Lecturas del Domingo 26º del Tiempo Ordinario – Ciclo A
Primera lectura
Así dice el Señor: «Comentáis: “No es justo el proceder del Señor”. Escuchad, casa de Israel: ¿es injusto mi proceder?, ¿o no es vuestro proceder el que es injusto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá.»
Palabra de Dios
Salmo
R/. Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna
Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador,
y todo el día te estoy esperando. R/.
Recuerda, Señor,
que tu ternura y tu misericordia son eternas;
no te acuerdes de los pecados
ni de las maldades de mi juventud;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor. R/.
El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud,
enseña su camino a los humildes. R/.
Segunda lectura
Palabra de Dios
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Mateo (21,28-32):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.” Él le contestó: “No quiero.” Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor.” Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?»
Contestaron: «El primero.»
Jesús les dijo: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.»
Palabra del Señor
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Homilía para el XXVI domingo durante el año A
Para Dios, la gente no está dividida en dos categorías: los buenos y los malos. Para Él, todos somos hijos e hijas, todos somos pecadores, en camino, siempre capaces de caer de nuevo, pero también siempre llamados a una nueva conversión y entonces capaces también de ella.
En la sociedad en la que Jesús vivía, los “pecadores” no eran solamente algunas personas que habían cometido cualquier pecado grave. Era una clase social. En realidad eran proscriptos. Aquel que por una razón u otra, se había desviado de la ley y de las costumbres tradicionales de la clase media (que estaba constituida por las personas educadas y virtuosas, los escribas y fariseos) era apartado a una clase inferior. Los pecadores eran una clase social bien definida, la misma clase social de los pobres en el sentido amplio de la palabra.
Esta clase incluía a todos aquellos que tenían una profesión inmoral o impura: las prostitutas (en sentido estricto no es una profesión, se asimila porque se usa para ganarse la vida), los recolectores de impuestos y los usureros. Incluía también a todos los que no pagan el diezmo a los sacerdotes y aquellos que no eran diligentes con el descanso del sábado y la pureza ritual. Las leyes y las costumbres en estas materias eran complicadas, tanto que las personas sin instrucción estaban incapacitadas de entender lo que se esperaba de ellos. Los ignorantes, sin instrucción, eran inevitablemente sin ley e inmorales, considerados por los Fariseos como pecadores, por lo que un fariseo no se podía juntar con los ignorantes.
Era casi imposible salir de esta situación. Teóricamente, por ejemplo, la prostituta podía ser purificada, pero a través de un elaborado proceso de penitencia, de purificación y de expiación. Pero esto costaba mucho dinero y evidentemente no podía usar el dinero que ganaba con su oficio. Igualmente de los recaudadores de impuestos, se esperaba que renunciasen a su oficio y que restituyeran todo, lo cobrado de más, sumando una quinta parte a todas las personas que habían defraudado. La persona sin instrucción debía pasar a través de un largo proceso de enseñanza antes que pudiese ser considerada purificada. Concretamente ser un pecador era el destino de ciertas personas. Algunos estaban destinados a esta inferioridad por el destino o por Dios, según la mentalidad de la época. En este sentido los pecadores eran prisioneros. Se les quitaba toda forma de respetabilidad en una sociedad muy preocupada por las clases.
¿Qué hacía Jesús? Se mezclaba con los pecadores y así restablecía su respetabilidad. Hacía esfuerzos por mezclarse socialmente con los recaudadores de impuestos y las prostitutas. Comía con ellos. Y cada vez que manifestaban la más mínima apertura de corazón, Jesús les decía que sus pecados le son perdonados. La palabra griega perdonar significa remitir, desatar, liberar. Perdonar a alguien es librarlo de la dominación de su historia pasada. Cuando Dios perdona, Él ignora el pasado de la persona a la que perdona, y suprime las consecuencias presentes o futuras de las transgresiones, en orden a la culpa (la pena no siempre, si uno mató y está preso, esa consecuencia no la suprime). Pero lo importante es que el perdón es de presente y mira al futuro. ¡No peques más, empieza una vida nueva, te solté, no te ates de nuevo!
Los gestos de amistad de Jesús hacia estas personas manifiestan claramente lo que tenía en la mente. Ignoraba, no tenía en cuenta, el pasado de estas personas. Las consideraba eso mismo: personas que no tenían más deudas con Dios, y que, por eso no merecían más ser rechazadas o castigadas. Estaban perdonadas, para que ese perdón les cambie la vida.
No solamente con las palabras del Evangelio de hoy, sino también con su comportamiento general Jesús proclama que alguien que dice “no” a Dios es capaz con la gracia de Él, de transformar ese “no” en un “si”, mientras que alguno que al momento dice “si”, o que piensa hacerlo, no debe gloriarse, porque este “si” es todavía más frágil cuando se es soberbio.
Mucha gente dice sí siempre, en cualquier circunstancia y en todas partes. Y todo termina ahí.
Una obediencia aparatosa con frecuencia es “sospechosa”. Surge la duda legítima de si no es un recurso sutil para esquivar las tareas más ingratas. Decir todo sí para agradar y en definitiva para no cargar con las consecuencias de una mala elección de otro.
Se proclama a voces la propia fidelidad, y se condenan duramente las infidelidades ajenas (con frecuencia solamente verbales), para ganar una zona franca, un camino de huida, donde al resguardo de palabras solemnes, se conceden todas las evasiones, se cultiva lo que agrada.
Al Padre, después de la confusión de muchos ‘sí’ que son no, y ‘no’ que son sí, le gusta escuchar el silencio de un hijo plenamente obediente (ob-audire = escuchar) y apreciar el ruido de los pasos (en dirección a la viña no a la plaza), y se fía del rumor de la pala que hunde el hierro en el terreno.
Hacen falta palabras para hacer saber que “no quiero”, pero basta mi espalda doblada para informar que un hijo ha dejado pasar de la boca al corazón la voluntad del Padre.
El domingo pasado decíamos que Pablo se encontraba con la comunidad de Filipos como con amigos, por eso estaba gozoso.
Como se desprende de la segunda lectura Pablo no sueña una comunidad ideal, desbordante de fe, esperanza y amor. Se conforma con que en la Iglesia de Filipos haya al menos un “poco” de fe, de esperanza y amor. Un poco de concordia. Un poco de decencia. Con tal de que ese “poco” sea verdadero.
Exige a sus parroquianos de Filipos que sean al menos “un poco” cristianos. Pero que, en relación a ese “poco”, lo sean de verdad. Entonces se percibe el mensaje del Evangelio del domingo pasado: los que trabajaron todo el día deben estar más contentos, que el que trabajó una hora, y no quejarse porque estos trabajando menos recibieron lo mismo.
A veces basta el “poco” para distinguir a la Iglesia de los otros grupos humanos. Si ese “poco” existe se tiene que ver. Y muestra que Jesús salva al hombre porque toca la comunidad.
Sí, ese Cristo que ha emprendido una carrera descendente de expoliación, de no prestigio, de humillación, de entrega, de servicio, de pérdida de sí mismo, y que ahora, después de haber tocado el punto límite de abajamiento, ha sido exaltado por Dios y ha recibido de Él el nombre-sobre-todo-nombre.
A pesar de las declaraciones solemnes que parecen afirmar lo contrario, a la Iglesia le bastan “pocas cosas” para que sea lo que está llamada a ser y se distinga de los otros. Pero esas “pocas cosas” tienen que ser distintas de los discursos y las proclamas, tiene que ser un sí, una conversión que muestre el sentido de mi vida.
Mil palabras, centenares de documentos o declaraciones solemnes no hacen un sí. También porque el sí no es una palabra. Es la vida vivida a la luz de Dios.
Que María, nuestra Madre, Virgen del Sí, nos enseñe a pronunciarlo con nuestra vida.
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