Me gusta ver de nuevo viejas películas que casi he olvidado, aunque nunca del todo. A veces siento el antojo de repasar solo una escena, un diálogo, el gesto de un actor. Lo mismo me ocurre con algunas novelas que quizá leí demasiado pronto, cuando era adolescente, y nadie me advirtió que era preferible esperar a ser adulto para entenderlas del todo. Mejor que no lo hicieran, porque se habrían equivocado. Ahora las examino con especial fruición y, creedme, el placer es doble. Entro en esos relatos lentamente, línea a línea, paso a paso, y revivo cada episodio con más pasión que entonces.
Algo parecido me ocurre con los viejos libros de estudio. No me refiero sólo a los de teología. Ahora, por ejemplo, he vuelto al Derecho Romano gracias a los manuales que me prestó mi sobrina Susana, los mismos que utilicé hace sesenta años al empezar la carrera. Creo que fue la asignatura más larga y también la más difícil. Le dediqué más horas que a ninguna otra y logré a pulso mi primer sobresaliente. Sin embargo creo que no entendí gran cosa. Y es que aquellos dos tomos de Derecho Romano eran para juristas curtidos, no para alumnos de 17 años. Ahora, al releerlos, disfruto más que nunca y descubro con sorpresa que aún recuerdo los viejos aforismos de Ulpiano o de Paulo que tanto me hicieron sudar.
Releer es revivir; quizá también añorar. Pero la añoranza no siempre es mala. Es cierto que abre paso a la melancolía. ¿Y qué? La melancolía es sentir la alegría de estar un poco triste, y, al menos a mí, me mueve a dar gracias a Dios por todo lo que Él ha hecho en el pasado y continúa haciendo.
Vistas así las cosas, es fácil recomenzar releyendo la propia vida y volviendo una y otra vez al kilómetro cero del camino, cada día con un poco más de experiencia y siempre con mucha más esperanza.
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