Las manos
Al llegar a la Basílica de San Miguel aquella mañana los ordenandos conocíamos de memoria cada uno de los signos litúrgicos incluidos en la ceremonia. Habíamos estudiado a fondo el significado de cada palabra y cada movimiento, y nos disponíamos a vivirlos con la mayor devoción. Han pasado 50 años y no los he olvidado, pero, al escribir estas líneas, recuerdo especialmente la imposición de las manos y la solemne plegaria de la ordenación.
Presidía la ceremonia don José María García Lahiguera, Arzobispo de Valencia, que aún no había tomado posesión de su diócesis. Fue un obispo santo y ya está en marcha su proceso de canonización. Yo sentí sus manos sobre mi cabeza y note que las apoyaba con fuerza. Era el momento central, la culminación del rito. El Espíritu Santo pasaba a través de aquellas manos consagradas. Desde ese instante comenzaba a ser sacerdote.
¿Por qué quiere Dios utilizar las manos de un hombre para trasmitir su Gracia? La respuesta es evidente: Él ha creado el universo entero con sólo su palabra, y no precisa de ningún instrumento material para seguir gobernando el mundo, pero quiere contar con nosotros como contó con un puñado de barro para dar la vista a un ciego de nacimiento y con el borde de su manto para sanar a la hemorroísa. Así actúa el Señor. Él ata sus manos a nuestras manos, su lengua a nuestra lengua, y habla con nuestra voz mostrenca. Y sigue curando enfermos, resucitando muertos y dándonos cada día el alimento de su Cuerpo y su Sangre.
Estoy seguro de que aquella mañana volví a recordar la pregunta tan tonta que hice a San Josemaría: "¿Cree usted que yo valgo para esto?"
Nadie sirve para ser sacerdote. Por eso no hay oficio más humilde: Dios lo pone todo.
Publicar un comentario