¿Qué ha sucedido con esta palabra que en otro tiempo era el motor secreto o la vela que empujaba a la Iglesia peregrina en el tiempo? La lámpara se ha puesto silenciosamente bajo el celemín, la bandera ha sido replegada como en un ejército en retirada. “El más allá –dice Kierkegaard- se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que ni siquiera se formula; se bromea incluso pensando en que había un tiempo en el que esta idea transformaba la existencia entera”.
Este fenómeno tiene un nombre muy concreto: “secularismo”. Este es hoy el punto en el que la fe, después de haber acogido una cultura determinada, debe demostrar que sabe también contestarla dentro de ella misma, impulsándola a superar sus cerrazones arbitrarias.
Secularismo significa olvidar o poner entre paréntesis el destino eterno del hombre, aferrándose exclusivamente al “saeculum”, es decir, al tiempo presente y a este mundo. Nadie se libra de este peligro, de la tentación de la “mundanización.
Sobre la palabra “eternidad”, o “más allá”, ha caído en primer lugar la sospecha marxista, según la cual ésta aliena del compromiso histórico de transformar el mundo y mejorar las condiciones de la vida presente (…) El materialismo y el consumismo han hecho el resto en la sociedad opulenta, consiguiendo incluso que parezca extraño que se hable de “eternidad”. ¿Quién se atreve a hablar aún de los “novísimos”, es decir, de las cosas últimas, que son a su vez el inicio y las formas de la eternidad? Y sin embargo, se puede decir que Jesús, en el evangelio, casi no habla de otra cosa.
R. Cantalamessa
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