Con el último sorbo del café el cura me acabó de contar la historia: «Me dijo aquel hombre que se iba a tirar a las vías del tren, y que había pedido una señal. Aquel día la señal fui yo vestido con sotana. El hombre me abrazó y se echó a llorar. Desde entonces llevo sotana todos los días».
De un tiempo a esta parte cada vez que veo a una monja o a un cura por la calle me paro a saludarlos y a agradecerles su labor. Las monjas sonríen abiertamente y te dan las gracias, los curas son más de asentir.
La semana pasada vi a uno de la old school con sotana y alzacuellos cerca de la catedral, me corté un poco ante tanta solemnidad pensando que quizá fuera el obispo o alguien de un poco más arriba que un cura de barrio, no le vi solideo ni cordones ni nada de violeta y allí me acerqué, maletín en mano y con la corbata floja de vuelta del juzgado, «buenos días, padre, y muchas gracias por su labor y por hacerla tan visible, ya no se ven curas como usted y es una pena» el hombre me miró y miró su reloj «tienes tiempo para una café» me preguntó, «Claro que sí».
Y allí nos fuimos a las terrazas de la plaza de la Paz entre amas de casa que salían del mercado, jubiletas y cargos de confianza del ayuntamiento que pasaban la mañana al sol del invierno. «Yo nunca llevaba sotana, de hecho no llevaba ni alzacuellos, yo era una persona que era cura como podría haber sido abogado como tú o bombero o cualquier otra cosa, pero resulta que era cura».
Las palomas subidas en las mesas de metal de al lado picoteaban los cacahuetes abandonados por dos chavales que se habían ido. «Pero un día cuando estaba yo de párroco en un pueblo de Madrid cambiaron el obispo y nos convocaron a todos los curas para reunirnos con él... y yo pensé que para la ocasión por lo menos el alzacuellos me tenía que poner, al final alzacuellos y sotana».
Pidió café solo y se lo tomó a sorbos y sin azúcar, como los hombres. «Cogí el metro para llegar al obispado y en el metro pues era consciente de que la gente me miraba porque hoy día ir con sotana es un cante, pero un hombre con la vista perdida sentado solo en un banco de a dos comenzó a mirarme fijamente, estuvo un rato mirándome y se acercó a mí, me preguntó si era cura de verdad. De verdad, le dije yo, y a tu disposición».
Evaristo de Vicente
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