Cuarenta días después de la Resurrección, durante los cuales “come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino” (Catecismo 659), el Señor entra de modo irreversible con su humanidad en la gloria de Dios. El acontecimiento histórico y trascendente de la Ascensión supone la exaltación de Cristo a la derecha del Padre, obteniendo el señorío sobre todas las fuerzas creadas: “Y todo lo puso bajo sus pies”, escribe San Pablo (Ef 1,22).
La Ascensión del Señor no equivale a su ausencia, sino a un modo nuevo de presencia. Él, que tiene “pleno poder en el cielo y en la tierra”, les dice a los discípulos: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cf Mt 28,16-20). Jesús, que por su Encarnación se hizo el “Emmanuel”, sigue siendo el “Dios con nosotros”. Su presencia es, a la vez, un consuelo – ya que nunca estaremos solos – y un desafío, que nos tiene que mover a descubrirlo continuamente en los hambrientos, en los pequeños y en los marginados (cf Mt 25, 31-46).
La presencia de Jesús es incondicional: “Yo estoy con vosotros”. Nada ni nadie puede destruir esta presencia, ni siquiera la muerte o nuestra imperfección. Él siempre está y, por consiguiente, siempre podemos estar con Él o retornar a Él si nos hemos alejado del Señor por nuestro pecado. Igualmente, a pesar de las crisis que le toque padecer a la Iglesia en su caminar por la historia, tenemos la certeza de que el Señor sigue estando en ella y con ella.
San Mateo, en el final de su Evangelio, recoge esta promesa de Jesús; una promesa que va acompañada de un encargo: “Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). A unos discípulos que no son perfectos - al menos, no todos, ya que, aunque “se postraron” reconociendo a Cristo, “algunos vacilaban” – el Señor les confía la misión de hacer nuevos discípulos.
Es también nuestra misión: Ser discípulos, pese a nuestras “vacilaciones”, y ayudar a otros a ser discípulos. Un comentario bíblico dice: “La actitud de ser discípulo se puede resumir así: de cara a mi responsabilidad con los demás discípulos, tengo que ser un modelo de discípulo; de cara a mi propio aprendizaje, siempre soy un principiante que puede aprender de los demás” (M. Grilli – C. Langner).
Somos aprendices permanentes en la tarea de seguir la senda trazada por el Maestro y de cumplir sus enseñanzas, pero somos, al mismo tiempo, una referencia próxima para los otros; de la pureza de nuestro testimonio depende, en cierta medida, que muchos más se decidan a vivir el Evangelio.
“El que sube a los cielos, no abandona a los adoptados sino que los alienta a la paciencia, a la vez que los invita a la gloria”, dice San León Magno. La conjunción entre la paciencia y la perspectiva de la gloria se llama “esperanza”. Como proclama la liturgia: “No se ha ido [el Señor] para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”.
Guillermo Juan Morado.
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