Cuando hay que descubrir un Nuevo Mundo / o hay que domar al moro,
o hay que medir el cinturón de oro / del Ecuador, o alzar sobre el profundo
espanto del error negro que pesa / sobre la Cristiandad, el pensamiento
que es amor en Teresa / y es claridad en Trento,
cuando hay que consumar la maravilla / de alguna nueva hazaña,
los ángeles que están junto a su Silla, / miran a Dios… y piensan en España.
(José María Pemán)
(Extractos del libro «Que no te la cuenten I», disponible en Amazon, aquí)
Los manuales elementales de historia “for dummies” (como dicen los ingleses “para tontos”) nos han contado que la empresa de Colón fue para buscar especias. Esto es: los marineros habrían viajado dos o tres meses de ida y dos o tres meses de vuelta para poder condimentar las pizzas genovesas o agregarle canela a los capuchinos italianos[1].
Esta historia basada en motivos gastronómicos, aunque parezca increíble por lo ridícula, ha pasado a nuestros libros escolares con toda seriedad y así, nos dicen, el Descubrimiento se hizo para dar con el “Camino de la Especiería”. ¿En qué documento consta esta idea…?
Podemos buscar y bucear en las bibliotecas de la época y solo con suerte encontraremos que algún que otro marino aprovechó los viajes para traerse un poco de jengibre… Es verdad que “también” podrían haber encontrado condimentos en las islas orientales pero esto no es suficiente para atribuírselo como causa tamaña empresa pues nadie iba a internarse en el famoso “Mar Tenebroso” (así se llamaba al Océano Atlántico en lo que va desde las costas portuguesas hasta las americanas) para que sus comidas estuviesen más sabrosas…
Entonces… ¿qué buscaban Colón y sus hombres cuando zarparon del famoso puerto de Palos allá a mediados del año 1492?
“¡¡¡Oro, oro, oro…!!!”, dicen los marxistas y en realidad no se equivocan aunque tampoco dicen toda la verdad. Para hacer historia, lo mejor es ir a los documentos, cuando los hay, más cercanos a la época; ¿Y si le preguntáramos al mismo Colón? En el “Diario” del primer viaje, el 26 de diciembre de 1492, asienta el Descubridor luego de regresar del nuevo mundo:
Los que dejo en la isla (Española) reunirán fácilmente un tonel de oro, que encontraré al volver de Castilla, y antes de tres años se podrá emprender la conquista de la Casa Santa y de Jerusalén; que así protesté a Vuestras Altezas que toda la ganancia de esta mi empresa se gastase en la conquista de Jerusalén[2].
Es decir: había encontrado algo de oro en las nuevas tierras que usaría como “toda ganancia” en la “Conquista de Jerusalén”…
Pero continúa. Cuando constituye el Mayorazgo, el 22 de febrero de 1498, escribe:
Al tiempo que yo me moví para ir a descubrir las Indias con intención de suplicar al Rey y a la Reina, Nuestros Señores, que de la renta que de Sus Altezas de las Indias hubieren, que se determinase gastarla en la conquista de Jerusalén, y así se lo supliqué[3].
Y al dirigirse al Papa Alejandro VI, en febrero de 1502, recuerda que:
Esta empresa se tomó con el fin de gastar lo que de ella se obtuviese en presidio de la Casa Santa de la Santa Iglesia. Después que fui a ella y visto la tierra, escribí al Rey y a la Reina, mis Señores, que durante siete años yo le pagaría cincuenta mil (soldados) de a pie y cinco mil de a caballo en la conquista de ella (la Santa Casa), y durante cinco años otros cincuenta mil a pie y otros cinco mil a caballo, que serían diez mil soldados de a caballo y cien mil de a pie para esto (…). Satán ha impedido que mis promesas fuesen mejor cumplidas[4].
¿De qué se trata todo esto?
¿Qué buscaba Colón?[5]
El marino genovés, a despecho de la común historia oficial anticatólica y antihispánica fue con propiedad uno de los “últimos Cruzados”, como se lo ha llamado: gran varón religioso, se había tomado en serio aquello del Santo Job: “milicia es la vida del hombre sobre la tierra”, convicción ésta que, en tiempos de la Edad de la Fe, se traducía en una tendencia misional con miras no solo a expandir el reinado de Cristo, sino a recuperar los lugares que la Cristiandad había perdido en manos de los moros, como era el Santo Sepulcro de Jerusalén.
Reconquistar aquello que denominaban la “Casa Santa” era la empresa propia a la que se sentían llamados los caballeros cristianos y era, asimismo, lo que había originado las guerras santas contra el Islam.
Para ello, los milicianos que se lanzaban a esta lucha cruzaban sobre sus pechos u hombros dos bandas de tela roja (de ahí la contracción de “cruzado”); Colón, por su parte, obsesionado por el ideal cruzado, no solo las haría bordar sobre sus vestimentas, sino también sobre las blancas velas de sus carabelas (cosa sobre la que los historiadores positivistas eluden reflexionar).
Eran épocas difíciles pero apasionantes para los católicos; desde el año 1453, cuando el Islam se había apoderado de Constantinopla, los cristianos estaban convocados a combatir por esta causa santa. Los marinos, en particular, orientaban su afán cruzado con arreglo a la estrategia trazada en Sagres por el príncipe portugués don Enrique el Navegante. Consistía principalmente en navegar hacia las “Indias” (nombre dado por los europeos a las tierras que estaban detrás del dominio musulmán), para entablar alianza con los supuestos príncipes de aquellas lejanas tierras (el Preste Juan, el Gran Kan), y así poder caer a la Media Luna por la retaguardia.
Dicha aventura, como es de imaginar, demandaba mucho dinero, pero había sido Marco Polo quien declarase que en Catay o Cipango se hallaba la “fuente del oro”. Conseguido entonces el oriente, la acción reconquistadora quedaría asegurada. Colón, un soñador nato, añoraba desde su juventud con la Reconquista, para lo cual no dejaba de ilusionarse con la idea de “atacar al Islam por detrás”, aprovechando las riquezas orientales.
Había un gran trasfondo religioso en todo ello, como señala Weckmann:
“Colón, todos lo sabemos, fue un hombre profundamente religioso. Su devoción por la Virgen María es bien conocida, le acompañaba siempre ese breviario de laicos que se llama el ‘Libro de Horas’. Contemporánea de ese descubrimiento fue la voluntad expresa del Descubridor de consagrar las riquezas por él descubiertas en América ‘para ganar (o sea reconquistar) el Santo Sepulcro’, ambición que no lo abandonó ni en su lecho de muerte… Colón meditaba, especialmente durante su tercer viaje, ‘cuánto servicio se podría hacer a Nuestro Señor… en divulgar su santo nombre y fe a tantos pueblos de Indias’; y como cuenta Herrera, antes de regresar a Europa explicó en su última advertencia a los colonos que se quedaron en la Española ‘que los había llevado a tal Tierra para plantar (la) Santa Fe’”[6].
Este era el gran designio de Colón: “tomar al Islam por la retaguardia y reconquistar Jerusalén”[7].
Según cuenta un cronista, visitando la Corte española instalada en Jaén, hubo un episodio que cambiaría su vida: vio dos religiosos franciscanos del Santo Sepulcro que venían enviados por el Sultán de Egipto trayendo la amenaza de que si no se suspendía la campaña militar en Andalucía de los Reyes Católicos, los musulmanes tomarían represalias contra los cristianos de Palestina.
Luego de escuchar el fatídico mensaje: “…es a partir de este momento cuando comenzó a tomar cuerpo en su mente soñadora el magno proyecto de la reconquista de Jerusalén con el rescate de su Santa Casa, es decir, el sepulcro del Redentor; proyecto que no solo no abandonará más adelante, sino que llegará a constituir para él una auténtica obsesión durante el resto de sus días”[8]. La indignación, por tanto, de verse presionados por los musulmanes, fue lo que lo llevó a pensar en esta gran empresa y no necesariamente “la fiebre del oro” que luego tendrán especialmente nuestros ‘hermanos mayores’ del norte.
Sin embargo, hay quienes dicen que esta “idea fija” del marino genovés fue anterior, asegurando que ya la habría incubado en Génova, donde de continuo se hablaba del tema. Algunos dicen que Colón ya la habría entrevisto en la isla de Quío, donde todavía se esperaba que una novena cruzada devolviese Constantinopla a la Cristiandad, madurándola luego en Portugal. Es que el espíritu de las cruzadas estaba vivo en Colón; no lo olvidemos: eran los decenios inmediatamente siguientes a la caída de Constantinopla (…). No significaba solamente la aspiración de reconquistar los Lugares Santos, sino mucho más: era reunir lo que había sido dividido, reconstruir la unidad del mundo, que fue una bajo el águila de Roma y una había quedado por la Cristiandad[9]. Incluso el mismo Papa había alentado a reconquistar los lugares santos.
Hasta la mismísima reina Isabel fue seducida por este plan que no parecía tan descabellado. Se acababa de terminar con la dominación musulmana de Granada al expulsar a los enemigos seculares de la Península; se trataba de unificar el imperio cristiano y toda empresa que fuese en su favor no sería descartada, como señala el historiador inglés J. Elliott:
“Por encima de todo –por lo menos en lo que hacía referencia a Isabel– el proyecto podía resultar de crucial importancia en la cruzada contra el Islam. Si el viaje tenía éxito pondría a España en contacto con los países de Oriente, cuya ayuda era necesaria en la lucha contra el Turco. Podía también, con un poco de suerte, hacer volver a Colón por la ruta de Jerusalén y abrir así un camino para atacar al Imperio Otomano por la retaguardia. Isabel se sentía naturalmente atraída también por la posibilidad de poner los cimientos de una gran misión cristiana en Oriente”[10].
Resumiendo: la guerra de Reconquista contra los moros proporcionaba la causa material y el ambiente necesario; el Papado le daba la causa formal al consagrar dichas empresas como verdaderas Cruzadas; la causa final era la recuperación del Santo Sepulcro, centro espiritual de la Cristiandad y las causas eficientes fueron Colón y los Reyes Católicos.
[1] Cierto es que a falta de frigoríficos, la carne era conservada en sal, siendo por lo tanto esta necesaria para la población. Sin embargo, los mejores estudiosos del tema han descartado esta hipótesis.
[2] Citado Enrique Díaz Araujo, Los protagonistas del descubrimiento de América, Ciudad Argentina, Buenos Aires 2001, 118. Las cursivas son nuestras.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.
[5] Véase también para este tema el hermoso libro de Enrique Díaz Araujo, Colón, medieval portador de Cristo, Universidad Autónoma de Guadalajara, México 1999, pp. 124.
[6] Luis Weckmann, Cristóbal Colón, navegante místico, en “Revista de Historia de América”, México, julio-diciembre 1990, nº 110, 65-70.
[7] Cfr. Felipe Fernández-Armesto, Colón, Barcelona, Ed. Crítica 1992, 42-69.
[8] Paolo Taviani, Cristóbal Colón, génesis del gran descubrimiento, Novara, Instituto Geográfico de Agostini, 1982–Roma, 1983, 144; Juan Manzano y Manzano, Cristóbal Colón. Siete años decisivos de su vida 1485-1492, Cultura Hispánica, Madrid 1964, 198-199.
[9] Cfr. Paolo Taviani, op. cit., 60.
[10] J. H. Elliott, La España Imperial 1469-1716, Vicens-Vives, Barcelona 1969, 58.
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