(541) Ascesis de la memoria (y 3). «Os doy mi paz. No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,27)

 

–«No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde»…

–Es un mandato y un don de Cristo. No es solamente un consejo.

Los cuatro movimientos primarios del alma humana

Para purificar la memoria es necesario «purificar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas», de todo lo que llamamos apegos. San Juan de la Cruz: «Estas afecciones o pasiones son cuatro: gozo, esperanza, dolor y temor» (3 Sub 16,2). Gozo del bien presente,esperanza del bien ausente,dolor del mal presente, temor del mal inminente.

Las cuatro afecciones de la voluntad juntamente se ordenan o se desvían. Si el hombre pone, por ejemplo, su gozo en la salud, ahí se centrarán convergentemente su gozo y esperanza, su dolor y temor. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Pues bien, la abnegación de la voluntad ha de ser total. Ninguna clase de bienes ha de apresar el corazón del hombre con un apego que lesione o disminuya su amor a Dios (3 Sub 18-45). Sencilla­mente, «la voluntad no se debe gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios» (17,2). Esto es «dejar el corazón libre para Dios» (20,4). Y es aquí donde se alcanza la ausencia total de preocupaciones. La paz permanente e inalterable.

Entendemos por apegos de la voluntad, en este sentido, todo amor a criatura no integrado en el amor a Dios, o incluso contrario a él. Y seamos bien conscientes de que  la voluntad humana puede apegarse a cualquier cosa que no sea Dios. Uno puede tener amor desordenado a cosasmalas –robar, adulterar, mentir–, o a cosas de suyoindiferentes –meterse en todo, no meterse en nada, enterarse o ignorar–, o a cosasbuenas –estudiar o rezar mucho, terminar a tiempo unos trabajos buenos, ajustarse a un horario–. Apegos hay que tienen como objeto bienesexteriores –tierras, dinero, vino–; otros hay con objetos más interiores –vivir tranquilo, parecer moderno, ser eficaz, guardar un orden de vida previsible–.

 

–La caridad es la fuerza sobrenatural que ordena la voluntad del hombre

La caridad, el amor que participa de la caridad de Dios, es la que libra de todo apego desordenado, uniendo a la persona amorosa e incondicionalmente a la voluntad de Dios providente. Creciendo en caridad, el cristiano va abandonando uno tras otro todos los ídolos de su afecciones desordenadas, donde puso gozo-esperanza-dolor-temor, y va amando al Señor con todas las fuerzas de su alma, como está mandado (Lc 10,27). Ya no tiene preocupaciones (cf. 3 Sub 18,3-4).

Pues bien, toda mala preocupación de la memoria es reflejo necesario de una voluntad que quiere algo por sí misma, sea sin culpa, por falta de conciencia, o sea con pecado, si esa preferencia es consciente y querida. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Si una persona, por ejemplo, tiene invadida su memoria de preocupaciones sobre su salud, es porque su voluntad quiere desordenadamente sanar, mantener su salud, no enfermar. Ya se comprende, pues, que solamente vive libre de toda preocupación, tanto en las cosas materiales como en las espirituales, aquel que quiere hacer todo y sólo lo que Dios quiera: no más, no menos, no «otra cosa», por buena que sea y por necesaria y urgente que parezca.

Santa Teresa del Niño Jesús describe así la liberación de apegos por fuerza de la caridad. «Al presente no tengo ya ningún deseo, si no es el de amar a Jesús con locura… Mis deseo infantiles han desaparecido… Ya no deseo ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos: el amor es lo único que me atrae… Actualmente sólo el abandono me guía, no tengo otra brújula. Ya no me es posible pedir nada con ardor, excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi alma, sin que las criaturas puedan ponerle obstáculos… “Ya sólo en amar es mi ejercicio” (S. Juan de la Cruz [Cántico, canc. 28]» (Manuscristos VIII,20; A82v; A83r). El fuego celestial del amor divino redujo a cenizas toda preocupación.

* * *

Medios para ordenar la memoria y librarla de preocupaciones

Algunas normas para purificar y liberar la memoria por la esperanza. Sigo especialmente la enseñanza de San Juan de la Cruz, que entiende por memoria, como ya dije, no sólo la facultad intelectual que recuerda, sino aquello que más ocupa la atención de la persona.

    1.–Limitar la avidez y consumo de noticias. No es absolutamente necesario –ni conveniente– que la persona esté enterada de cuanto sucede en su casa, en su pueblo o ciudad, en el mundo. Pero la memoria del hombre carnal es insaciable: no se cansa de noticiarios, periódicos, conversaciones vanas (mejor dicho: se cansa; el cansancio suele agobiar al hombre carnal, también al que no hace nada).

Es como una esponja que se hincha absorbiendo cuanto le rodea. Se ceba en las añadiduras y se olvida de «el Reino y su justicia» (Mt 6,33). Pues bien, esa esponja insaciable de la memoria debe ser estrujada y vaciada, y «cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria» (3 Sub 15,1).

    2.–No consentir en las preocupaciones y combatirlas como se lucha contra los pensamientos malos de lujuria, de odio, de envidia o de venganza: pidiendo ayuda a Dios, procurando quitar la atención de lo malo y ponerla en algo bueno, actualizando intensamente las virtudes contrarias, en este caso sobre todo la esperanza.

    3.–Soltar la memoria por la esperanza, «hacerse como niño», confiar en Dios con total y filial abandono (Mt 6,25-34), cortando así, sin más, los nudos que embarullan el alma, que la llenan de preocupaciones, y que quitan fuerza y salud al cuerpo. Quien no tiene su alma centrada en Dios tiene una vida ex-céntrica.

«Lo que pretendemos es que el alma se una con Dios según la memoria en esperanza… no pensando ni mirando en aquellas cosas más de lo que le bastan las memorias de ellas para entender y hacer lo que es obligado; y así no ha de dejar el hombre de pensar y acordarse de lo que debe hacer y saber, que, como no haya afecciones de propiedad [en esos recuerdos] no le harán daño» (3 S 15,1).

Como se ve, la ascética cristiana de la memoria es muy diversa del erróneo quietismo de Molinos, el cual enseñaba: «El que hizo entrega a Dios de su libre albedrío, no ha de tener cuidado de cosa alguna, ni del infierno ni del paraíso, ni debe tener deseo de la propia perfección, ni de las virtudes, ni de la propia santidad, ni de la propia salvación, cuya esperanza debe expurgar» (Denz 2212). La gracia de Cristo no mata la memoria, sino que la sana y libera de su desorden morboso, elevándola a su centro propio, que es Dios.

4.–Oración contemplativa, oración continua, centramiento de nuestra atención en Dios, en quien «existimos, nos movemos y somos». Recogimiento de los sentidos, «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo a la derecha del Padre» (Col 3,1-2). Santa Teresa, como todos los maestros cristianos, enseña a evitar la disipación, que desparrama sin control los sentidos y la atención de la mente:

«Gran daño nos hace andar derramados… ¿Puede ser mayor mal que no nos hallemos en nuestra misma casa?» (1Moradas 9). El recogimiento de los sentidos y de la mente es igualmente necesario para laicos y religiosos, aunque habrán de vivirlo en modalidades distintas. Por el recogimiento se guarda la persona por el amor siempre atenta a la presencia de Dios en su alma. Sigue Santa Teresa: «dice San Agustín que le buscaba [a Dios] en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí [Confesiones 10,27]. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada [disipada] entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con el Padre Eterno ir al cielo?»… «Ha de ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped [no olvidarse, no echar de menos]; sino con grande humildad hablarle como a padre, regalarse con Él como con padre, entendiendo que no es digna de serlo» (Camino 46,2). Eso es «el recogimiento, porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios» (47,1).

5.–Oración que pide a Dios la liberación de la memoria. Ésa es la norma más importante y eficaz. «Aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu Palabra» (Sal 118,37). –Ejercitarse en la oración continua, evitando la disipación de la mente. La persona centrada siempre en Dios no se pierde en la selva del mundo, sino que por todas partes camina rectamente hacia su fin, que es Dios, dirigido por la fe, la esperanza y la caridad, es decir, por el Espíritu divino. El rezo de las Horas litúrgicas, la oración de todas las horas, la guarda de la presencia de Dios, la oración continua, mantienen el alma en paz, serena, centrada en Dios, libre de preocupaciones.

Objetará alguno: «es que no me lo puedo quitar de la cabeza». Pero ya en esa misma frase se está expresando que la memoria de la persona está cautiva de algo, y que no goza de «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21), en la que debe mantenerse. Ciertamente, debemos ocuparnos de las cosas, pero no pre-ocuparnos, si queremos ser fieles al Señor, que claramente nos manda: «no os preocupéis».

–Inmensos bienes trae la purificación de la memoria

Merece la pena describirlos. El hombre de memoria purificada queda libre para mirar a Dios en una oración sin distracciones, y para escucharle en silencio, sin ruidos interiores. Puede centrar en el prójimo una atención solícita, no distraída por otros objetos inoportunos. Logra desconectar, cuando conviene, de sus ocupaciones y atenciones diarias. Vive sereno en medio de las vicisitudes de la vida, pues «teniendo el corazón tan levantado del mundo, [éste] no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista» (2 Noche 21,6). Duerme y descansa –sin pastillas, gotas o comprimidos– cuando es oportuno: «En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9; +3,6). Tiene el alma ligera y clara, libre del agobio de preocupaciones oscuras: «Cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos [Señor] son mi delicia» (93,19). Es sorprendente su capacidad de trabajo, pues apenas se cansa con lo que hace (lo que cansa no es tanto la acción, sino las tensiones y preocupaciones que la acompañan indebidamente). Lejos de ser para el mundo persona inerte o poco útil, es el más entregado y animoso, guarda el ánimo cuando otros lo pierden, no se desconcierta, pasa por el fuego sin quemarse, y en vez de caminar «vuela velozmente sin cansarse» (Is 40,31). Oigamos a San Juan de la Cruz:

«El alma se libra y ampara del mundo, porque esta verdura de esperanza viva en Dios da al alma una tal viveza y animosidad y levantamiento a las cosas de la vida eterna, que, en comparación de lo que allí espera, todo lo del mundo le parece –como es la verdad– seco y lacio y muerto y de nin­gún valor. Y aquí se despoja y desnuda de todas estas vestiduras y traje del mundo, no poniendo su corazón en nada, ni esperando nada de lo que hay o ha de haber en él, viviendo solamente vestida de esperanza de vida eterna» (2 N 21,6).

–Paz, estabilidad de ánimo, libertad del mundo

La ascesis de la memoria sólo causa provechos, y ningún daño. Ya San Juan de la Cruz prevé esta objeción: «Dirá alguno que bueno parece esto; pero que de aquí se sigue la destrucción del uso natural y curso de las potencias [de la memoria, especialmente], y que quede el hombre como bestia, olvidado, y aún peor, sin discurrir ni acordarse de las necesidades y operaciones naturales; y que Dios no destruye la naturaleza, antes la perfecciona» (2Sub 2,7).  Por el contrario, la ascesis de la memoria no deja al cristiano, hombre celestial, desmemoriado, alelado, pasmado y olvidado de todo, sino que por la esperanza ordena su mente y lo libera de andar zarandeado continuamente por las llamadas cambiantes de lo efímero. Atento a lo más trivial y olvidado de Dios.

Ésa es la realidad. La memoria de los cristianos es santificada por la esperanza, y «el espíritu de Dios les hace saber lo que han de saber, y ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar y olvidar lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar y no amar lo que no es en Dios. Y así todos los primeros movimientos de las potencias de las tales almas son divinos; y no hay que maravillar que los movimientos y operaciones de estas potencias sean divinos, pues están transformadas en ser divino» (ib. 2,9).

 

–Como extranjeros y peregrinos.

Simplemente, operari sequitur esse. El modo de obrar de las cosas fluye de su propio ser. La mente de los hombres celestiales está centrada por la esperanza en Dios, en el cielo; en cambio, la de los hombres terrenos se preocupan sólo de las cosas de la tierra. Así lo entendía San Pablo, que tan activo y eficaz se manifestaba obrando en medio de un mundo siempre diferente, pues hubo de viajar tanto por muchas naciones.

Para los hombre terrenos «su Dios es el vientre, y la confusión será el premio de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas. En cambio nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra miseria conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas» (Flp 3,19-21). «El tiempo es corto. Sólo queda que… los que disfrutan del mundo, vivan como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29-31).

Y así lo entendía también San Pedro. «Comportaos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación»  (1Pe 1,17). «Queridos míos, como a extranjeros y peregrinos, os ruego que os abstengáis de esos bajos deseos que combaten contra el alma. Que sea buena vuestra conducta entre los gentiles, para que cuando os calumnien como si fuerais malhechores, fijándose en vuestras buenas obras, den gloria a Dios en el día de su venida» (2,11-12).

La Liturgia

«Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor». La sagrada Liturgia nos permite participar ya en la tierra de la vida celestial. Ella nos levanta realmente la mente y el corazón, liberándonos de ídolos y preocupaciones terrestres.

«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro del santuario y del templo verdadero» (Vat. II, Sacrosanctum Concilium 8).

–La Virgen María

«He ahí a tu madre» (Jn 19,27)… Quienes hemos recibido a María como madre, por don de Cristo crucificado, sabiendo que ella es realmente para nosotros salus infirmorum, refugium peccatorum, consolatrix aflictorum, auxilium christianorum, ¿nos autorizaremos a tener preocupaciones, consentiremos en ellas, desconfiando de nuestra propia Madre?

La Virgen de Guadalupe a San Juan Diego: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflije. No se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿¿No estás bajo mi sombra, no soy yo tu salud, no estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa… Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del cielo, se consoló mucho; quedó contento».

 

José María Iraburu, presbitero

Índice de Reforma o apostasía

22:09

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