México 1928; plena guerra cristera.
Miguel Sánchez del Río, joven de dieciséis años y ya alistado en las tropas de Cristo Rey contra el tiránico gobierno de Calles, irrumpe al terminar una misa clandestina en el sótano de una casa. Pide permiso al sacerdote para hablar y, concedido, recorre con la mirada aquellas caras de tantos años:
“— Será mejor que vaya al punto y no me ande con rodeos. He venido hasta aquí arriesgando mi vida para poder decirles a todos ustedes que Jesucristo los necesita, que necesita a los hombres de esta comunidad para que se unan a esta lucha armada en defensa de la fe.
Al escuchar aquellas palabras de Miguel, el sacerdote se levanta de forma apresurada y le llama la atención.
—¡Miguel! no creo que sea ni el lugar, ni el momento para que vengas con esas peticiones. Acabamos justamente de ofrecer la Santa Misa por las almas de los dos desdichados que se encuentran pendiendo del árbol de la plaza ¿y tú vienes a pedir hombres para la guerrilla?
—Padre… —responde Miguel con respeto— las almas de los dos hombres de la plaza seguramente ya están en el Cielo, pero ¿qué podríamos decir de las almas de cada uno de nosotros que nos encontramos aquí todavía? Almas llenas de miedo que se achican tan solo de pensar en tener que salir a luchar por la Iglesia de Jesucristo. Almas que se encogen por el miedo en lugar de crecer con la fe.
Un hombre vestido de negro acompañado de su familia se levanta molesto por la insinuación de Miguel.
-¡Mira, muchacho! ¡La Iglesia nunca nos ha pedido tomar las armas!…
—Es verdad, señor, la Iglesia nunca nos ha pedido tomar las armas, tiene usted razón… pero hasta donde yo sé, la Iglesia siempre ha llamado a sus fieles a defender la fe. Ahora dígame usted, señor, ¿de qué forma la está defendiendo usted? — después de las palabras de Miguel, se escucha un ligero murmullo y el hombre de negro sin tener las palabras para contestar toma asiento nuevamente.
Don Arturo, hombre rico y respetado por todos en el pueblo, se levanta y toma la palabra.
—Mira, muchacho, ¡los colgados de la plaza bien podríamos ser cualquiera de nosotros! y contestando a lo que nos estás pidiendo, pienso que aunque todos los que nos encontramos en esta bodega tomáramos las armas, ¡jamás podríamos derrotar al Gobierno!
—Tal vez no, don Arturo… —contesta Miguel— pero no se olvide de una cosa, estamos luchando por Dios y nunca debiéramos dudar de su poder.
—¡No, muchacho! no estoy dudando del poder de Dios, simplemente no creo que Dios nos pida que dejemos nuestras familias para perder la vida en una lucha que no podemos ganar —don Arturo toma asiento satisfecho apretando la mano de su mujer.
—Perdóneme, don Arturo, —interviene María— dar la vida por Dios no es perderla, como usted lo afirma, ¡es ganarla! —se hace un silencio ante la intervención de María quien después de unos segundo continúa— ¿cuántas veces hemos escuchado y hemos afirmado cada uno de nosotros que tenemos que amar a Dios sobre todas las cosas? Usted mismo, padre, cuántas veces nos ha predicado que la venida de Jesús a la tierra no fue para traer la paz, sino la guerra y precisamente ahora, cuando más nos necesita ¿todo quedará en palabras? ¿Esta es la clase de hombres y mujeres que deseamos ser? — María se da cuenta de que los presentes evitaban su mirada y continúa. — Tres de mis hijos luchan en las montañas gritando: ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! ¿y saben por qué…? porque sus voces rompen el silencio que nosotros ahogamos, en nuestras gargantas. ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar para tener el valor y darle una respuesta coherente y comprometida a Dios? —la gente sabía que las palabras de María tenían el peso de una madre con tres hijos luchando por Jesucristo en una guerra, por tal motivo, cada una de esas palabras penetraba como una daga en el corazón de los presentes.
Miguel se acerca a su madre y la abraza para dirigirse con ella hacia la puerta. De pronto se escucha la voz de un joven que se pone de pie.
—Voy contigo, Miguel…
Otro señor sentado en la parte de atrás de la asamblea se levanta y ante la oposición de su esposa, quien intentaba detenerlo, dice:
—¡Apúntame a mí también, muchacho!…
Y uno a uno, incluyendo al hombre de negro y a don Arturo, se fueron poniendo de pie”[1].
* * *
La novela histórica siempre ha sido un modo excelente de allegarse a la realidad de los hechos pasados; pues al ser narrado, “contado”, nos llega más rápida y profundamente al corazón. Y si poseen una base documental seriamente utilizada, pues mejor.
El texto que antecede a estas líneas es uno de ellos y corresponde al pequeño libro de Antonio Peláez (Mirando al Cielo, Talitakum, Buenos Aires 2019, 178 pp.) que nos fuera obsequiado por la novel editorial que lo publicó.
Versa acerca de la vida obra y martirio de San José Sánchez del Río, el joven cristero mexicano asesinado inicuamente allá por 1928, cuando México padecía esa tremenda guerra fratricida, hoy silenciada. El libro, basado en las actas del proceso canónico que llevó a “Joselito” a la gloria de los altares es una delicia de lectura; ameno, sencillo y con gran rigor histórico y doctrinal, a pesar de ser una novela, resulta ser la base de una película que, en breve, saldrá a la luz con homónimo título (pueden verse los avances aquí).
El texto se lee de un tirón, como quien dice, y narra los años de aventura en que los tres hermanos Sánchez del Río se unen a la Guardia Nacional, las tropas cristeras, con el fin de defender la Fe que habían recibido de sus padres a partir de la confesión que Rafael Picazo, padrino del mártir, hizo antes de morir, arrepentido y con los sacramentos, por haber mandado a matar a José, luego de torturarlo a golpes y desollarle las plantas de los pies haciéndolo caminar hasta su propia tumba.
Una historia en la que no falta el amor, el heroísmo y las virtudes cristianas.
Dios quiera que muchos puedan leer este trabajo, altamente recomendable para jóvenes y adultos que desean ver cómo, en otros tiempos, los católicos daban la vida por Cristo.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
[1] Antonio Peláez, Mirando al Cielo, Talitakum, Buenos Aires 2019, 86-88.
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