(589) Coronavirus y Obispos - Prudencia y consejo

–Sospecho que está usted queriendo decir algo sobre la pastoral del coronavirus.

–La sospecha fácilmente se degrada en suspicacia. Pero otras veces acierta, como ahora en su caso.

Quiero decir algo, efectivamente, sobre los comentarios negativos que con lamentable frecuencia obstaculizan las normas que dan los Obispos en el ámbito eclesial de sus Diócesis sobre la pastoral en relación con el coronavirus.

Ataques de los «buenos» contra los Obispos con ocasión de la pandemia

Son «buenos» cristianos: rezan, incluso rezan en familia, van a Misa, evitan la anticoncepción, cuidan mucho la educación de sus hijos, conocen y reconocen el pudor y la castidad, tienen celo apostólico, llevan una vida económica sobria, son generosos con los pobres, tienen celo apostólico, etc. Son buenos. Pero cargan con cierta frecuencia contra los Obispos, y a veces en público, como en el caso de las normas dadas por ellos sobre el coronavirus, y sin que la conciencia les reproche nada. «No saben lo que hacen».

Otros cristianos «buenos-buenos» no caen en ese agujero.

–Algunos ejemplos

*Un grupo en su revista. «Sin emitir juicios temerarios, la realidad es que hoy muchos fieles de buena voluntad están siendo escandalizados por algunas disposiciones de los Obispos que, excediendo la prudencia debida ante las autoridades sanitarias y civiles, impiden» etc…

Es un juicio temerario muy grave. ¿Quién son ellos para «juzgar» las disposiciones de quienes Dios les ha dado como guías, y para declararlos públicamente imprudentes y escandalosos? Y esto aunque sean muchos los Obispos y las Conferencias Episcopales que coinciden más o menos en las mismas disposiciones.

Y sin embargo piensan que hacen bien, que salen a favor de la verdad, de la Eucaristía y de los sacramentos. ¡Qué barbaridad! Y que son los otros los que están errados, «hombres de poca fe», que ven «la Misa como algo secundario», «que valoran más la salvación del cuerpo que la salvación del alma», que «piensan como los hombres, no como Dios»… Así lo piensan y así lo dicen.

Los fieles deben distinguir las enseñanzas doctrinales falsas de las disposiciones pastorales prudenciales, que de suyo siempre son discutibles. Aquéllas deben ser resistidas; éstas deben ser obedecidas, como veremos más adelante.

*Un alma de Dios. «Algunas de las medidas que están tomando ciertos Obispos para controlar la epidemia en el ámbito de la Iglesia resultan entre ridículas unas, patéticas otras, lamentables muchas de ellas y vergonzosas la mayoría».

Sin comentario.

*Un devoto de la Virgen de Lourdes. «Cerrar las piscinas en el Santuario es vergonzoso. Todo esto demuestra una vez más la falta de fe de una parte de la mismísima jerarquía de la Iglesia: no creen en la apariciones de la Virgen, ni en el carácter milagroso y curativo de las aguas de Lourdes, ni en nada de nada».

Las Autoridades religiosas del Santuario de Lourdes, después de mucho rezarlo y consultarlo, deciden cerrar las piscinas porque ven imposible guardar en ellas las normas sanitarias civiles impuestas a toda la nación. Un «buen» devoto de Lourdes, que quizá vive a 4.000 a 10.000 kilómetros del Santuario interpreta la decisión como ustedes han visto. Y como opina con absoluta firmeza que su discernimiento personal es el verdadero, y que por tanto, obviamente, es falso el de eclesiásticos y religiosos que rigen el Santuario, así lo proclama urbi et orbi en un medio público de bastantes lectores.

Celo amargo

San Pío X, en su primera encíclica, E Supremi Apostolatus (1903) advertía a sus hermanos Obispos: «Nada es más eficaz que la caridad. Pues el Señor no está en la agitación. Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo “arguye, exige, increpa”, pero añadía, “con toda paciencia” (1Tim 4,2)» (n. 13).

Celo amargo, escaso de humildad y de caridad. También los laicos reciben esa misma exhortación.

Pero busquemos más: ¿De dónde les viene a estos «buenos» cristianos esa falta de respeto hacia sus Obispos, que se expresa públicamente, y a veces con tanta rabia y atrevimiento? Que se dé en los «malos» no nos extraña nada: lo llevan en su ADN. ¿Pero en los «buenos»?

Tradicionalistas cristianos afectados de liberalismo

Ya lo vimos en (587), La obediencia cristiana a las Autoridades civiles. Mientras estuvo vivo en el pueblo cristiano el convencimiento de que «el poder viene de Dios», la obediencia cívica de los cristianos era puesta de modelo por sus apologistas. Lo recuerda León XIII:

«Los antiguos cristianos nos dejaron brillantes enseñanzas, pues siendo atormentados injusta y cruelmente por los emperadores paganos, jamás dejaron de conducirse con obediencia y con sumisión, en tales términos que parecía claramente que iban como a porfía los emperadores en la crueldad y los cristianos en la obediencia» (1881, enc. Diuturnum illud 14).

Pero cuando la Ilustración, a través del Liberalismo, hizo dogma social de que «el poder no viene de Dios, sino de los hombres» («no queremos que él reine sobre nosotros»; Lc 19,14), se produjo una debilitación sistemática de la obediencia cívica. Sigue León XIII:

«Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y toda su fuerza… Las consecuencias de la llamada Reforma comprueban este hecho. Sus jefes y colaboradores socavaron con la piqueta de las nuevas doctrinas los cimientos de la autoridad civil y de la sociedad eclesiástica, y provocaron repentinos alborotos y osadas rebeliones, principalmente en Alemania… Hay que reconocer que la severidad de las leyes resultará infructuosa mientras los hombres no actúen movidos por el estímulo del deber y por la saludable inluencia del temor de Dios» (17-18).

De tal modo la mentalidad liberal ha invadido el mundo, el Occidente post-cristiano sobre todo, que social y culturalmente la rebeldía, la desobediencia tiene mucho más prestigio que la obediencia. Y el menosprecio bien ganado de las autoridades civiles sin-Dios, ha infectado incluso a muchos cristianos respecto a sus Obispos. Por supuesto a los modernistas apóstatas, desde su principio. Pero incluso desde hace unos decenios también afecta a ciertos grupos tradicionales, menospreciadores de los Obispos, que se permiten agraviarlos grave y públicamente cuando sus disposiciones prudenciales contrarían a sus opiniones. Sus ataques son tan fuertes y frecuentes, que colaboran a difundir en el pueblo cristiano una actitud habitualmente crítica sobre las Autoridades de la Iglesia, que puede ser fecundo cuando se dan o permiten ofensas eclesiásticas contra la doctrina de la fe, pero que es nefasto cuando se extiende a disposiciones prudenciales perfectamente lícitas, como las referentes al coronavirus, aunque sólo Dios sabe en qué medida son convenientes.

* * *

Tal como está el patio, va a ser necesario que recordemos la doctrina católica sobre la virtud de la prudencia y el don de consejo. Si hace medio siglo no se predica sobre el pudor y la castidad, es necesario que estas virtudes estén muy débiles, y que sean muchos los pecados contra ellas, sin mayor conciencia de los fieles. Algo parecido ocurre con la prudencia y el consejo: si hace tanto tiempo no se predican, es normal que hoy abunde la imprudencia en la Iglesia, tanto en los pastores como en los fieles.

De La virtud de la prudencia ya hablé hace ocho años en este blog (197,5), y también del don de consejo en un librito de la Fundación GRATIS DATE, Los dones del Espíritu Santo, capítulo 3. Recuerdo aquí ahora algunas verdades allí tratadas que conviene hoy tener presente en la crisis del coronavirus.

Vamos por partes, tomen aliento y síganme sin relajarse.

–Virtudes, al modo humano, y dones del Espíritu Santo, al modo divino

El hombre renovado por la gracia divina, piensa, quiere y actúa según Dios, por obra del Espíritu Santo, por medio de las virtudes (virtus: fuerza) y de los dones, que son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma.

*Las virtudes nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu Santo «al modo humano». El acto virtuoso nace de Dios, como causa principal primera, y del hombre, como causa principal segunda. Por eso mismo, al ser infundidas las virtudes en la estructura psicológica natural del hombre, no pueden lograr por sí mismas el perfecto ejercicio de la vida sobrenatural. Podemos mostrarlo con dos ejemplos:

La oración, en régimen de virtudes, es discursiva y laboriosa, con mediación de muchas imágenes, conceptos y palabras, y en su ejercicio depende en buena parte del estado concreto psicosomático. Y la acción –por ejemplo, el perdón de una ofensa– es lenta e imperfecta, exige un tiempo de motivación en la fe, una acomodación gradual de las pasiones afectadas a lo que la caridad impera… Según esto, tanto la oración como los actos virtuosos de la vida ordinaria, son realmente vida sobrenatural, son participación en la vida del Espíritu, pero imperfecta, con las limitaciones inherentes «al modo humano».

*Los dones del Espíritu Santo, en cambio, nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu «al modo divino». Por tanto, el acto donal nace de Dios, causa principal primera, y del hombre, causa instrumental, causa libre, sin duda, pero solamente instrumental del efecto producido por el Espíritu Santo. Por eso el don del Espíritu Santo –por ejemplo, el don de consejo– perfecciona el ejercicio de la virtud –p. ej., de la prudencia–.

En el crecimiento espiritual del cristiano, si es principiante, actúan virtudes y dones, pero sobre todo las virtudes, y los dones solamente en ciertos momentos. Pero a medida que va creciendo en la vida de la gracia, se va realizando una transición de la ascética, que es al modo humano, a la mística, que es el modo divino, en el que ya prevalece el ejercicio de los dones del Espíritu Santo. (cf. Santo Tomás, Sent. 3 dist.34, q.1, a.1).

Como vemos, esta actividad donal es la única que lleva al cristiano a la perfecta santidad. Es decir, sólo bajo el predominio habitual de los dones del Espíritu Santo –en la vida mística– puede el cristiano ser «perfecto como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Así lo enseña San Pablo cuando dice que «los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los [perfectos] hijos de Dios» (Rm 8,14). Veámoslo con los mismos dos ejemplos:

La oración, por los dones del Espíritu, se verá elevada a formas quietas y contemplativas, de inefable sencillez, en las que el orante no hace nada por sí mismo, es decir, en formas que transcienden ampliamente los modos naturales del entendimiento, modos naturales, laboriosos, fatigosos. Y la acción –por ejemplo, un perdón– ya no requiere ahora, bajo el régimen predominante de los dones, tiempo, reflexión, acumulación lenta de motivos, apaciguamiento gradual de las pasiones contrarias, sino que se producirá de un modo rápido y perfecto, por simple impulso divino, bajo la inmediata acción del Espíritu Santo, esto es, «al modo divino».

–Las virtudes morales

Las virtudes morales sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios. Las virtudes morales, por tanto, no tienen por objeto inmediato al mismo Dios (fin), como lo tienen las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad–, sino al bien honesto (medio), que conduce a Dios y que de él procede, pero que es distinto de Dios.

Las virtudes morales principales son cuatro, y se dicen cardinales (de cardo-cardinis, gozne de la puerta). En efecto, «la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, son las virtudes más provechas para los hombres en la vida» (Sab 8,7; cf. STh II-II,47-170). Ellas regulan el ejercicio de todas las demás virtudes.

–La virtud de la prudencia

La prudencia es una virtud que Dios infunde en el entendimiento para que, a la luz de la fe, la persona discierna en cada caso concreto qué debe hacer u omitir, ordenando siempre su decisión al fin último sobrenatural. Ella elige los medios mejores para un fin. Es la más preciosa de todas las virtudes morales, ya que debe guiar el ejercicio de todas ellas, incluso la actividad concreta de las virtudes teologales. Hasta la caridad, la reina indiscutible de todas las virtudes, ha de sujetarse en su ejercicio concreto a la prudencia. Un acto de caridad ejercido contra la prudencia no sería un acto de caridad, sino un impulso natural presuntamente benéfico, una caridad falsificada, y a veces sería simplemente un pecado.

Cristo nos quiere «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16). Y San Pablo: «Esto pido en mi oración, que vuestra caridad crezca en conocimiento y en toda discreción, para que sepáis discernir lo mejor» (Flp 1,9-10). Los espirituales antiguos apreciaban mucho la diácrisis, ese discernimiento espiritual certero, que permite al cristiano guiarse a sí mismo y aconsejar bien a otros.

El imprudente

El que carece de prudencia o la tiene débil yerra con frecuencia en su camino: no se conoce, no aprecia con verdad, por de más o por de menos, sus posibilidades reales; distorsiona la realidad en su mente, confundiéndola con sus preferencias o manías; lleva su juicio más allá de su información y conocimiento; decide, aconseja y habla de lo que no sabe; es precipitado y atrevido, o perezoso y tímido; actúa con prisa o con excesiva lentitud, antes de tiempo o cuando ya es tarde; es obstinado en sus juicios, o demasiado crédulo e influenciable (Ef 4,14), pues no distingue los espíritus (1Jn 4,1). No es apenas consciente de sus yerros, y ve su voluntad propia como si fuera la voluntad de Dios.

Los sacerdotes observamos que casi ningún penitente se acusa de haber ofendido a Dios y al prójimo con el pecado de la imprudencia. Es la predicación, la que estimula el arrepentimiento. Pero como la prudencia no se predica, no se valora y por eso hace imposible una acusación como ésta: «Padre, me acuso de haber sido gravemente imprudente en tal obra. Empeñado en sacarla adelante, y sin apenas saber yo nada de ella, no consulté con los que sí saben, por miedo a que frenaran mi intento. No pedí al Señor que me iluminara y me asistiera con su gracia. Una vez intentada la obra, me fui adelante con ella por amor propio, aunque pronto vi que estaba perdido. Y así llegamos a este gran desastre, que tanto daño me ha hecho y a mi familia. Pido al Señor que me perdone».

El prudente, en cambio, es el hombre que, por ser humilde, anda en la verdad; no se fía de su propio juicio, y pide ante todo a Dios la luz de su verdad; estudia o consulta lo que ignora, aprende con la experiencia, y es capaz de cambiar de pensamiento y de intento, porque atiende a razones; busca consejo, actúa con oportunidad y circunspección, se atiene a la obediencia. Y es que el Señor lo ha bendecido con la sabiduría y la prudencia.

Pero recordemos que no se ejercita la prudencia con perfección si no viene en su auxilio el Espíritu santo por medio del don de consejo.

León XIII: «El hombre justo, que ya vive de la vida de la gracia y que opera mediante las virtudes, tiene ciertamente necesidad de los siete dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. Igualmente, estos dones son de tal eficacia que conducen al hombre al más alto grado de santidad» (1897, enc. Divinum illud munus 12).

–El don de consejo

El don de consejo es un don del Espíritu Santo que perfecciona el ejercicio de la virtud de la prudencia, para que la persona, sin apenas discurso, al «modo divino», acierte siempre a conocer lo que conviene en cada caso; es decir, discierna, como por un instinto sobrehumano, lo que la voluntad de Dios providente quiere que haga en ese momento y circunstancia.

Miren, si no, por ejemplo, el caso del bendito patriarca San José, que después de rezarlo y meditarlo mucho, siendo un hombre santo, libre completamente de apegos desordenados, ejercitando –el la virtud de la prudencia, decide –mal–«repudiar en secreto» a su esposa María «(Mt 1,18-25)… Si no llega a ser por la íntima revelación que Dios le hizo por un ángel, hubiera causado con la mejor voluntad un enorme desastre. Pero si somos como San José, orantes y humildes, siempre Dios nos enviará un ángel que nos muestre la verdadera decisión prudente, la grata a Dios, la que es realmente voluntad providente de Dios.

San Ignacio de Loyola (+1556), uno de los más apreciados maestros de las reglas del discernimiento espiritual, aplicándoselas a sí mismo, fallaron en él no pocas veces. Fascinado por Jerusalén, hizo «firme propósito» de quedarse allí para siempre; lo que el Señor nunca se lo concedió. Otro caso. Hacia sus 60 años decidió renunciar al generalato de la Compañía de Jesús. Lo escribió y trató con sus más íntimos: «En diversos meses y años, siendo por mí pensado y considerado sin ninguna turbación intrínseca ni extrínseca, diré delante de mi Creador y Señor… que yo no tengo, casi con infinitos grados, las partes convenientes para tener este cargo de la Compañía… Yo depongo y renuncio simplemente y absolutamente el tal cargo que yo tengo», y… etc. Su Consejo desbarató al punto su «firme propósito», muy rezado y meditado durante largo tiempo. Y continuó General hasta su muerte, cinco años más tarde.

La seguridad en el propio juicio

Quienes andan escasos de prudencia y de consejo están muy seguros de su propio discernimiento, y sentencian con firmeza contra las opiniones de los que, en su gran ceguera y atrevimiento, piensan de modo diferente. Cuanto más cerradamente convencido está un autor de que su orientación es «la buena», más convencido se muestra de que las opiniones diversas o contrarias a la suya son escandalosamente «malas». Podemos comprobarlo, por ejemplo, en algunos de los textos que han ido surgiendo sobre la pastoral del tiempo del coronavirus.

Quizá el «escándalo» más reprochado contra algunos Obispos, es «haber privado de Cristo al pueblo, al privarlo de la Eucaristía, cuando más la necesitaba». Hasta 1905, con el decreto de San Pío X, que recomienda la comunión frecuente, en la gran mayor parte de los siglos de la Iglesia la comunión no era frecuente, ni mucho menos. Santa Clara (+1253) prescribía en su Regla a las clarisas que confesaran 12 veces al año y que comulgaran 7 veces, en los días que señala. San Bruno (+1101) en su Regla señala 4 días… Pero si ahora a causa de la pandemia se impide la comunión sacramental por unas semanas o meses, dejando solamente el sucedáneo de la «comunión espiritual», se pone en riesgo la vida espiritual de los fieles… Habría que investigar cómo es posible que los monjes del desierto, los cartujos, las clarisas y tantos otros de muchos siglos pudieron llegar a tener tantos y tan grandes santos con tan poquísimas comuniones eucarísticas. –Y por otro lado, las Autoridades del Santuario de Lourdes, que cierran por un tiempo el acceso a los baños, son unos eclesiásticos que no creen ni en las Apariciones de la Virgen, ni en el agua del Santuario, ni «en nada de nada»… Bendito sea Dios siempre y en todo lugar.

–Un caso práctico y termino

Querido Padre:

…Varias diocésis dan órdenes a los sacerdotes de administrar el sacrmento de la Penitencia sólo in articuo mortis. Cuando ahora los sacertotes (medicos de las almas) deberiamos estar volcados a los fieles como los médicos del cuerpo. Son tiempos muy propicios para la conversión y la confesión… Le pido luz. ¿Esta actitud de solo in artículo mortis es prudencia sobrenatural o solo prudencia carnal o diabólica?

Muy agradecido Padre. Oremus ad invicem. un abrazo

P. NN

Le respondo.

Querido amigo, no puedo decirte si es carnal o espiritual, porque no conozco el mandato en concreto, y también porque no podemos juzgar qué hay en el corazón de quienes mandan. Es claro que unos Obispos mandan una cosa y otros, al menos en los matices, disponen otras. ¿Quién tiene la razón? Está mal hecha la pregunta, porque siendo con frecuencia muy diferentes las Diócesis que gobiernan pastoralmente, es posible que todos acierten, pues las Diócesis son diferentes y les convienen normas distintas.

Pero lo que sí está claro es que el bien común de los fieles, por parte de los curas, se obtiene cumpliendo fielmente lo que nuestro Obispo local propio nos manda; no lo que manden o permitan en otras Diócesis. Sigue vigente la norma de San Ignacio de Antioquía (+107): «Seguid todos al Obispo, como Jesucristo al Padre». Todas las decisiones prudenciales tienen pros y contras, todas son discutibles. Pero nosotros no estamos llamados a discutirlas, sino a obedecerlas y cumplirlas fielmente.

Otra cosa es que si vemos contraindicaciones prácticas que, al parecer, no conoce o no aprecia el Sr. Obispo suficientemente, colaboremos con él comunicándoselas (re-presentándolas) con respeto… si nos parece prudente hacerlo. Para eso recibimos el gran sacramento del Orden sacerdotal, para ser «próvidos cooperadores del Obispo».

Oremos, oremos, oremos.

Abrazo en Cristo y bendición +

José María Iraburu, sacerdote

Post post. -Mi cura amigo quedó de acuerdo.

Índice de Reforma o apostasía

20:06

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