La veneración a san Roque comenzó casi inmediatamente después de su muerte, sobre todo al experimentar los fieles su protección frente al temible flagelo de la peste. Los dominicos fueron los principales propagadores de esta devoción. El papa Urbano VIII confirmó su culto inmemorial en 1629, quedando fijado el día de su fiesta para el 16 de agosto. Poco a poco esta devoción se extendió por todos los lugares del orbe, no solo en Roma, sino también en Oriente y entre los pueblos eslavos y nórdicos. Numerosas cofradías se organizaban bajo su protección. Es patrono principal de numerosos pueblos y regiones del mundo.
“Cristo es la luz de los pueblos”, proclama el concilio Vaticano II y los santos son “luces cercanas”: “Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía”, dice Benedicto XVI.
San Roque supo ser una de estas luces, capaz de iluminar con el resplandor de Cristo las tinieblas del sufrimiento, del dolor, del miedo. Cada uno de nosotros está igualmente llamado a reflejar y a transmitir la luz del Señor, la luz de la fe.
Las bóvedas de las iglesias góticas y renacentistas se pintaban, a veces, de azul celeste y, sobre este fondo, se representaban estrellas. En una iglesia de Roma, dedicada al patrono de los orfebres, San Eligio, se puede leer una inscripción: “Oh, Dios, Tú nos das los astros, nosotros te dedicamos templos. Tú nos concedes generosamente las estrellas”.
En esta oración se le piden “estrellas” a Dios. Y estas estrellas son los santos, que con sus luces iluminan la noche de la historia para que no reine la total oscuridad: “Vosotros sois la luz del mundo”, nos dice Jesús, y añade: “tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo de un celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres” (Mt 5,15-16).
Veneramos a San Roque y, en general, veneramos a los santos porque, en ellos, Dios se hace presente para iluminar el mundo y acudimos a su intercesión porque son ya ciudadanos del cielo, más íntimamente unidos a Cristo. La reina de los santos es María, reina de los cielos y señora de los ángeles, la raíz y la puerta “que dio paso a nuestra luz”, como canta una bella antífona.
El cardenal san Juan Enrique Newman escribe en uno de sus discursos que los santos son los “silenciosos astros” que han pasado de alumbrarse con la antorcha de una caverna a contemplar la luz del día: “¡Qué transformación experimentan cuando comienzan a ver, con los ojos del alma y la intuición que trae consigo la gracia, la figura de Jesús, el Sol de Justicia, y el cielo en el que vive, y la brillante Estrella de la mañana que es su Madre bienaventurada, y la plácida Luna que representa a su Iglesia, y los silenciosos astros, que son los hombres santos en camino hacia el eterno reposo!”.
Guillermo Juan Morado.
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