Despacito y por la sombra




El terrorismo meteorológico hace estragos. Todos somos víctimas de de las calamidades climáticas que pronostican los medios para alegrarnos las mañanas de junio. En otros tiempos la prensa sólo nos decía que haría calor, porque es lo que toca en verano. Ahora en cambio, Internet, la radio, la tele y la vecina del sexto, nos aterrorizan a conciencia y nos instan a prepararnos física y psicológicamente para la batalla contra el calentamiento global.
—Despacito y por la sombra —me aconseja el portero de la finca—.
—Lo importante es hidratarse y no hacer deporte en las horas centrales del día —asegura un experto—.
—Mejor no oír las tertulias radiofónicas; uno se calienta demasiado —comenta otro—.
—No te agobies, amigo —me sugiere el búho desde su madriguera—. Fíjate en nosotras, las aves del cielo; no nos verás volar en mangas de camisa por mucho que apriete la canícula. Dios nuestro Señor nos ha dotado de una capa de plumas útil para todas las estaciones. En invierno, se ahuecan y crean una bolsa de aire caliente que protege del frío. Es nuestro edredón. En verano, en cambio, ceñimos el plumón al cuerpo y, como nuestra temperatura es de cuarenta grados, notamos un agradable fresquito.  
La sabiduría del búho es irritante. Yo me quedo con el consejo del portero y procuro moverme así, despacito y por la sombra.
Apenas he caminado quinientos metros cuando me asalta el primer mendigo —mendiga en este caso—. Se trata de una mujer joven empeñada en parecer vieja, que se cubre la cabeza con un pañuelo marrón oscuro y lleva un vestido negro de varias capas. Me llama "papa" y pide un euro "para comer". Mientras investigo en el fondo del bolsillo, se me ocurre preguntarle:
—¿De dónde eres?
—Bulgaria…
Trato de buscar en mi memoria algo urgente sobre Bulgaria y sólo me salen mis conocimientos de la avifauna de los Balcanes y el nombre de la Capital, Sofía. La mendiga dice llamarse Darina o algo por el estilo y, sí, nació en Sofía, pero siempre ha vivido en la costa, junto al Mar Negro con su esposo. Me cuenta que tiene dos hijos, pero se han quedado en Bulgaria.
—Mi marido quería matarme y yo he escapado.
No sé si creerla o no. Su locuacidad desquiciada y los gestos un tanto desmesurados revelan un desequilibrio mental innegable.
—¿No pasas calor con tanta ropa?
—Sí, calor; pero tengo que llevar cosas escondidas —responde en un susurro  mientras saca de las entretelas de la falda un icono de la Virgen, un pequeño crucifijo, un reloj, un puñado de monedas o medallas y algunos objetos más—. ¡Yo, cristiana!, grita.
Al ver mi cara de asombro me ofrece el icono a cambio de doscientos euros. Al fin se conforma con un euro y mi bendición. Mientras me alejo, despacito y por la sombra, veo que besa el icono una y otra vez. Yo la encomiendo al Señor y pienso que quizá podía haber hecho algo más.


12:40

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