Escribe Salvador Bernal: La convocatoria de las sucesivas asambleas ha dado lugar a importantes debates teológicos y pastorales, por la importancia y actualidad del tema central elegido para la consideración por los representantes de la Iglesia universal.
El Concilio Vaticano II creó la figura de los sínodos de obispos de la Iglesia universal. Hasta entonces, al menos en la Iglesia latina, esa institución se asociaba a las iglesias particulares. Si no recuerdo mal, el propio san Juan XXIII señaló, entre los objetivos de su pontificado, la celebración del sínodo de la diócesis de Roma.
Desde entonces, la convocatoria de las sucesivas asambleas en Roma ha dado lugar a importantes debates teológicos y pastorales, por la importancia y actualidad del tema central elegido para la consideración por los representantes de la Iglesia universal. Lo viví personalmente, como informador, en 1974, cuando se trató de la evangelización, en momentos de amplia difusión de teologías políticas y liberacionistas. Dio lugar a la famosa exhortación Evangelii nuntiandi de san Pablo VI. Recuerdo que el relator de la parte doctrinal de aquel sínodo fue el entonces cardenal arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, futuro papa, que dedicó especial esfuerzo a esa institución creada formalmente por su predecesor. Se convocaron, incluso, sínodos especiales para regiones concretas: de Europa a Oriente Medio.
De la profundización en los problemas reales, no siempre pacíficos, deriva que las discusiones no cesen después de la publicación de la acostumbrada exhortación pontificia postsinodal. Así sucede hoy, cuando la aplicación de la Amoris laetitia está dando lugar, no sólo a discusiones doctrinales, sino a criterios de aplicación diversos por parte de distintas conferencias episcopales.
Algo semejante sucede con el próximo sínodo. Se centra en dos cuestiones −aplicadas a una región concreta: Amazonia-, que no pueden considerarse cerradas, a mi juicio: la inculturación −fe y cultura− y la responsabilidad ante el cuidado de la creación −fe y ecología.
El Concilio Vaticano II dedicó en Gaudium et Spes el capítulo segundo de la segunda parte, sobre “algunos problemas más urgentes”, al fomento del progreso cultural. Pablo VI llegaría a decir, en la mencionada exhortación Evangelii nuntiandi, 20, que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo”. Pocos años después Juan Pablo II creaba el consejo pontificio de la cultura, con un lema tantas veces repetido: "Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida".
El punto de partida era siempre la fe en Cristo, que iluminaba las realidades humanas, sin sacralizarlas, es decir, respetando su autonomía, con libertad y pluralismo. Por eso, en la transmisión de la fe, tenía un especial papel la situación cultural de los diversos pueblos. Lo recordó Benedicto XVI en una audiencia, al evocar a los santos copatronos de Europa Cirilo y Metodio, como “un ejemplo clásico de lo que hoy se llama enculturación: cada pueblo debe calar en su propia cultura el mensaje revelado y expresar la verdad salvífica con su propio lenguaje”.
No se trata sólo de lenguaje, sino de comunicación humana en el sentido más amplio, de la apertura clásica a los trascendentales, que no excluye en modo alguno la novedad. El diálogo apostólico −espléndidamente tratado por Pablo VI en Ecclesiam suam− no es posible sin capacidad de escuchar, una idea reiterada por el papa Francisco. Y, en este sentido, es preciso atender a culturas que poco o nada tienen que ver con la nuestra: es el caso de tantos pueblos de África y Asia, y de la propia Amazonia. Como antes en Europa −lo señaló Jacques Maritain en uno de sus últimos libros, Le paysan de la Garonne−, pueden darse exageraciones que, en vez de iluminar las culturas con la luz de Cristo, oscurecen las conciencias. Ahí radica el gran reto de la inculturación, para los creyentes de las diversas regiones del mundo. Al cabo, la cultura es obra de la humanidad, creada ésta a imagen y semejanza de Dios, pero sin soluciones cerradas.
Lo resumió el Catecismo de la Iglesia, al describir cómo la misión de la Iglesia, dentro de su catolicidad, se engrana en procesos positivos de inculturación, para “encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos” (nº 854), tal como sucedió desde los comienzos del cristianismo a través de los signos y símbolos propios de toda celebración sacramental (cf nº 1145 ss). En cierto modo, se puede aplicar a las diversas manifestaciones culturales el criterio que establece para las tradiciones litúrgicas, que corresponden al genio y a la cultura de los diferentes pueblos, y protegen adecuadamente lo que resulta inmutable por ser de institución divina (cf nº 1200 ss).
El caminar juntos, propio de la sinodalidad −“camino que Dios espera de la Iglesia en este tercer milenio”, en frase del papa Francisco−, no lleva necesariamente a soluciones cerradas o unívocas: la identificación con Cristo de los fieles no impide la diversidad y el pluralismo. Lo expresó sintéticamente Benedicto XVI en 2008, “la dimensión sinodal forma parte constitutiva de la Iglesia: consiste en converger todo pueblo y cultura para convertirse en una sola cosa en Cristo y caminar juntos tras aquel que dijo: ‘Yo soy el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14,6). De hecho, la palabra griega synodos, compuesta por la preposición syn −‘con’− y el sustantivo odos −‘camino’− sugiere la idea de ‘hacer camino juntos’, y es precisamente ésta la experiencia del pueblo de Dios en la historia de la salvación”.
Juan Ramón Domínguez Palacios
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