(526) Navidad. Nació Jesús, el Salvador del mundo

La Tour, 1640 -Jesús recién nacido

–Estamos en Navidad: paz, alegría, solidaridad, ayuda a los pobres, presos, inmigrantes…

–Todo eso es digno, equitativo y saludable. Y oración, Eucaristía, perdón de ofensas, reconciliación sacramental con Dios, y sobre todo anuncio de Jesús, único Salvador del mundo pecador, gratitud a la Santísima Trinidad y a la Santísima Virgen María…

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¿Hay en la raza humana un pecado original que la enferma en su propia naturaleza, es decir, a todos? Quedan no muchos que lo crean

–Los judíos del Antiguo Testamento se sabían pecadores: «mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). Lo sabían desde el principio, desde el Génesis. Creían en el pecado original. El pecado de los protoparentes, porque degrada profundamente la misma naturaleza del hombre –mente, voluntad, sentidos y sentimientos–, se transmite por generación a toda la humanidad. Todos los nacidos del hombre y de la mujer han de reconocer ante el Señor: «contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces» (ib. 8).

Las paganos antiguos y modernos, en todas sus religiones, han conocido y reconocido su condición de pecadores, practicando oraciones y ritos de expiación por el pecado. Y no sólo los pueblos más incultos y primitivos; también los cultos y pensantes conocían su condición de pecadores. El poeta romano Ovidio (43 a. C.–17 d. C.) declara: «Video meliora, proboque, deteriora sequor»: veo lo mejor, lo aprecio, y hago lo peor.

Los cristianos mantienen la convicción de los judíos: «por la desobediencia de uno [Adán] muchos fueron hechos pecadores, y así también por la obediencia de uno [Jesús, nuevo Adán] muchos serán hechos justos» (Rm 5,19; muchos que significa todos, 5,18). Y coinciden también con los paganos:

«El querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace: es el pecado que habita en mí» (Rm 7,18-19; como Ovidio).

«Me deleito en la Ley de Dios, según el hombre interior; pero siento otra ley en mis miembros, que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios, [que nos libra] por la gracia de Dios» (Rm 7,22-25).

 Paganos, judíos y cristianos, por tanto, con más o menos verdad y lucidez, se saben pecadores, hombres cuya misma naturaleza está enferma, y falla en el bien una y otra vez, incurriendo en el mal. En consecuencia, también con más o menos conciencia, saben que afectados por el pecado en su propia naturaleza, no pueden salvarse a sí mismos: sus recursos humanos no son suficientes. Y es un hecho indiscutible que la cadena de los males se prolonga inexorablemente por todos los siglos. Así lo muestra la historia de la humanidad en todas las generaciones, desde Adán hasta hoy, y así lo comprobamos diariamente en los medios de comunicación, en la calle, en nuestra propia casa.

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–Los apóstatas no creen ya en el pecado, ni en el actual, ni menos en el original

Enseña San Juan Pablo II en la exhortación apostólica Reconciliatio et poenitentia (2-XII-1984): «¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una anestesia de la conciencia? [Angelus 14-III-1982]. Muchas señales indican que en nuestro tiempo existe este eclipse… Por lo tanto, es inevitable que en esta situación quede oscurecido también el sentido del pecado, que está íntimamente unido a la conciencia moral, a la búsqueda de la verdad, a la voluntad de hacer un uso responsable de la libertad. Junto a la conciencia queda también oscurecido el sentido de Dios, y entonces, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado. He aquí por qué mi Predecesor Pío XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar en una ocasión que “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” [Radiomensaje 26-X-1946]». Sigue el Papa:

«¿Por qué este fenómeno en nuestra época? Una mirada a determinados elementos de la cultura actual puede ayudarnos a entender la progresiva atenuación del sentido del pecado, debido precisamente a la crisis de la conciencia y del sentido de Dios antes indicada.

«El “secularismo” que por su misma naturaleza y definición es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de “perder la propia alma”, no puede menos de minar el sentido del pecado… [Cree] que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre [Redemptor hominis 15, 1979]. En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino [Gaudium et spes 3]. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado» (Reconciliatio et poenitentia 18).

Merece la pena leer entero el nº 18. Analiza Juan Pablo II otras causas que llevan a la ignorancia e incluso a la negación del pecado. Algunas afirmaciones de la psicología, una tendencia a exculpar al individuo y a cargar la culpa a la sociedad, a los condicionamientos educativos y sociales; un relativismo histórico, que no admite normas morales absolutas e inalterables; un entendimiento falso de la culpabilidad, como si fuera siempre morbosa. Y otras ideologías, que como las aludidas, vienen a negar el pecado y la misma libertad personal del hombre, considerándola una mera ilusión psicológica.

Enfin, concluye Juan Pablo II, «restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual que afecta al hombre de nuestro tiempo» (18).

–Pero si no se cree en el pecado, ni en la verdadera libertad del hombre, no se puede creer lógicamente en la necesidad de un Salvador que haga posible por gracia sobrehumana y sobrenatural la conversión, la expiación, la liberación del pecado. Adviértase que en la apostasía del cristianismo desaparece la misma palabra «salvación». Los teólogos afectados por ese desfallecimiento en la fe silencian prácticamente la soteriología (salvación / condenación), tan continuamente enseñada en la predicación de Cristo (ver aquí  y aquí). Y lo mismo hacen los obispos, párrocos y catequistas afectados más o menos por el modernismo.

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 La Tour, 1644 - Adoración de los pastores

Jesucristo es «el Salvador del mundo», el vencedor del pecado

«Hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo» (1Jn 4,14). Cuando la naturaleza humana se pervierte y degrada por el pecado, ya no puede recuperar su integridad , sanándose a sí misma y liberándose de los devastadores efectos que el pecado causa en todos los hombres. Necesita la ayuda divina y omnipotente de Aquel que creó al mundo y al hombre, el Hijo divino: «sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,3). Valga el ejemplo: cuando una máquina se estropea gravemente, no hay taller que pueda arreglarla: se hace necesario buscar el arreglo en su fábrica de origen.

Así lo entiende y lo explica la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios.

El ángel Gabriel a María: «No temas, vas a concebir en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,31; forma abreviada de Yehôshua = Yahô salva). «Le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). El ángel del Señor a los pastores: «Os anuncio una gran alegría. Hoy os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,10-11). Zacarías en su cántico: «Bendito el Señor, porque visitó y redimió a su pueblo y suscitó una fuerza salvadora entre nosotros» (Lc 1,68-69). Treinta años más tarde, Juan Bautista presenta a Jesús en el Jordán como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Cristo mismo dice que «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados en la tierra» (Mt 9,6). Y lo que afirma con palabras, lo afirma igualmente con sus obras, dando vista al ciego de nacimiento, curando al sordomudo, arrojando los demonios, calmando la tempestad, sanando al leproso, resucitando muertos. Él es el Salvador omnipotente, porque su Persona es divina, y porque con la suprema expiación por el pecado de la humanidad ofrecida al Padre en la Cruz ha comprado la redención de los pecadores al precio de su sangre. «Ésta es mi sangre, de la alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados» (Mt 26,28).

–Salvados del pecado por la gracia del Salvador     

Gracia de Cristo que ilumina la mente del hombre en la verdad, conforta su voluntad en el bien, o en el arrepentimiento, potencia para resistir la tentación del pecado. Gracia que constituye una «nueva criatura» (2Cor 5,17), hombres «nacidos de Dios», «nacidos del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). Gracia del Salvador que no sólo salva de las consecuencias del pecado por la gracia preveniente y por el perdón, sino que va sanando al hombre del mismo pecado, ya desde el bautismo y a lo largo de la vida, de los sacramentos, de las virtudes y dones del Espíritu. Es la gracia de Jesús, que nos saca de la cautividad del diablo, del mundo y de la carne, y que nos da la libertad propia de los hijos de Dios. Es la gracia que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida, de la cautividad a la libertdd, de ser enemigos de Dios por el pecado a ser sus hijos y amigos, por la participación en su Espíritu Santo.

Un texto muy luminoso de San Pablo dirigido a los cristianos de Éfeso:

«Vosotros, que estabais muertos por vuestras ofensas y pecados, en los que anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la mentalidad secular de este mundo [mundo], siguiendo al jefe que tiene poder en la región del aire, al jefe del espíritu que ahora está actuando en los hijos de la desobediencia [diablo], entre los que también todos nosotros vivimos, en otro tiempo, a merced de los deseos de nuestra carne, haciendo los caprichos de la carne y de los sentimientos [carne], y así éramos por naturaleza hijos de ira, como también los demás…

Demonio-mundo-carne están aliados contra el Reino de Dios en el hombre. Pretenden y aborrecen lo mismo. Los tres forman como un triángulo equilátero, en el que cada lado sostiene a los otros dos. Sigue San Pablo:

«Pero Dios, que es rico en misericordia, por la caridad inmensa con que nos amó, |aun estando nosotros todavía muertos por los pecados, nos llevó a la vida con Cristo ¡por gracia habéis sido salvados!, |y con él nos despertó y sentó en los cielos, en Jesucristo,  para mostrar en los siglos futuros la extraordinaria riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Jesucristo. Pues por la gracia habéis sido salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros, es el don de Dios; |no viene de las obras, para que nadie se enorgullezca; |pues somos hechura suya, ya que fuimos creados en Jesucristo para hacer aquellas buenas obras que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos» (Ef 2,1-10)..

El Credo de la Iglesia confiesa su fe en «un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de los siglos… por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo (en las palabras que siguen, hasta se hizo hombre, todos se inclinan), y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María y se hizo hombre».

El supremo misterio de la Encarnación, fuente de todos los otros misterios de la fe, ante el cual «todos se inclinan» cuando es mencionado en el Credo. Ésta es la Navidad: Propter nostram salutem descendit de coelo.

En su indecible degradación por el pecado, la humanidad solamente puede ser salvado de sí misma por el Salvador. Solo el que la creó puede ahora re-crearla.

«El Padre nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados. El es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, porque en El fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, dominaciones, principados y potestades, todo fue creado por El y para El. Él es anterior a todo, y todo subsiste en Él» (Col 2,13-17).

Éste es el gran mysterium salutis que celebramos en la Navidad. Y si no lo celebramos de verdad, no celebramos de verdad la Navidad.

–Prediquemos a Cristo Salvador, que no basta con exhortar los «valores» cristianos

En la Navidad y siempre. La falsificación del apostolado misionero, que hoy viene obrada por la secularización, silencia la evangelización, la suscitación de la fe en Cristo, y se limita a la proposición de «valores» –en el mejor de los casos, de valores cristianos–. Pero como dice Pablo VI, «La Iglesia existe para evangelizar… y no hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (exhort. apost. Evangelii nuntiandi14 y 22, 8-XII-1975).

Predicar valores, sin predicar a Jesús, el Salvador es puro pelagianismo: propone valores morales enseñados por Cristo –verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad, paz–, y lo hace, de un lado, en el sentido en que el mundo los entiende, y de otro, sin afirmar a Cristo como único Salvador que hace posible vivir por su Espíritu ésos y todos los demás valores.

Los cristianos, como los apóstoles, hemos de afirmar a los hombres –que Cristo mismo es «la verdad», y que sin Él se pierde el hombre en cientos de errores cambiantes (Jn 14,6); –que sólo Cristo «nos ha hecho libres» (Gál 5,1), y que sin Él todos están más o menos esclavos y cautivos; –que sólo Cristo nos puede dar «la justicia que procede de Dios» (Flp 3,9), y que sin Él nos abruma la corrupción y la injusticia; –que sóloCristo puede difundir en nuestros corazones la caridad de Dios, por el Espíritu Santo que nos comunica (Rm 5,5), y que sin Él ningún amor, ni siquiera el amor conyugal en muchos casos, perdura y crece; –que sólo Cristo es capaz de congregar y guardar en la unidad a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso justamente ha dado su vida en la cruz (Jn 11,52); y en fin, –que sólamente Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), y que sin Él todo son divisiones, violencias y guerras. Eso es predicar el Evangelio.

Ya lo dijo San Juan XXIII en la apertura del concilio Vaticano II: «El gran problema planteado al mundo sigue en pie tras casi dos mil años. Cristo radiante siempre en el centro de la historia y de la vida. Los hombres están con Él y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin Él o contra Él y deliberadamente contra su Iglesia, con la consiguiente confusión y aspereza en las relaciones humanas y con persistentes peligros de guerras fratricidas» (11-10-1962).

Y lo mismo dijo San Pablo VI después del Concilio: «Un humanismo verdadero, sin Cristo, no existe. Y nosotros suplicamos a Dios y os rogamos a todos vosotros, hombres de nuestro tiempo, que os ahorréis la experiencia fatal de un humanismo sin Cristo. Sería suficiente una simple reflexión sobre la experiencia histórica de ayer y de hoy para convenceros de que las virtudes humanas desarrolladas sin el carisma cristiano pueden degenerar en los vicios que las contradicen. El hombre que se hace gigante sin la animación espiritual, cristiana, se derrumba por su propio peso. Carece de la fuerza moral que le hace hombre de verdad; carece de la capacidad de juzgar acerca de la jerarquía de valores; carece de razones transcendentales que motiven de modo estable estas virtudes; y carece, en definitiva, de la verdadera conciencia de sí mismo, de la vida, de sus porqués y de su destino» (disc. Navidad 1969).

–Predicar sólo valores

La secularización de la actividad misionera pretende normalmente la reconciliación de la Iglesia con el mundo. Si solamente luchamos contra las consecuencias del pecado –el hambre, las guerras, la carencia de medicinas, educación, casas, las violaciones y las guerras–, pero no contra el pecado, del que proceden todos esos males, los cristianos tendremos la aprobación del mundo –entre otras cosas porque ya no seremos cristianos–. El mundo no tiene ningún inconveniente en que los cristianos nos ejercitemos en la beneficencia, y no nos perseguirá si nos limitamos a eso. Pero la humanidad no se verá libre de los engaños por los que el diablo lo sujeta en pecado y la muerte.

Tampoco nos perseguirá si nos limitamos a predicar valores de paz, solidaridad, justicia, desarrollo económico y social, pues eso es lo que hacen todos, cada uno a su manera: marxistas y liberales, masones, budistas y ecologistas. La persecución, en cambio, será inevitable cuando le digamos al mundo que todos esos valores seguirán siendo para él inalcanzables si se cierra al Reino de Dios, si desprecia a su enviado, Cristo Salvador, si rechaza a Jesucristo como al Señor único del cielo y de la tierra.

José María Iraburu, sacerdote

Indice de Reforma o apostasía

17:41

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