(544) Cristo glorioso (2)- Dios verdadero y hombre verdadero

Carl Bloch (+1834)

–Todo lo que dice usted en este artículo es ya muy sabido.

–No tan sabido. Lamentablemente se habla muy poco de Cristo y de la santísima Trinidad. Más se habla de la justicia, de la solidaridad, de los inmigrantes, del calentamiento global, de la paz, del diálogo y de tantos otros temas horizontales de moda, todos interesantes. Pero…

 

–Signo de contradicción

El Hijo de Dios no entra por la encarnación en la raza humana en forma prepotente, majestuosa, imperiosa. Al contrario, entra en la humanidad por la puerta de servicio, por una cuadra de animales, y se presenta ante los hombres

humilde y pobre, sin ningún signo de poder, «suave y humilde de corazón» (Mt 11,29), «el hijo del carpintero» (Mt 13,55), menospreciable: lo echan de su tierra los gerasenos (Mc 5,17), los samaritanos (9,53) y tantos otros. Y al mismo tiempo, tiene

gran autoridad, tanto en sus palabras (Mt 24,35) como en sus obras (Lc 4,28-30; Jn 18,6). Esto para unos es una provocación intolerable (Jn 2,18), pero para otros es un gozo inmenso (Mt 7,28-29; Mc 1,22.27). «Yo no he venido a la tierra a sembrar paz, sino espada» (Mt 10,34).

Es odiado por unos hasta el insulto, la calumnia, la persecución y el asesinato. Y es admirado por otros hasta la devoción más entusiasta: las muchedumbres que vienen de todas partes se agolpan en torno a él (Mc 3,7-10; 6,34-44; Lc 12,1), y hacen de él comentarios de sumo elogio (Lc 4,22; Jn 7,46). Es amado por sus discípulos con una amor muy grande, que a veces tiene rasgos de adoración (Mt 14,33).

Es misterioso. 1. En lo que hace (sanar, perdonar, resucitar, etc.); 2. en lo que enseña (felices los pobres, amar a los enemigos, etc. ); 3. y aún es más misterioso en lo que dice de sí mismo: «Yo soy la verdad, el camino, la vida, la resurrección, el agua viva, el pan vivo bajado del cielo, anterior a Abraham, el pastor de todos, el único Maestro… Vosotros sois de abajo, yo vengo de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. El que me ve a mí, ve a Dios [al Padre]».

Es bandera divisoria. Siempre que Jesús se presenta ante los hombres se dividen sobre él las opiniones apasionadamente (Jn 7,12-13, 30-32, 40-43, 46-49; 9,16; 10,19-21; etc.) Realmente es «signo de contradicción», como dice Simeón (Lc 2,34-35). No cabe ante él la indiferencia. O se le recibe o se le rechaza: «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12,30).

–«El hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2,5)

El Hijo de Dios, por el misterio de la Encarnación, se hizo «en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15; +Flp 2,7). Es Dios y es hombre para siempre.

-Cuerpo.Su cuerpo es en todo semejante al nuestro. Crece ante los hombres. Muestra una fisonomía propia, seguro que muy semejante a la de María, pues de ella recibe toda su herencia genética. Camina, come, duerme, habla… Una vez resucitado, dirá: «Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24,39).

-Entendimiento. Jesús, nuestro único Maestro (Mt 23,8), tiene un entendimiento totalmente lúcido para la verdad, y por tanto invulnerable al error. Cristo no discurre o argumenta laboriosamente, sino que penetra la verdad inmediatamente, como quien es personalmente la Verdad (Jn 14,6). Deshace fácilmente las trampas dialécticas que le tienden (Mt 22,46). Y con admirable sencillez, enseña con parábolas a cultos e ignorantes, irradiando verdad con la misma facilidad con que la luz ilumina. El es la Luz (Jn 8,12; 9,5; 12,36). El es la Luz que viene de arriba (8,23), del Padre de las luces (Sant 1,17): «el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,78-79).

Toda la sabiduría de Jesucristo procede del Padre; él solo enseña lo que oye al Padre (Jn 8,38; 12,49-50; 14,10). Conoce a Dios, y lo conoce con un conocimiento exclusivo (6,46; 8,55), como quien de él procede (7,29); y puede revelarlo a los hombres (Mt 11,27). Conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro» (Jn 2,24-25). Conoce los sucesos futuros que el Padre quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Predice su muerte, su resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21. 27-30). «Yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho» (Jn 16,4).

 -Voluntad. El hombre Cristo Jesús tiene una voluntad santa y poderosa, perfectamente libre e impecable. Jesús es el único hombre completamente libre: libre ante la tentación (Mt 4,1-10), libre de todo pecado (Jn 8,46; 1Pe 2,22; Heb 4,15), libre totalmente de sí mismo para amar al Padre y a los hombres con un amor total (Jn 14,31; 15,13; Rm 8,35-39). Y esta fuerza, libertad y santidad de la voluntad de Cristo procede totalmente de su absoluta obediencia a la voluntad del Padre (Jn 5,30; 6,38; Lc 22,42).

-Sensibilidad.Los sentimientos de Jesús son profundos e intensos. Vibran en él con maravillosa armonía todas las modalidades de la afectividad humana. Es enérgico, sin dureza; es compasivo, sin ser blando… Ninguna dimensión de su vida afectiva domina en exceso sobre las otras.

Jesús es sensible al hambre, a la sed, al sueño, al cansancio. El Corazón sagrado de Jesucristo sufre con la traición de Judas, con las negaciones de Pedro o con el abandono de los discípulos. Llora la ruina de Jerusalén (Lc 19,41), llora la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,33-38). Mira con ira (Mc 3,5), mira con amor (10,21), dice palabras terribles, incluso a sus amigos (Mt 23; 17,17), y sabe usar el látigo cuando conviene (Jn 2,14-17). Tiene deseos ardientes (Lc 22,15), se ve triste hasta la muerte (Jn 12,27; Mc 14,33-34), y llega a sentirse abandonado por el Padre (Mt 27,46). Otras veces está radiante en el gozo del Espíritu (Lc 10,21), es amigo cariñoso con los suyos (Jn 13,1. 33-35). Pero quizá la misericordia, la más profunda y delicada compasión, sea el sentimiento de Jesús más frecuentemente reflejado en los evangelios: tiene piedad de enfermos y pobres, de niños y pecadores, de la extranjera que tiene una hija endemoniada (Mc 7,26), de la viuda que perdió su hijo (Lc 7,13), de la muchedumbre hambrienta y sin pastor (Mc 8,2; Mt 9,36).

 –El hombre Cristo Jesús es la imagen perfecta de Dios

Cristo revela a Dios, porque «es el esplendor de su gloria, la imagen de su substancia» (Heb 1,3): quien lo ve a él, ve al Padre (Jn 14,9). Y como enseña el concilio Vaticano II, al ser la imagen perfecta de Dios, «él manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación. El, que es “imagen del Dios invisible” (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado» (Gaudium et Spes 22). Nunca nosotros habíamos conocido, por ejemplo, un hombre realmente libre (Rm 7,15). Solamente habíamos conocido falsificaciones del ser humano. Es decir, nunca habíamos conocido un hombre perfectamente humano. Cristo es quien nos ha revelado qué es de verdad el hombre.

Pues bien, el Padre nos ha destinado a configurarnos a Jesucristo, de modo que él venga a ser «Primogénito de muchos hermanos» (Rm 8,29). Por eso no contemplamos la belleza de Cristo con una admiración distante o impersonal, como si para nosotros fuera totalmente inasequible: la contemplamos como cosa nuestra, como algo a lo que estamos invitados y destinados a participar. Y de este modo, todos participamos de la hermosura y de la bondad de Cristo, «lleno de gracia y de verdad…: de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).

–Hizo muchos milagros

Jesús hizo muchos milagros, como se ve en los Evangelios y como atestigua formalmente el apóstol San Juan (Jn 20,30; 21,25). En el más antiguo de los evangelios, el de San Marcos, de 666 versículos, 209 (un 31%) se refieren a milagros; y aumenta la proporción si nos fijamos en los diez primeros capítulos: de 425 versículos, 209 (47%). Los evangelios, de hecho, se componen básicamente de las enseñanzas y milagros del Señor. Si se eliminan del Evangelio los milagros, todos o una buena parte de ellos, causaríamos en él destrozos irreparables; más aún, casi todo él resultaría ininteligible.

En ocasiones hay una unidad inseparable entre enseñanza y milagro, siendo éste una ilustración y garantía de aquélla. Las palabras increíbles de Jesús (soy el Pan vivo bajado del cielo, soy la Luz del mundo, soy la vida, etc.) son hechas creíbles por los hechos: multiplica los panes (Jn 6); da luz y visión al ciego de nacimiento (9), resucita un muerto de cuatro días (11), etc. Su argumento es irrebatible: «Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; creedlo, al menos, por las obras» (Jn 14,11).

Los apóstoles, de hecho, en su predicación atestiguaron con fuerza los milagros de Jesús, para suscitar la fe de los hombres: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»… (Hch 2,22; +10,37-39).

Pero hoy algunos cristianos niegan impunemente la historicidad de los milagros de Cristo, que no son acciones superiores al orden natural, pues Dios, según alegan, nunca altera el orden que dio a la creación. Y en todo caso el hombre no tiene posibilidad real de discernir algo con certeza como «milagro» (Walter Kasper, Jesus der Christus, 1974; Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca 2002, 11ª ed.: 6º capítulo, Los milagros de Jesús)… Lo contrario se enseña en el Catecismo de la Iglesia Católica (156, 547-550, 1335) o, por ejemplo, en la obra de René Latourelle, Milagros de Jesús y teología del milagro, Sígueme, Salamanca 1990.

–Jesucristo es Dios

Después de contemplar la sagrada humanidad de Jesucristo y los milagros que realizó, nos preguntamos acerca de su misteriosa identidad personal. «¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,4). Estamos felizmente obligados a preguntarnos acerca de Jesús: ¿Quién es éste que multiplica los panes, da vista a los ciegos, resucita muertos, atrae a muchedumbres con su presencia y su palabra, perdona los pecados, combate y avergüenza a los fariseos… El mismo Cristo suscita esta pregunta en sus discípulos más íntimos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?… Simón Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo…» (Mt 16,12-19).

Jesús, en palabras del ángel Gabriel, «será reconocido como Hijo del Altísimo, será llamado Santo, Hijo de Dios»  (Lc 1,32.35). También confiesan lo mismo los Apóstoles: Jesús es el Hijo de Dios. Pero ¿qué quieren decir con tales palabras formidables?

 Quieren decir que Jesús es «imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra…; todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. El es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el primogénito de los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,15-20; +Flp 2,5-9; Heb 1,1-4; Jn 1,1-18).

Quieren decir que «en Cristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). La unión existente entre Dios y Jesús no es solamente una unión de mutuo amor, de profunda amistad, una unión de gracia, como la hay en el caso del Bautista o de María, la Llena de gracia. Es mucho más aún: es una unión hipostática, es decir, en la persona. Así lo confiesa el concilio de Calcedonia (a.451): Jesucristo es «el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y el mismo verdaderamente hombre… Engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María la Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad» (Denz 301).

Cristo Jesús es el hombre celestial (1 Cor 15,47), que se sabe mayor que David (Mt 22,45), anterior a Abraham (Jn 8,58), más sabio que Salomón (Mt 12,42), bajado del cielo (Jn 6,51), para ser entre los hombres el Templo definitivo (2,19), plenamente consciente de que sus palabras son espíritu y vida (Jn 6,3) y que nunca pasarán (Mt 24,35).. Esta condición divina de Jesús, velada y revelada en su humanidad sagrada, se manifiesta en el bautismo (Mt 3,16-17), en la transfiguración (17,1-8), en la autoridad de sus palabras, de sus acciones y de sus milagros.

–Jesús es precisamente «el Hijo» de Dios

Toda su fisonomía es netamente filial.

Pensemos en la analogía de la filiación humana. El hijo recibe vida de su padre, recibe en un momento una vida semejante a la de su padre, de la misma naturaleza. Incluso el hijo suele semejarse al padre en ciertos rasgos peculiares psíquicos y somáticos. Pero al paso de los años, el hijo se va emancipando de su padre, hasta hacerse una vida independiente. Y no será raro que el padre anciano pase un día a depender de su hijo.

Ya se comprende que esta analogía de la filiación humana resulta muy pobre para expresar la plenitud de filiación del Unigénito divino respecto de su Padre. Esta filiación divina es infinitamente más real, más profunda y perfecta. El Hijo recibe una vida no solo semejante, sino idéntica a la del Padre. Y él no solo se parece, sino que es idéntico al Padre. Por otra parte, el Hijo es eternamente engendrado por el Padre, recibe siempre todo del Padre, y esa dependencia filial, con todo el amor mutuo que implica, es eterna y no disminuye en modo alguno.

El Padre ama al Hijo (Jn 5,20; 10,17), y el Hijo ama al Padre (14,31): hay entre ellos una perfecta unión de amor (14,10). Jesús nunca está solo, sino con el Padre que le ha enviado (8,16). Nunca dice o hace algo por su cuenta: su pensamiento, su enseñanza, depende siempre del Padre (5,30); y lo mismo su actividad: no hace sino lo que el Padre le da hacer (14,10).

–La Madre de Cristo

San Luis Mª Grignion de Monfort:«Creó [Dios] y formó en el seno de Santa Ana a la excelsa María con mayor complacencia que la que había experimentado en la creación del universo… El torrente impetuoso de la bondad de Dios, estancado violentamente por los pecados humanos desde el comienzo del mundo, se explaya con toda su fuerza y plenitud en el corazón de María… ¡Oh María!, obra maestra del Altísimo, milagro de la Sabiduría, prodigio del Omnipotente, abismo de la gracia… Confieso con todos los santos que solamente tu Creador puede comprender la altura, anchura y profundidad de las gracias que te comunicó» (El amor de la Sabiduría eterna 105-106).

La mediación de María en la Encarnación del Verbo viene a ser el centro del Credo apostólico según el Concilio de Nicea (325). Es el único momento del Credo en que la norma litúrgica nos manda: «en las palabras que siguen, hasta se hizo hombre, todos se inclinan». «Creo en un solo Señor Jesucristo… que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. (Inclinación:) Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».

–El Hijo divino, por amor, se nos da en Belén

Admirable intercambio, decían los Padres. «Tanto amó Dios [Padre]al mundo que le entregó a su hijo único» (Jn 3,16). Y el Hijo divino eterno ama a los hombres hasta la locura de encarnarse, para hacerse hermano de ellos, próximo, y poder enseñarles, sanarles y salvarles desde dentro de la raza humana. El eterno, omnipotente y omnisciente se hace niño, pequeño, limitado, vulnerable, ignorante, débil, dependiente, sujeto... para darnos sabiduría, vida, fuerza, santidad.

«Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fuéseis ricos por su pobreza» (2Cor 8,9). Es decir: Cristo, siendo Dios, se hizo hombre, para deificarnos por su encarnación.

Amor de Cristo a pecadores, pobres, enfermos y niños

Pecadores. «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia» (Lc 5,31). «Acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2 y ss). La samaritana, la adúltera, los publicanos… «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). Nosotros amamos a los buenos, y sentimos aversión hacia los malos.

Pobres. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). «Pobres, tullidos, ciegos y cojos tráelos aquí» (14,21). Nosotros amamos a los hombres inteligentes, cultos, prósperos, no a los pobres e ignorantes.

Enfermos. «Puesto el sol, todos cuantos tenían enfermos de cualquier enfermedad los llevaban a él, y él, imponiendo a cada uno las manos, los curaba. Los demonios salían también de muchos gritando: “Tú eres el Hijo de Dios”» (Lc 4,40-41; +Mc 1,34; 5,5; 6,55; Lc 4,40). Nosotros frecuentamos a los sanos, mejor que a los enfermos.

Niños. «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc 10,14). A nosotros nos cargan los niños y la gente ignorante.

 

–Él es el Señor, pero no al modo usual entre los homres.

Humilde. «No gritará, no hablará recio, la caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará» (Is 42,3). «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,28).

Perfecto. «Nadie ha hablado nunca como ese hombre» (Jn 7,46). «¡Qué bien lo hace todo!» (Mc 7,37).

Accesible, compasivo. «Soy yo, no tengáis miedo» (Jn 6,20). «Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él» (Hch 10,38).

Cordial, amistoso. «Hijitos míos… No os dejaré huérfanos… Ya no os llamo siervos, os digo amigos» (Jn 13,33; 14,18; 15,15). Resucitado, les prepara el desayuno: un pez en brasas (21,9)… No solamente nos recibe, sino que nos llama: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy suave y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera» (Mt 11,29-30).

–El Hijo divino, por amor, se nos da en la Cruz

Esa epianía plena del amor divino merece otro artículo, que será el siguiente, Dios mediante.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

11:11

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