Sermón de acción de gracias por los MALES recibidos

Si recibimos de la mano de Dios los bienes,

¿por qué no vamos a aceptar también los males?

(Job)

Fin de año y Dios ha querido que lo pasásemos en familia, o más bien, entre varias familias.

Mucha agua ha corrido este año bajo el puente, dolores y alegrías, esperanzas y algunos pocos logros.

Y Dios ha querido que todo sucediera así.

Sin embargo debemos dar gracias a Dios, incluso en los males.

¿Dar gracias a Dios por los males?

Sí, como dice San Pablo, hay que “dad gracias a Dios en todo tiempo por vosotros, hermanos, como es justo, porque vuestra fe está progresando  mucho y se acrecienta la mutua caridad de todos” (2 Tes I, 3)

Pero ¿por qué?¿para qué?¿cómo alegrarnos en los padecimientos?

Porque, como continúa el Apóstol: “esto es señal del justo juicio de Dios, en el que seréis declarados dignos del Reino de Dios, por cuya causa padecéis” ” (2 Tes I, 5)

No se trata de masoquismo, ni de un derrotismo, sino de ser cristianos auténticos; de ser (o al menos intentar ser) “otros Cristos”.

Pero, ¿acaso deberíamos dar gracias de los males? Sí, también de los males que hemos padecido,

porque incluso ellos son los que nos llevarán al cielo, ya que “todo coopera para el bien de los que aman a Dios”.

Es fácil decirlo, pero difícil hacerlo; lo sabemos; porque es ir contra la carne, es ir contra nuestro propio deseo natural, sin embargo, se trata de un misterio central de nuestra Fe. Los bienes son gratuitos y los males también y, si nos llegan, tenemos que aprovecharlos como se aprovecha el viento en altamar, aunque contemos con grandes remeros. Es la Cruz la que redime todo lo que toca, pero siempre está en nosotros el hacernos cargo de ella, es decir, depende de nosotros cómo la carguemos.

Hay que dar gracias a Dios, entonces…

1) Gracias por los pecados que hemos cometido: porque al final de cuentas, como dice San Agustín, todo ayuda para el bien de los que aman a Dios, incluso nuestros pecados. Han sido ellos los que muchas veces han permitido darnos cuenta de nuestra fragilidad, de nuestras miserias y de cuánto necesitamos de la misericordia divina.

Hasta deberíamos dar gracias a Dios por las veces que hemos estado en pecado y Dios nos ha recibido en la confesión, manteniéndonos con vida hasta ese momento, sabiendo que el Señor no deniega la gracia a quien se lo pide, ya que, como dice el Salmista, “un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias Señor” (Sal 50).

2) Gracias por las enfermedades que nos ha mandado: ya sea a nosotros o a nuestros seres queridos; la enfermedad nos ha permitido sufrir con paciencia, cumplir con nuestros padres, hermanos parientes, visitándolos y compadeciéndonos de los dolores del cuerpo…; es aquello que le preguntaron a Nuestro Señor al ver pasar a un hombre ciego de nacimiento: “«Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 2-3).

3) Gracias porque algunos se han ido: los hemos llorado, como Cristo lo hizo con Lázaro (“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”; Mt. 5,5); pero sabemos, como Santa Marta, que ellos resucitarán al fin de los tiempos, como dijo Nuestro Señor: «Yo soy la resurrección y la vida El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25); ya nos encontraremos con ellos, si han sido y somos también nosotros, fieles a la gracia de Dios. Ellos ahora interceden por nosotros en este Valle de lágrimas.

Además, la muerte de nuestros seres queridos nos hace pensar en la urgencia de nuestra conversión.

4) Gracias por las incomprensiones, en especial las que sufrimos de parte de los seres queridos: es esta la familia que nos ha tocado en suerte; son estos los amigos o compañeros que debemos soportar; ¡y es la mejor que nos pudo tocar! Aunque todo parezca patas para arriba, aunque por momentos nuestro entorno sea parecido al de los Locos Adams, sabemos que es esto lo que, en parte, nos va a llevar hasta el Cielo.

5) Gracias porque algunos no pueden estar aquí: hay de entre nosotros quienes deberán festejar solos, alejados, perseguidos, pero con la alegría de saber que están cumpliendo con la misteriosa voluntad de Dios. Alejados por voluntad propia o por voluntad de otros, pero alejados al fin.

Pidamos para que Dios sea su compañía.

Habrá quienes pasen estos días solos, perseguidos; a ellos vale la bienaventuranza octava: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt. 5,10). Además de la hermosa poesía de Gracián:

“Triste cosa es no tener amigos, pero más triste
es no tener enemigos, porque quien enemigos no
tiene, es porque no tiene talento que haga sombra,
ni carácter que impresione, ni valor que temer, ni
honra que le murmuren, ni bienes que le codicien, ni
cosa alguna que le envidien”

“Dad gracias a Dios en todo tiempo”, alentaba el salmista. Las gracias hay que darlas a Dios porque Él ha venido al mundo como la luz que resplandece en las tinieblas, para que nosotros dejásemos de caminar en ellas y comprendamos que en gran parte los sufrimientos son parte de la luz de la Cruz. Si damos gracias a Dios incluso en las tribulaciones, es signo de que somos verdaderos hijos suyos y de ese modo el mundo reconocerá por nuestras obras que somos “distintos”, que somos hijos de Dios:

Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

¡Gracias Señor por estos males entre los que nos haces sembrar con lágrimas, pues sabemos que –si permanecemos fieles– cosecharemos entre cantares!

Son ellos los que nos llevarán al Cielo, por ello, pidámosle a la Virgen María, Madre de Dios, que nos permita hacer carne en nosotros aquella hermosa frase con la que el Señor culmina el Sermón de la Montaña

Alegráos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,12).                                                                     

P. Javier Olivera Ravasi, SE

31/12/2019


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