Así se ha pronunciado el papa Francisco, con total rotundidad. Pero como no ha concretado a qué parte de la historia de la Iglesia Católica se refería, habrá que concluir que a toda, de principio a fin. Parece una descalificación sonora y sonada, hecha además públicamente y con publicidad.
Es cierto que, en esa historia, hay episodios que avergüenzan a cualquiera, porque aparecen, pues están, los pecados de los hijos de Dios en su Iglesia. Especialmento, lo de los últimos sesenta años, que han supuesto tal error y tal horror que todo un Cardenal, con valenía y dolor, no ha dudado en calificar el desaguisado con estas palabras: “todo es oscuro en la Iglesia”, y “estamos en la oscuridad del Viernes Santo”. Como denuncia no está nada mal. Lo peor es que es totalmente cierto.
Pero vamos a la historia de la Iglesia Católica que ha dado mártires, confesores, doctores, obispos, laicos, sacerdotes, religosos y papas… santos hasta decir basta. Y no creo que debamos olvidarlos, ni tacharlos, aunque esa sea la tentación fácil; además, se ha caído en ella de un modo tan absoluto como absurdo: porque no había ningún motivo.
Y voy a escribir un ejemplo, de los millones que se podrían aportar, de lo que es una Iglesia Católica Viva, Viviente y Vivificante: centrada en Cristo, como su Fundador y su Fundamento, sin el que no hay Iglesia que valga, porque no lo es. Pero que, sin Jerarquía -y sin fieles también- que lo sea de verdad, tampoco puede subsistir: el Señor ha querido necesitarnos…, sin necesitar objetivamente a nadie.
“Queridísimo hermano, he leído las cartas que me has enviado (…), llenas de afecto fraternal, de disciplina eclesiástica y de vigor episcopal. En ellas me informas de que habéis excomulgado en Roma a Felicísimo [cismático, ladrón y adúltero, violador de vírgenes], enemigo de Cristo, no de ahora, sino excomulgado hace ya tiempo por sus muchos y gravísimos delitos. Había sido condenado no solo por mí, sino también por muchos de mis colegas. (…)
Pero, por otra parte, hermano, la lectura de otra carta que adjutaste a la primera, me ha dejado un poco perplejo, porque por ella observo que te has dejado impresionar algo por las amenazas e intimidaciones de los que han llegado hasta ahí, porque se han atrevido, según escribes, a amenazarte con furia desesperada con que, si no admitías la carta que habían traído, la leerían públicamente y dirían de mí muchas cosas vergonzosas e infames, dignas de su boca.
Si las cosas son así, querídiísimo hermano, si se tiene miedo de la audacia de gente malvada y si los perversos pueden obtener con furiosas y desesperadas amenazas lo que no pueden alcanzar con el derecho y la justicia, se acabó la fuerza del episcopado y la sublime y divina potestad de gobernar la Iglesia, y los cristianos ya no podremos seguir existiendo por más tiempo, si se llega hasta el extremo de temer las amenazas o las insidias de hombres perversos. En efecto, también los gentiles y los judíos nos amenazan; los herejes y todos los que tienen al diablo en su corazón y en su alma expresan su rabia cada día con gritos de furia. No debemos ceder porque nos amenacen; de lo contrario significaría que el adversario y el enemigo son más grandes que Cristo por el hecho de atribuirse y tomarse tanta potestad en este mundo.
Queridísimo hermano, hemos de mantener la fortaleza inconmovible de la Fe. El valor de permanecer firmes e inalterables y oponerse a todos los ataques y golpes de las olas rugientes con la fuerza y la solidez de una roca. No importa de dónde le venga al obispo la amenaza o el peligro, porque él vive expuesto a las amenazas y peligros, y de estas amenazas y peligros procede su gloria. No debemos, en efecto, pensar o tener en cuenta las amenazas de los gentiles o de los judíos, pues vemos que el mismo Señor fue arrestado por los hermanos y traicionado por aquel que Él mismo había escogido para ser uno de sus Apóstoles. (…) También en el Evangelio leemos que está predicho que los de la propia familia serían nuestros mayores enemigos y que los que más unidos estuvieron por un vínculo de amistad se entregarían unos a otros. No importa quién es el que entrega o persigue, cuando es Dios quien permite que seamos entregados para recibir su corona. No es para nosotros ninguna vergüenza sufrir de los hermanos lo mismo que ha sufrido Cristo, y no es una gloria para ellos hacer lo mismo que Judas. ¡Qué soberbia, qué jactancia más hinchada, orgullosa y vana, la de los que amenazan a un ausente ante tí, cuando me tienen aquí en persona a su disposición! No temamos sus injurias, con las que se despedezan diariamente ellos mismos y sus propias vidas. No nos asustan sus varas, las piedras y espadas que lanzan con palabras parricidas. Por lo que respecta a ellos ya son homicidas ante Dios. Pero no pueden matar si Dios no se lo permite. Y aunque debemos morir una sola vez, ellos nos matan diariamente con su odio, sus palabras y delitos.
Pero no por esto, queridísimo hermano, hay motivo para abandonar la disciplina eclesiástica o rebajar nuestra firmeza en el ejercicio de nuestra autoridad episcopal, porque se nos ataque con insultos o se nos perturbe con intimidaciones. (…)
La vanagloria, el orgullo, la jactancia arrogante y altiva no provienen de la enseñanza de Cristo, que enseña la humildad, sino del anticristo, al cual el Señor reprende por medio del profeta (…). Así cada uno se da a conocer a través de su propio lenguaje, y pone de manifiesto hablando si en su corazón posee a Cristo o, más bien, al anticristo, tal como dice el Señor en su Evangelio. (…)
Si la comunidad de hermanos obedeciera según la enseñanza divina, ninguno, después del sufragio del pueblo y la aprobación de los obispos se atevería a ser juez no de los obispos, sino de Dios. Ninguno rasgaría a la Iglesia de Cristo rompiendo la unidad; ninguno, creyéndose algo y lleno de soberbia, crearía fuera de la Iglesia una nueva herejía, a no ser que sea un temerario tan sacrílego y un alma tan ruín que piense que puede llegar a ser obispo sin el juicio del Señor (…).
Queridísimo hermano, el hecho de que al final de los tiempos algunos soberbios y obstinados, enemigos de los sacerdotes de Dios, se separen de la Iglesia o actúen contra Ella, no debe impresionar a ninguno de los que tienen Fe, son fieles al Evangelio y custodian lo que el Apóstol nos ha ordenado; hemos sido puestos en guardia tanto por el Señor como por los apóstoles, que con anterioridad nos predijeron que existirían tales individuos.Y ninguno debe maravillarse de que el siervo, que ha sido puesto al frente, se vea abandonado por algunos, cuando el mismo Señor, que obraba las mayores maravillas y mostraba el poder de Dios Padre por el testimonio de sus obras, fua abandonado por sus mismos discípulos. (…) los que se alejan de Cristo perecen por su propia culpa y la Iglesia, que cree en Cristo y custodia las verdades que aprendió una vez, nunca se aparta para nada de Él. (…)
En cuanto a nosotros, hermano, es deber nuestro poner todo empeño para que nadie por nuestra culpa abandone la Iglesia. Pero si alguien se separa por voluntad propia y por sus delitos, y rechazara arrepentirse y volver a la Iglesia, nosotros, que hemos tratado de salvarlo, no seremos responsables en el día del Juicio. Solo aquellos que no han querido seguir nuestros consejos saludables serán castigados, no nosotros. No debemos siquiera dejarnos turbar por los insultos de los que ya se han perdido, para no correr el riesgo de alejarnos del camino justo y de las normas seguras. El Apóstol nos instruye con estas palabras: Si tratara de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo (Gal 1, 10). Es preciso elegir si se desea servir a los hombres o a Dios. Si se trata de agradar a los hombres, se ofende a Dios. Si, en cambio, buscamos con todas nuestras fuerzas complacerle solo a Él, debemos despreciar los ultrajes e insultos de los hombres.".
Es un fragmento de una carta del obispo de Cartago, Cipriano, al papa Cornelio, el verano de 252, en la espera de la persecución de Gallo, después de haber pasado ya una muy seria.
Así se trataban y fortalecían mútuamente los integrantes de la Jerarquía Católica, que tenían presente permanentemente -los que permanecían fieles a su vocación y misión- tres cosas: a Cristo, a la Iglesia, y a sus ovejas. Por estas tres cosas, los miembros fieles de la Jerarquía daban su vida materialmente: como Cristo, cuyo recuerdo estaba más vivo que nunca con las persecuciones: de hecho, era su referente inolvidable. ¡Olvidarlo era traicionarlo!
¡Es tan gratificante leer a estos santos mártires! ¡Cómo confirman en la Fe y en la Doctrina! Y eso que los tiempos no eran una broma: ¡te mataban por ser cristiano! Por otro lado, contrasta tantísimo con el terrorífico bajonazo de lo que ocurre hoy, incluída la poca altura de las palabras al uso en la Iglesia, por no citar su insulsez de contenido: es la nada escrita o hablada.
Y nada de esto, creo yo, avergüenza ni puede avergonzar, por cierto. ¡Al contrario!
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