Todo el entramado del trabajo humano forma parte de un proceso providencial: la plasmación de un mundo perfeccionado y solidario, de todos, varones y mujeres, colaboradores de Dios en nuestro paso por este mundo.
“El trabajo humano posee también una intrínseca dimensión social” (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 273).
Una visión reductiva del trabajo humano sería considerarlo como una tarea exclusivamente individual (individualista). En ese caso no sería más que la autorrealización egoísta de una persona: un aislamiento rebinsoniano de las demás personas.
El trabajo de un hombre, se vincula, en la mayor parte de los casos, con el de otros hombres: «Hoy, principalmente, el trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es un hacer algo para alguien» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 31).
El ejercicio y los frutos del trabajo son ocasión de intercambio, de relaciones y de encuentro. El trabajo, por tanto, no se puede valorar justamente sin tener en cuenta su naturaleza social, solidaria, «ya que, si no existe un verdadero cuerpo social y orgánico, si no hay un orden social y jurídico que garantice el ejercicio del trabajo, si los diferentes oficios, dependientes unos de otros, no colaboran y se completan entre sí y, lo que es más todavía, no se asocian y se funden como en una unidad la inteligencia, el capital y el trabajo, la eficiencia humana no será capaz de producir sus frutos.
Luego el trabajo no puede ser valorado justamente ni remunerado con equidad si no se tiene en cuenta su carácter social e individual» (Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno, 200).
El trabajo es también «una obligación, es decir, un deber» (Idem). Pero no hay un deber si no existe el referente, la relación a otras personas. El hombre debe trabajar, ya sea porque el Creador se lo ha ordenado, ya sea porque debe responder a las exigencias de mantenimiento y desarrollo de su misma humanidad: “El trabajo humano posee también una intrínseca dimensión social” (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 274).
“El trabajo se perfila como obligación moral con respecto al prójimo, que es en primer lugar la propia familia, pero también la sociedad a la que pertenece; la Nación de la cual se es hijo o hija; y toda la familia humana de la que se es miembro: somos herederos del trabajo de generaciones y, a la vez, artífices del futuro de todos los hombres que vivirán después de nosotros” (Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno, 200).
Todo el entramado del trabajo humano forma parte de un proceso providencial: la plasmación de un mundo perfeccionado y solidario, de todos, varones y mujeres, colaboradores de Dios en nuestro paso por este mundo: «Haciéndose −mediante su trabajo− cada vez más dueño de la tierra y confirmando todavía −mediante el trabajo− su dominio sobre el mundo visible, el hombre, en cada caso y en cada fase de este proceso, se coloca en la línea del plan original del Creador; lo cual está necesaria e indisolublemente unido al hecho de que el hombre ha sido creado, varón y hembra, “a imagen de Dios”» (San Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 4).
Esto caracteriza la actividad del hombre en el universo: no es el dueño, sino el administrador, llamado a reflejar en su propio obrar la impronta de Aquel de quien es imagen.
Rafael María de BalbínJuan Ramón Domínguez Palacios
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