31 de marzo.

Cuarto domingo de Cuaresma

Ciclo C

PRIMERA LECTURA

El pueblo de Dios celebra la Pascua, después de entrar en la tierra prometida.

Lectura del libro de Josué 5, 9a. 10-12

En aquellos días, el Señor dijo a Josué: —«Hoy os he despojado del oprobio de Egipto». Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: Salmo 33, 2-3. 4-5. 6-7 (R.: 9a)

R. Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R.

Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió,
me libró de todas mis ansias. R.

Contempladlo, y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará.
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
y lo salva de sus angustias. R.

SEGUNDA LECTURA

Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo.

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 5, 17-21

Hermanos:

El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio.En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios.

Palabra de Dios.

Versículo antes del Evangelio: Lc 15, 18

Me pondré en camino a donde está mi padre, y le diré:
«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti».

EVANGELIO

«Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido».

 Lectura del santo evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: —«Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: —«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contesto: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».

Palabra del Señor.

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Homilía para el  IV Domingo de Cuaresma C

 Las parábolas del Evangelio tienen algo en común con los sueños, al menos según alguna escuela psicoanalítica; según estos psicólogos, todos los personajes de un sueño representan diversos aspectos de nuestro yo, sobre todo en los sentimientos que expresan. Somos cada uno de estos personajes. De la misma manera, en el interior de una parábola, cada personaje representa un poco aquello que somos o estamos llamados a ser. Cuando, por ejemplo, leemos la parábola del Fariseo y el Publicano que van al Templo a rezar (que es el Evangeli de este sábado III de Cuaresma), es importante que nos demos cuenta que en cada uno de nosotros hay algo del Fariseo, como así también del Publicano.

El Evangelio de hoy habla de dos hijos. El primero pide al padre la parte del patrimonio que le toca y se va a un país lejano, donde malgasta todo cuanto ha recibido de su padre, pero es incapaz de compartir el amor y la misericordia de su padre, el otro hijo, el mayor, está con el padre pero se siente un funcionario no un hijo. Por suerte en el relato hay un tercer personaje: en realidad el actor principal es propiamente él, el Padre. Es a él quién la parábola propone como ejemplo y la misma parábola es una enseñanza sobre él, ya el título lo indica: “Un hombre tenía dos hijos…”

Por lo demás, la mayor parte de las parábolas de Jesús nos hablan esencialmente del Padre. La cosa más curiosa es que nosotros las interpretamos casi siempre como unas enseñanzas solamente morales, es decir en qué personaje me reflejo para hacer o no hacer determinadas cosas. La razón hay que buscarla probablemente en el hecho que estamos concentrados sobre nosotros mismos y que leemos estos textos como si nos hablasen de nosotros mismos y no de Dios.

La parábola de hoy es un buen ejemplo de eso. La mayor parte de los comentarios y de las homilías o escritos espirituales que comentan este bello texto, ven sobre todo una exhortación a la conversión o al arrepentimiento. Evidentemente esta exhortación también se encuentra, pero Jesús está mucho más interesado en decirnos quién es su Padre, que clase de persona es Él.

Lo que Jesús nos dice en el Evangelio de hoy es cómo se comporta Dios en estas situaciones: vemos un hijo que no le importa el padre y lo considera muerto en vida, pide la herencia. Y otro hijo que vive siempre al lado del padre, pero sin sentirse hijo, por lo tanto tampoco hermano, ese hijo tuyo…, dice. Entre estas dos situaciones podemos preguntarnos y ¿qué nos enseña Jesús? Jesús describe al Padre como un Dios que baila. El hijo mayor cuando vuelve del campo llama a un servidor para saber “cuál es la razón de esta música y este baile”. Cada vez que nosotros volvemos a Dios, después de nuestras fugas, es para Él un tiempo de “música y danza”. En mis diversos viajes me llama la atención en los aeropuertos cuando salgo, o cuando espero a alguien, como los niños que vienen de viaje o esperan a uno de los padres se ponen a saltar, a bailar de alegría al verlos aparecer. ¡Dios hace lo mismo cuando volvemos a Él!

Esta parábola finalmente, es parte de un tríptico -un conjunto de tres parábolas- que tienen todas como tema común el gozo. La parábola de la oveja perdida, la de la dracma perdida y encontrada y esta del hijo pródigo. Con esta parábola estamos ciertamente llamados a la conversión y al arrepentimiento. Pero antes de todo estamos llamados a gozar de la alegría de Dios -expresada por la música y la danza- cada vez que alguno que se aleja de Él vuelve a la casa paterna. Por eso en este ciclo el color rosado de los ornamentos es un alto en la preparación cuaresmal, que nos llama a relajarnos y alegrarnos.

Detengámonos un momento en el hijo pródigo: Ambos hijos viven en paz, son agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus productos, su vida parece buena.

Y, sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida: levantarse cada día, no sé, quizá a las 5; después, según las tradiciones de Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y, al final, otra vez una oración. Así, día tras día; él piensa: “no, la vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre, en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre; quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con todos sus placeres”. En cambio, ahora, para él es solamente trabajo, obligación, monotonía.

Así, decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un país muy lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es: libertad, hacer lo que me agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud.

Y en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va bien: cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas.

Pero llega entonces el momento en que las riquezas le traicionan, en que todo se ha acabado y a sus amigos no les queda otra cosa que él mismo. De acuerdo con la ley inexorable del mundo secular y espiritual (Mateo 7,2: «con la medida con que midáis seréis medidos»), le abandonan, porque nunca habían tenido necesidad de su persona, reflejando su destino el de su padre: ya no existe para ellos, está solo y abandonado. Tiene hambre, sed, frío, se siente desolado y rechazado. Le dejan solo como él dejó solo a su padre, pero frente a una miseria infinitamente mayor: su nada interior; mientras que su padre, aunque abandonado, era rico con una caridad invencible, aquella caridad que le llevó a entregar la vida por su hijo y aceptar el repudio para que su hijo pudiera seguir su camino libremente. Encuentra trabajo, pero eso es para él una miseria y una degradación mayores; nadie le da de comer y no sabe cómo encontrarlo. ¡Qué humillación cuidar de los cerdos, símbolo de impureza para los judíos, tan impuros como los demonios que Cristo expulsa! Su trabajo es una parábola de su condición; su impureza interior iguala a la impureza ritual de su piara de cerdos. Ha tocado fondo, y desde lo más hondo lamenta ahora su miseria. También nosotros lloramos nuestra propia miseria con mucha más frecuencia que damos gracias por las alegrías de nuestra vida; no porque nuestras pruebas sean tan pesadas, sino porque nos enfrentamos con ellas con tanta cobardía y tan impacientemente.

Abandonado de todos sus amigos, rechazado en todas partes, se queda frente a frente consigo mismo, y por primera vez mira su interior. Libre de toda seducción y atracción, de todos los lazos y trampas que él tenía por liberación y plenitud, recuerda su infancia, el tiempo en que tenía un padre, en que no era huérfano, en que no se había convertido aún en un vagabundo sin corazón y sin hogar. Se da cuenta también de que el asesinato moral que perpetró no mató a su padre sino a él; que su padre dio su vida con un amor tan total, que puede permitirle esperar; y se levanta, dejando atrás su precaria existencia, y se pone en camino hacia la casa de su padre, resuelto a arrojarse a los pies de la clemencia de su padre. No es sólo el recuerdo de su casa, del fuego del hogar y de una mesa repleta de alimentos lo que le mueve a partir, la primera palabra de su confesión es no «perdón», sino «padre». Recuerda que el amor de su padre le hizo libre, y que todas las cosas buenas de la vida provenían de él.

El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello.

Esto nos revela el Evangelio: conversión es sentir a Dios como Padre, recordar el inicio de la fe, cuando Dios estaba en el primer lugar. Conversión es buscar la verdad, la belleza y la felicidad donde se encuentra y no por atajos, edulcorantes o falsificaciones. Conversión es sentirse hijo de Dios y vivir como tales, sea porque fuimos a malgastar los bienes o porque nos quedamos viviendo como esclavos.

Que nuestra Madre la Virgen nos anime a nunca renunciar a nuestra dignidad de hijos de Dios para cuidar los cerdos de una fantasía

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