Ni a san Pablo ni a ninguno de los apóstoles se les ocurrió ponerse a dialogar para llegar a un acuerdo sobre Dios, sobre Cristo sobre sus mandamientos. Ellos anunciaron al Resucitado…
De vez en cuando se oye hablar a algún que otro creyente, hombre, mujer, sacerdote, religioso, religiosa,…, de que, en estos momentos de “cambios”, y de desarrollo de la humanidad, además de la manoseada “globalización” −que nadie sabe muy bien en qué consisten, aparte de poder vender y comprar en cualquier rincón del mundo el mismo producto−, en la Iglesia se hace necesario no perder de vista el futuro y abrirse de verdad a lo que nos pueda decir la “cultura moderna”.
¿Hay alguien que explique claramente qué se quiere manifestar con esas palabras? Quizá nos puede ayudar a entender algo, recordar otras palabras que también se oyen de vez en cuando y que nos recomiendan leer el Evangelio “con el espíritu de la cultura actual”.
En la Iglesia siempre se ha leído el Evangelio bajo la luz del Espíritu Santo; y no bajo las elucubraciones de Nestorio, Pelagio, Lutero, los participantes del sínodo de Pistoya, Jansenio, Loisy, o teniendo en cuenta las ideas filosóficas de Kant, Feurbach, Nietzsche, Marx, Sartre, Heideger, etc. Y quienes han seguido ese beber en la “cultura de cada momento”, además de fracasar, han dejado de ser cristianos, de tener y de vivir de la Fe.
Apenas recibido el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los apóstoles y los discípulos del Señor perdieron los miedos, no se hicieron muchas cavilaciones para estudiar si los oyentes les iban a creer o no, y comenzaron a hablar. Hablaban solo una lengua, y los que aquel día estaban en Jerusalén, de culturas y lenguas muy diferentes, les escucharon en su propia lengua, les entendieron y miles se bautizaron.
El milagro seguirá ocurriendo a lo largo de los siglos, hasta el cierre de la historia.
Y no tuvieron la menor duda de seguir predicando a Cristo, muerto y resucitado, en medio de las situaciones contrarias a la Verdad, a Cristo, que pululaban en la “cultura” entonces: ídolos, diosecillos caseros, libertinaje de las costumbres, fornicación, homosexualidad, adulterios, etc. etc.
Como tampoco aceptaron las costumbres ancestrales todos los misioneros que convirtieron África. No cedieron ante la poligamia, y por supuesto, ante los pequeños dioses hogareños, ante las pachamamas del momento y del lugar, que los mismos africanos apartaron de su mirada.
La apertura del Vaticano II no era hacía un abandono de las doctrinas que pudieran chocar con la cultura actual, sino una invitación a los creyentes para que nos preparásemos bien y pudiéramos “dar razón de nuestra esperanza” a quienes habían abandonado la fe al reducir los horizontes del hombre por negar la vida eterna, la moral sexual, la ley natural, la divinidad de Cristo, la familia, etc.
Ni a san Pablo ni a ninguno de los apóstoles se les ocurrió ponerse a dialogar para llegar a un acuerdo sobre Dios, sobre Cristo sobre sus mandamientos. Ellos anunciaron al Resucitado, la conversión del pecado, el arrepentimiento, el perdón y la misericordia de Dios; y la invitación a rehacer la vida, adorando a Dios y abriendo la mirada a la Vida Eterna: muerte, juicio, infierno y Gloria.
Alguien habla de leer el Evangelio a la luz de cultura moderna. ¿Qué luz nos pueden dar quienes destrozan la familia, quienes se inventan “modelos de familia” a los que solo faltan considerar familia la unión de un ser humano y de un animal?; ¿pueden acaso iluminar el sentido de la vida del hombre sobre la tierra quienes matan a seres humanos en el seno materno, quienes promueven y aceptan el aborto?
Es una profunda falta de Fe en la palabra de Cristo, y un no menor complejo cultural, lo que mueve a los creyentes, laicos o sacerdotes que anhelan “enriquecer” la Iglesia con la “cultura moderna” −como da la impresión que está sucediendo con el así llamado “sínodo alemán” en curso; y pretenden que la Iglesia bendiga uniones homosexuales; que se dé la Comunión −el Cuerpo y la Sangre de Cristo− a personas en pecado mortal, ya sean gente que no cree en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía, ya sean católicos divorciados, vueltos a unirse civilmente con alguien; que se deje de predicar sobre el pecado, la salvación, la Vida Eterna, muerte, juicio, infierno y gloria
Joseph Ratzinger, en una conferencia en la Radio de Hesse, durante las Navidades de 1969, titulada: ¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?, hablando de la falta de fe y de los intentos desde la revolución francesa de adaptarse al mundo, con obispos que ponían en duda algunos dogmas, e incluso la realidad de la existencia de Dios, terminó diciendo: "Ciertamente (la Iglesia) ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da la vida y esperanza más allá de la muerte".
Y poco antes había señalado: “El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy solo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud de su Fe”.