29 de marzo.

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Lecturas del Domingo 5º de Cuaresma – Ciclo A

Primera lectura

Lectura de la profecía de Ezequiel (37,12-14):

Así dice el Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago.» Oráculo del Señor.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 129,1-2.3-4ab.4c-6.7-8

R/. Del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz,
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica. R/.

Si llevas cuentas de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto. R/.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora. R/.

Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,8-11):

Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Palabra de Dios

Evangelio

Evangelio según san Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45), del domingo, 29 de marzo de 2020

Lectura del santo evangelio según san Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45):

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Palabra del Señor

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Homilía para el V Domingo de Cuaresma A.

Se pueden distinguir fácilmente dos niveles redaccionales en este pasaje del Evangelio de san Juan. La narración primitiva era un relato de la resurrección de Lázaro, el más grande de los milagros realizados por Jesús. Cuando Juan decide agregar este relato, no sin la divina inspiración, en el momento crucial de la vida de Jesús, esto es al fin de su magisterio y al inicio de su Pasión, lo transformó. Ahora lo que se encuentra en el centro de la narración no es el milagro en sí mismo, sino más bien el diálogo de Jesús con Marta, que le da sentido al milagro y a todo el Evangelio. En el corazón de este diálogo se encuentra la palabra reveladora de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida” y también la respuesta de Marta (v. 27): “Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que debe venir al mundo”.

Este texto nos ayuda a comprender la gran riqueza y toda la diversidad de la experiencia espiritual de la Iglesia primitiva. Cada una de las comunidades cristianas locales tenía su modo particular de vivir y de revivir la propia experiencia de Cristo. En la Iglesia de las tradiciones de Mateo, la memoria del ministerio de Jesús está centrada sobre las relaciones de Jesús con el grupo de sus discípulos, especialmente los doce apóstoles. Mientras que en el Evangelio de san Juan esta memoria está centrada sobre la relación de Jesús con cierto número de amigos, especialmente Marta, María y Lázaro. Son ellos sus verdaderos discípulos, y Él es su maestro. Marta es nombrada al principio. Es ella que, después de haber recibido la revelación y haber expresado su fe en la palabra de Jesús, va a buscar a María, exactamente como Andrés y Felipe fueron a buscar a Pedro y a Natanael.

En cuanto “discípula” muy amada de Jesús, es ella que expresa, en nombre de todos, la fe mesiánica de la comunidad. Marta confiesa su fe mesiánica, no ya como respuesta a un milagro, sino en respuesta a la revelación de Jesús y a su llamada: “¿Crees esto?” La confesión de fe de Marta en el Evangelio de Juan es paralela a aquella de Pedro, pero es una confesión cristológica en un sentido más amplio y más pleno. Jesús es la revelación venida del cielo. Como tal, la confesión de Marta, tiene el sentido plenario de aquella de Pedro, en Cesarea de Filipo, en los Evangelios sinópticos. Así Marta representa la fe apostólica plena de la comunidad de Juan, como Pedro representa la fe apostólica plena de la comunidad de Mateo. Ambos a partir de hechos objetivos de la vida de Cristo. Si nosotros queremos aplicar este texto a nuestra propia situación, debemos ser Marta que confiesa a Cristo, y al mismo tiempo Lázaro que es resucitado. En cuento a esta resurrección debemos poner atención en el hecho que Juan no intenta darnos ninguna información sobre la experiencia de Lázaro, tanto cuando estaba muerto, como después de su regreso a la vida. Lo único que importa es que volvió a la vida.

El texto de Ezequiel puede ayudarnos a aplicar este relato a nuestra existencia: “Yo pondré en ustedes mi Espíritu y ustedes vivirán de nuevo”. Nosotros hacemos experiencia de la muerte de muchos modos en el curso de nuestra existencia. La manera en que Lázaro sale del sepulcro, además de una costumbre de la época, es una expresión simbólica: “las manos y los pies atados con vendas y el rostro cubierto con un sudario” Y qué dice Jesús: “Desátenlo y déjenlo andar

Hay un bello poema del escritor inglés C. S. Lewis que tiene como título: “Till we have faces” algo así como hasta que tengamos rostro, hasta que no tengamos rostro, no podemos entrar en relación con Dios, o con los otros. Quizá hemos perdido hasta un cierto punto el sentido de nuestra identidad, de quienes somos, de quienes estamos llamados a ser. Nuestro rostro está cubierto por un sudario. Es una forma de muerte. Estamos en un tiempo especial, en el mundo, casi podríamos decir que está como detenido, por esta pandemia, es un momento para mirarnos a la cara y ver si tenemos un sudario. Este sudario puede ser la presunción de que Dios es superfluo, puede ser la máscara que nos hemos hecho para protegernos de los otros, o para mostrarnos distintos de lo que somos. Quizá es la máscara de nuestras ambiciones… tantas formas de muerte…Quizá hemos comenzado nuestro camino de fe llenos de ideales y de generosidad, después hemos perdido nuestras ilusiones y estamos desilusionados. Entonces, nuestros pies y nuestras manos están como atadas con vendas. Tenemos, entonces, necesidad de sentir la voz de Jesús que nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida”.

En este hecho de la vida de Jesús, con sus elementos teológicos, fruto de la inspiración bíblica, encontramos no sólo el coraje de vivir en plenitud la vida que nos fue dada, sino también la alegría de sentir al Señor que nos dice también a nosotros: “Desátenlo y déjenlo andar”.

Y ese andar puede ser muy fecundo. Hay junto a esta confesión de Jesús como Mesías, un aspecto antropológico que es muy fuerte: aparece un vínculo muy fuerte de Jesús con su Padre en relación a la amistad con Lázaro. Este vínculo de amistad, la participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los parientes y conocidos de Lázaro, se vincula, en todo el relato, con una continua e intensa relación con el Padre. Desde el principio, el suceso es interpretado por Jesús en relación con su propia identidad y misión y con la glorificación que lo espera. Al recibir la noticia de la enfermedad de Lázaro, de hecho, comenta: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11,4).También el anuncio de la muerte del amigo es acogido por Jesús con profundo dolor humano, pero siempre con una clara referencia a la relación con Dios y con la misión que Él le ha confiado. Dice: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Vayamos a verlo” (Jn 11, 14-15).

El momento de la oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es la conclusión natural de toda la historia, dado el doble registro de la amistad con Lázaro y la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van unidas. “Padre, te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11 41), es una eucaristía. La frase revela que Jesús no ha dejado ni siquiera un instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Esta oración continua ha reforzado, incluso, el vínculo con el amigo, y ha confirmado, al mismo tiempo, la decisión de Jesús de permanecer en comunión con la voluntad del Padre, con su plan de amor, en el que la enfermedad y la muerte de Lázaro son consideradas como momentos en los que se manifiesta la gloria de Dios.

En la catequesis del 11 de diciembre de 2011, el papa emérito, Benedicto XVI, relacionaba este pasaje y estos hechos con la oración de petición. Tantos fieles que casi exclusivamente usan la oración para pedir cosas. Esta relación de Jesús con el Padre y sus amigos, es importante que también la volquemos en la manera de orar, para relacionarnos de verdad con Dios. También encuentro providencial estas palabras de 2011 para entender bien la oración que estamos llamados a hacer y que venimos haciendo con nuestro Papa Francisco.

Decía Benedicto XVI: “cada uno de nosotros está llamado a comprender que, en la oración de petición al Señor, no debemos esperar un cumplimiento inmediato de lo que pedimos, de nuestra voluntad, sino confiarnos sobre todo a la voluntad del Padre, leyendo cada suceso en la perspectiva de su gloria, de su diseño de amor, a menudo misterioso para nuestros ojos. Por esto, en nuestra oración, la petición, la alabanza y la acción de gracias deberían darse unidas, incluso cuando parece que Dios no responda a nuestras esperanzas concretas. El abandonarse en el amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes fundamentales en nuestro diálogo con Dios”. Y concluía el santo Padre: «La oración que Jesús pronuncia mientras se retira la piedra que tapa la entrada de la tumba de Lázaro, tiene un resultado singular e inesperado. Él, de hecho, después de haber dado gracias a Dios Padre, añade: “Yo sé que siempre me escuchas, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42). Con su oración, Jesús quiere llevarnos a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y quiere mostrar que este Dios que tanto ha amado al hombre y al mundo, hasta el punto de mandar a su Hijo Unigénito (cfr Jn 3,16), es el Dios de la Vida, el Dios que lleva esperanza y es capaz de darle la vuelta a situaciones humanamente imposibles. La oración confiada de un creyente, por tanto, es un testimonio vivo de esta presencia de Dios en el mundo, de su interés en el hombre, de su acción para llevar a cabo su plan de salvación».

Jesús nos desata y nos devuelve el rostro, caminemos y comuniquémonos con Dios, el Padre, y con nuestros hermanos saliendo de nosotros mismos y descubriendo a Dios y toda nuestra realidad, la Virgen Madre así nos ayude, para que nuestra vida sea una confesión de que Jesús es el Mesías, en el único que tenemos que creer y apoyar nuestra vida, también en momentos en que las sombras se ciernen sobre nosotros.

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