Hoy Madrid se ha despertado con aires de primavera. La temperatura ha bajado considerablemente y como es el último finde de julio, a las siete de la mañana las calles están desiertas. Los semáforos siguen con su rutina de siempre —verde, ámbar, rojo—, pero estoy a punto de saltármelos en plan libertario. No lo hago porque soy buen ciudadano y tiendo a respetar las leyes, pero, sobre todo, por miedo a los drones, que ahora nos vigilan desde lo alto como abejorros-espía y han sido habilitados por nuestras sabias autoridades para multarnos al menor descuido.
Mientras procuro embridar al Citroën para que no supere los límites de velocidad, me pregunto sin venderán en El Corte Inglés misiles anti-drones para defendernos de la permanente vigilancia del gran hermano. Y si los vendieran, ¿en qué sección estarían? ¿En bricolaje? ¿En deporte? Probablemente su sitio sería la sección de informática o, mejor aún, la de juguetes navideños.
Yo sé desde hace meses que es imposible dar un paseo por mi barrio sin estar enfocado permanentemente por dos o tres cámaras "de seguridad". Aquí ya no hay un solo punto ciego y, claro, no hay manera de delinquir. Supongo que debería sentirme feliz, protegido por el celo maternal de la Administración, pero uno, que es desconfiado por naturaleza y por experiencia, siente escalofríos a pesar de los calores del verano.
Después de celebrar la Santa Misa, tomo de nuevo el Citroën, pongo la radio y me entero de que el Atleti ha metido siete goles al Real Madrid en el primer derbi de la temporada. Dice una intrépida corresponsal que "el Madrid fue humillado por los colchoneros"; que "Simeone pasó por encima de Zidane"; que se trata de una "goleada histórica", de "un terremoto de enormes consecuencias"…
Confortado por la épica periodística, desvío unos metros mi ruta y paso por delante del Santiago Bernabéu para comprobar que las ondas del seísmo no han afectado a la estructura del mítico estadio y sigue en pie a pesar de todo.
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