Cuando Jesús nos reveló que Dios es Padre y que podemos invocarlo con ese título, dijo mucho más sobre cada uno de nosotros que sobre Dios. Ahora sabemos que ante todo somos hijos, y que ese Dios que habló desde la zarza ardiente y desde el trueno, ese Dios infinito, incomprehensible, inmutable, eterno y omnipotente, nos ama con la ternura de la madre más apasionada, cariñosa, cálida, indulgente, cercana.
Cuando Jesús nos llamó por primera vez "amigos", se puso en cuclillas para estar a nuestra altura; nosotros, al contrario, estiramos el cuello; porque la amistad iguala. Desde entonces sabemos que tenemos un Dios-Amigo que nos cuenta sus secretos y espera que nosotros hagamos lo mismo, porque Él es siempre leal, guarda nuestras confidencias y nunca niega un favor a quien lo solicita en nombre de la amistad.
Cuando Jesús nos reveló que su Espíritu tomaría posesión de nuestra alma y viviría para siempre allí escondido, con tal de que le abramos la puerta y no le expulsemos, comprendimos que somos como aquel personaje de la parábola que encontró un tesoro en el campo. El campo es nuestro corazón y Dios nuestro tesoro. Por eso lo custodiamos con siete candados; no podemos tolerar que el diablo lo arrebate.

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