simbólico a menos que tenga acceso independiente a la cosa en sí de modo que pueda compararla con su representación. El Dr. Tyrrell puede decir que la historia de la Ascensión resulta incongruente con su idea religiosa porque sabe cuál es su propia idea y con ella es que compara la representación que se le ofrece. Pero ¿cómo podríamos hacer semejante ejercicio si estamos inquiriendo acerca de una realidad objetiva y trascendente a la cual accedemos exclusivamente por medio de un relato? “No sabemos, no—no sabemos”. Mas entonces corresponde que nos tomemos nuestra ignorancia en serio.

Por supuesto, si “tomado literal y no simbólicamente” significa “tomado en términos de pura física”, entonces claro que la historia ni siquiera es religiosa. Un movimiento que aleja de la tierra——que es lo que la Ascensión significa en términos físicos——no sería un acontecimiento de por sí significativo en términos religiosos. Por tanto, se argumenta, la realidad espiritual no puede sino tener conexión analógica con el relato de tal ascenso. Porque, sigue el argumento, la unión de Dios con Dios y del Hombre con el Dios-hombre no puede tener relación alguna con el espacio. ¿Quién puede decir semejante cosa? Lo que quieren decir en realidad es que no ven cómo podría haber una conexión entre una cosa y la otra. Esa es proposición enteramente diferente. Cuando conozca como soy conocido podré decir qué partes del relato eran puramente simbólicas y qué partes, si acaso, no lo eran. Entonces veré hasta qué punto la realidad trascendente excluye y repele el componente local, o de qué modo inimaginable lo asimila, cargándolo de significado. ¿No haríamos mejor en esperar un poco?

Así son las reacciones de un lego con sus balidos respecto de la Moderna Teología. Está muy bien que ustedes lo oigan. Posiblemente no los oigan muy frecuentemente en el futuro. Rara vez vuestros feligreses les hablarán con tanta franqueza. Hubo un tiempo en que los laicos se esforzaban por esconder el hecho de que creían tanto menos que su Párroco: en nuestros días se inclina a ocultar el hecho de que cree tanto más. Resulta embarazoso tener que misionar a los sacerdotes de la propia Iglesia; aunque no puedo dejar de tener esta horrible sensación de que si no se lleva a cabo tal empresa los días de la Iglesia de Inglaterra están contados.

        ( Franca traducción de “Fern-seed and Elephants)

[1] Mientras el obispo se encontraba fuera de la habitación, Lewis leyó “El Signo de Caná” en los “Sermones de Windsor” de Alec Vidler (ed. SCM, 1958). El obispo recordaba que cuando le preguntó qué pensaba sobre el libro, Lewis ‘se expresó con vehemencia acerca del sermón y dijo que le parecía increíble que hubiéramos tenido que esperar 2.000 años para que un teólogo llamado Vidler nos viniera a informar que lo que la Iglesia siempre había considerado como milagro, era en realidad… ¡una parábola!” [N. de Walter Hooper].

[2] La disertación es de 1958. Cincuenta años después la disyuntiva carece de sentido. Hubo numerosas conversiones de tipos que habían leído a… ¡Lewis!  Por citar un solo caso, Walter Hooper, hoy sacerdote católico. [N. del T.]

[3] Creo que Lewis se refiere a la traducción del libro de Erich Auerbach: “Mímesis: La representación de la realidad en la literatura occidental” (Princeton, 1953). [N. de W. Hooper].

[4] Rudolf Bultmann, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Scm. Press, 1952, p. 30. [N. de W. Hooper].

[5] En otro lugar, Lewis sugirió que son muchos más: “Si uno no lo hubiese experimentado, sería muy difícil comprender hasta qué punto un hombre muerto que sale de un libro puede ser casi como un familiar de uno, e incluso, como se intensifica la convicción de que un día lo podremos conocer personalmente.” (Carta a su hermano del 18 de diciembre de 1939 en Letters of C. S. Lewis, Londres, Fount Paperbacks, 1988, p. 331). [N. del T.]

[6] Aquí Lewis combina el final del Prológo de San Juan a su Evangelio (I:14)  con el principio de su Primera Carta (I:1). [N. del T.]

[7] La expresión alemana “Sitz im Leben” significa cuadro de sitación, contexto, circunstancias generales, etc. Me dice el P. Baliña que la utiliza frecuentemente el propio Bultmann (si no es quién la acuñó) con lo que, si así fuera, aquí hay otra ironía de Lewis. [N. del T.]

[8] Referencia a La Odisea de Homero, específicamente al pasaje en el que Odiseo se protege de Circe, y de su capacidad de convertir a los hombres en cerdos, mediante una yerba especial. [N. del T.]

[9] Currente calamo significa, “al fluir de la pluma”; “invita Minerva”, “contra el deseo de Minerva, sin inspiración”. [N. del T.]

[10] En carta a The Times Literary Supplement, Lewis corrigió el error del crítico haciendo saber que el Tigre fue imaginado por Green mucho antes de que Lewis siquiera se pusiera a escribir. [N. del T.]

[11] “Renacerán muchos vocablos que han caído en desgracia” (Horacio, Ars Poetica I, 70). [N. del T.]

[12] El traductor protesta que no tiene la culpa de este abominable lenguaje. [N. del T.]

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