Otro texto antiguo interesante, de carácter jurídico y que depone a favor de la conciencia y responsabilidad arriba mencionadas, lo constituye la antigua recopilación normativa que se diera a conocer como «Sentencias de los Apóstoles», donde se citan las deliberaciones de los apóstoles que habrían inspirado las primeras medidas disciplinares y las primeras reglamentaciones litúrgicas de la Iglesia naciente. Por supuesto, se trata de una ficción literaria, y jamás nadie dudó de que así fuera; pero aún cuando, en hipótesis, alguien los hubiera atribuido ingenuamente a los apóstoles, el problema de la autoría última del escrito carece de toda relevancia para nuestro asunto: lo que cuenta es el decisivo valor testimonial del texto, ya que pone de manera explícita en boca de los apóstoles la tradición que se considera de ellos recibida y a la cual se procura mantenerse fieles; se trata, pues, de una práctica consolidada que reclama en su respaldo la autoridad de los apóstoles. Nos encontramos, nada más y nada menos, que en el año 300, y la Iglesia estaba recién saliendo de las catacumbas, por así decirlo. Pues bien, en ese contexto, y con referencia explícita a los candidatos al episcopado, leemos que
Pedro dijo [Πέτρος εἶπεν]: «… sería bueno que sea sin-mujer [καλὸν μὲν εἶναι ἀγυναικός] y, si no, que venga de una sola mujer [ἀπὸ μιᾶς γυναικός]»[1].
Hemos traducido «que venga de una sola mujer» a causa del ἀπὸ, que indica procedencia pero a la vez cierta separación: es por eso que se usa, incluso, para designar el divorcio o la separación (ἀπ’ἀνδρός es la expresión antigua para indicar una mujer separada); en su acepción dinámica, ἀπὸ es el punto de partida del movimiento, el «desde», el «de donde» comienza un movimiento, y, por eso mismo, el punto que se deja apenas el movimiento se muestra ya efectivo. El matiz es muy importante, porque muestra la concepción restrictiva de la concesión puesta en boca de san Pedro. En efecto, por un lado, nos encontramos con la explícita preferencia por el candidato que carece de mujer, en comunión con lo declarado también explícitamente por san Pablo; por el otro, el texto repropone la misma fórmula paulina («… de una sola mujer»), pero aquí introducida por el ἀπὸ que, además del enlace, expresa un alejamiento. El texto no habla, es claro, de separación (la presencia del μιᾶς lo demuestra), pero sí de cierta distancia. Así las cosas, habida cuenta del indudable significado que tiene en san Pablo la expresión analizada en su momento, que no era desconocido, sino todo lo contrario, por los apóstoles, la presencia de este matiz no puede sino constituir un refuerzo en la misma línea, es decir, en el sentido de una indicación decorosa a dejar de hacer uso de la convivencia more uxorio.
Una confirmación de esta apreciación, por si aún cupieran dudas, la constituye el pronunciamiento de san Juan referido a los presbíteros. Allí la continencia ya firmemente adquirida y como condición resultante y estable es puesta como explícito requisito:
Es necesario que los presbíteros hayan madurado mucho [κεχρονικότας] acerca del mundo, en cierto modo alejados de comercio carnal con mujeres [ἀπεχομένους τῆς πρὸς γυναῖκας συνελέυσεως][2].
El «en cierto modo» no significa, en absoluto, una concesión al eventual ejercicio activo de la sexualidad en el futuro, sino que se refiere a la situación pasada: el texto está hablando de los requisitos, no de los permisos de los que en el futuro el candidato va a gozar, por lo que el sentido es que, si no estuvo totalmente alejado de dicho ejercicio a lo largo de toda su vida, que lo haya estado al menos recientemente. Lo que busca el texto, como en todos los casos vistos, es presentar como requisito la garantía de la continencia.
Vale la pena señalar que la fuente de los Cánones Apostólicos es la «Disdascalia de los Apóstoles», un escrito surgido en Siria de cuyo original griego quedan sólo algunos fragmentos. Aunque hay quien sostiene que se remonta a fines del siglo II, o sea, alrededor del 190, más o menos[3], lo que se puede afirmar con seguridad es que el escrito no resulta posterior a la primera mitad del siglo III, o sea que estamos, como máximo, en torno al año 250. En lo tocante a nuestro asunto, el escrito retoma las recomendaciones de san Pablo que ya conocemos, pero incorpora el término μονογάμου [lit. «de único matrimonio»] para ilustrar la expresión «varón de una sola mujer»: es a partir de aquí, de esta sustitución semántica glosada, que surgirá tiempo después entre algunos de los padres de oriente la opinión tardía según la cual la intención de san Pablo en los tres textos antes vistos sería la de excluir la bigamia. Sin embargo, el término no dice que el candidato tiene que ser monógamo en el sentido que damos hoy nosotros en el lenguaje coloquial al adjetivo calificativo: el término, en su origen, estaba desprovisto de este sentido y en cambio significaba, sola y exclusivamente, «de un solo matrimonio», es decir, «que venga de haberse casado una sola vez», que es lo que el fragmento quiere indicar. Así, remitiéndose a san Pablo, el texto dice:
«… es necesario que el obispo» haya sido «varón de una sola mujer», es decir, de un solo matrimonio, «que conduzca bien a su propia casa…»[4].
El texto cita y glosa, pues, a san Pablo. En el original antiguo no hay comillas, es cierto (éstas han sido puestas luego por los editores, para facilitar la lectura). Pero es claro que tanto γεγενημένον como μονογάμου, y especialmente este último, surgen a modo de glosa, para incorporar la cita entera dentro del propio discurso. Una traducción literal-literal quedaría muy alambicada: «hace falta que el obispo sea: varón de una, hecho, mujer, de un solo matrimonio, bellamente de su propia casa conductor». Pero lo importante es notar la valencia de «monógamo» en genitivo, que no se debe confundir, insistimos, con nuestro uso habitual. Por eso, justamente al revés de lo que podría parecer como resultado de una lectura superficial, la referencia a la monogamia no corrige, sino que refuerza, la indicación paulina, y no está puesta en función de la exclusión de la bigamia en el sentido moral que damos al término en nuestros días, sino en función de la exigencia de la continencia.
Es asimismo el presupuesto de la continencia lo que anima los cánones del concilio de Neocesarea, del año 315:
Si un presbítero se casa, tiene que ser removido de las órdenes. Y si fornica o comete adulterio, se lo remueva completamente y quede obligado a penitencia[5].
También este otro párrafo que citamos del mismo concilio sólo puede entenderse desde la perspectiva de la obligación a la continencia. De allí se desprende la seriedad del comienzo de la cita. En efecto, la mujer tiene que dar, también ella, garantías de continencia:
Si la mujer de un laico ha cometido adulterio, y la cosa se ha verificado claramente, este laico no podrá ser jamás admitido al ministerio. Si la mujer comete adulterio después de la ordenación del marido, éste tiene que echarla. Si quiere conservarla, entonces no puede ejercer más el ministerio que se le había encomendado[6].
Un decenio después, el Concilio ecuménico de Nicea, presenta una declaración que no permite cobijar duda alguna acerca de la protección de la vida continente:
El gran sínodo ha establecido que no es lícito al obispo, ni al presbítero, ni al diácono ni a todo el que pertenece al clero tener una conviviente [συνείσακτον ἔχειν], salvo que sea su madre, su hermana, su tía o una persona que esté más allá de toda sospecha [πᾶσαν ὑποψίαν][7].
En el elenco de las personas cuya presencia se admite el Concilio no incluye a la esposa, al menos no de manera explícita. Sin embargo, se quiere excluir toda sospecha, y esto no se refiere a la vida licenciosa en general, cuya ausencia se da por descontada, sino a la legítima sospecha acerca de la efectiva continencia. Lo cierto es que la referencia genérica a la «conviviente» o subintroducta entiende asegurar, bajo todo concepto, la continencia. Se encuentra aquí el origen normativo, no histórico, de la continencia celibataria en orden al ejercicio del ministerio.
3.3. Algunos testimonios de los Santos Padres
Demos ahora una mirada a lo que pensaban los Santos Padres. A partir de sus declaraciones se hace patente que desde el inicio había un sacerdocio totalmente celibatario al mismo tiempo que un sacerdocio de varones casados. Por razones de brevedad no nos detendremos a demostrar este punto. Estamos obligados, por el contrario, a señalar cómo en el caso del sacerdocio de los casados la cuestión de la continencia era cosa dada por descontada.
Para encuadrar debidamente tanto las afirmaciones explícitas como las referencias patrísticas indirectas en mérito al tema es necesario tomar nota de la tendencia encratista, surgida a partir del dualismo gnóstico-maniqueo, según la cual la única vía de salvación para todo cristiano, obligatoria e imprescindible, era la de la continencia. Entre otros, es a esos errores a los que deben hacer frente los padres de los primeros dos siglos. Es esto lo que explica su insistencia en las bondades del matrimonio y las sólo esporádicas alusiones, aquí y allá, a la continencia de los consagrados. Pero también debe notarse que la desviación encratista no pudo haber ni surgido ni, mucho menos, haberse expandido, sino a condición de encontrar como suelo fértil el presupuesto de una clara comprensión de la dignidad de las cosas sacras que, por extensión, terminaba por abrazar toda la vida cristiana: es esto lo que hizo posible el progreso del encratismo. De ello se desprende que, exactamente al revés de lo que muchas veces se nos quiere hacer creer, la disciplina de la continencia consagrada no es el resultado de un proceso ascendente de rigorismo arbitrario cada vez más asfixiante, sino que las tendencias rigoristas ya la suponían, deformándola con sus exageraciones.
Uno de los testimonios más tempranos puede recabarse de Clemente alejandrino, quien aborda indirectamente el tema en sus geniales Strómata[8] –lo que hoy podríamos llamar «Elementos de cristianismo»–. Recuérdese que se está saliendo al cruce de nacientes tendencias encratistas; no obstante ello, la referencia es sumamente elocuente:
Pedro y Felipe tuvieron hijos, además Felipe hizo casar a sus hijas y Pablo mismo no tiene problema en llamar, en cierta carta, a la que lo acompañaba, «cónyugue» [σύζυγον], de la cual no obstante prescindía para más eficaz servicio [apostólico]. Dice, pues, en cierta epístola: «¿no tengo el derecho de llevar una mujer hermana, como los demás apóstoles? Pero éstos, dedicados, como correspondía, al anuncio [τῷ κηρύγματι], las llevaban consigo no como esposas, sino como hermanas, en servicio, para que cuidasen de las mujeres del servicio doméstico. De esa manera, la enseñanza del Señor podía llegar también a los gineceos [ambientes femeninos] sin que se generase sospecha maliciosa alguna[9].
Como se puede ver a partir de la introducción del σύζυγον, Clemente está tratando de sacar partido del texto paulino a favor del matrimonio. En efecto, san Pablo no habla de «cónyugue», es Clemente el que introduce el término. Y justamente por ello, la intención apologética en la polémica antiencratista del texto no permite albergar duda alguna en cuanto a la visión de Clemente con respecto a la situación de los apóstoles que procura inmediatamente aclarar: se trata de una situación de continencia totalmente deliberada por motivos ligados a la predicación.
Valioso, no sólo por lo explícito sino también por su cercanía a Clemente en el tiempo, se muestra el testimonio de Orígenes, el cual, en su homilía 23 sobre Números, afirma:
… puede ofrecerlo aquél que, continuamente [indesinenter] custodia la justicia y se conserva libre de pecado. Porque el día en que lo interrumpiera y pecase, es cierto que ese día no podría ofrecer un sacrificio continuo a Dios. Y temo decir algo, que se da a entender en los escritos apostólicos, no sea cosa que a alguno le caiga mal. Pues, si la «oración» del justo «se ofrece como incienso en la presencia de Dios» y «la elevación de las manos es su sacrificio vespertino», dice, entonces, el Apóstol a aquellos que están casados: «no queráis faltar al débito, sino consensuadamente y por cierto tiempo, para que os dediquéis a la oración, y luego volváis al uso habitual», porque, ciertamente, no es posible hacer el sacrificio continuo para aquellos que se dedican a las necesidades conyugales. Por lo que me parece que ofrecer el sacrificio continuo es propio de quien se haya dedicado a la constante y perpetua castidad. Hay también otros días de fiesta [es decir, de sacrificio festivo] para aquellos que no pueden inmolar continuamente los sacrificios de la castidad[10].
Mencionemos algunos otros ejemplos tomados de la Iglesia de oriente. El primero es de Eusebio de Cesarea, cuya afirmación explícita no puede ser puesta en discusión:
… según las leyes del nuevo testamento no está del todo prohibido engendrar hijos, sino que las determinaciones son similares a las seguidas por los antiguos hombres de Dios. Es necesario, dice la escritura, que el obispo sea varón de una sola mujer. Con la salvedad, no obstante ello, de que los consagrados y dedicados al servicio de Dios, después [de la ordenación], se abstengan de acceder a las uniones maritales. En cambio, a todos aquellos que no han sido seleccionados para tal consagración, la Escritura se lo concede, advirtiendo sin embargo que «el matrimonio sea respetado por todos y que los esposos sean fieles. Porque Dios condenará a quien comete adulterio u otras inmoralidades» [Heb 13,4][11].
El texto no deja margen alguno para dudas. Otro texto importante, particularmente significativo, nos lo proporciona san Cirilo de Jerusalén –cuyas catequesis haríamos bien en leer los cristianos de hoy, sobre todo las catequistas–. El contexto es el de la defensa de la concepción virginal del buen Jesús:
Convenía, pues, que aquel que es purísimo y maestro de la pureza surgiese de un tálamo puro. Pues si todo el que ejerce bien [καλῶς] el sacerdocio para Jesús se abstiene de mujeres, ¿cómo iba a nacer Jesús de un hombre y una mujer?[12]
Aquí no se habla, desde ya, de una normativa. San Cirilo está proponiendo, al pasar, una calificación, y lo hace en el marco de una argumentación orientada a defender la concepción y nacimiento virginales del Señor. La referencia ciriliana a quien ejerce bien el ministerio no contempla, pues, una discriminación entre los casados y los no casados como si se tratase de dos tipos de ejercicio del sacerdocio al modo de dos especies, a saber, el continente y el no continente con todo el derecho a no ser continente; nada de eso, sino que discrimina entre quien es continente o quien no lo es como entre quien es un buen sacerdote y quien no lo es. Eso quiere decir que para san Cirilo la cualidad de la continencia está de suyo aparejada al sacerdocio, por lo que, quien no la cumpliere, no ejercería bien el ministerio. El significado del texto no puede ser más obvio: san Cirilo se refiere a la cualidad del sacerdote, y ello implica que la cualidad de la continencia vale también para el casado. En efecto, no hay ni hubo jamás una ley eclesiástica que contemplase a priori la posibilidad de ordenar, de suyo y por definición, malos sacerdotes. Sólo una lectura ideologizada y violenta de los textos y de los contextos podría llevar a la conclusión contraria. Pero vayamos a otro autor.
En su «Botiquín de heterodoxos», o sea el Panarion, Epifanio de Salamina se expresa de manera categórica, hablando de la impresionante grandeza del sacerdocio católico, en razón de la cual no puede ser admitido al mismo el candidato viudo que hubiera contraído segundas nupcias; algo que, nos explica, la Iglesia siempre propuso sin excepciones. Y aclara a continuación:
… tampoco puede ser admitido uno que sea marido de una sola mujer que está viva y todavía genera hijos [τεκνογονοῦντα], sino el que, siendo de una, vive en continencia [ἐγκρατευσάμενον] o bien ha enviudado…[13]
Y ya antes señalaba que
… el Verbo Dios […] se alegra por aquellos que pueden manifiestar la prueba de su piedad eligiendo la virginidad, la castidad y la continencia [ἐγκράτειαν], aunque también estima la monogamia. Y así como él precisó los carismas del sacerdocio, tanto de quienes viniendo de un solo matrimonio son continentes [ἀπὸ μονογαμίας ἐγκρατευομένων] como de quienes viven ante el mundo en perpetua virginidad, [así] también los apóstoles establecieron con orden y sentido religioso los cánones del sacerdocio[14].
Como puede ver el paciente lector, reaparecen aquí expresiones que ya le tienen que resultar familiares y que configuran toda la constelación semántica que señala inequívocamente la disciplina apostólica conservada fielmente por la tradición –Iglesia oriental incluida, tómese nota–.
Comentando la primera a Timoteo, el Ambrosiaster defiende esta tradición con una argumentación interesante:
… para que sepan [los diáconos] poder impetrar lo que desean, si se abstienen del uso del matrimonio [se ab usu feminæ cohibentes]. En efecto, en tiempos pasados fue concedido, ciertamente, hacer uso de sus mujeres a los levitas y sacerdotes, porque tenían mucho tiempo libre con respecto al ejercicio del ministerio (en efecto, había una multitud de sacerdotes y una gran cantidad de levitas, y cada uno servía sólo por cierto tiempo en las divinas ceremonias, según lo instituido por David…). Ahora, en cambio, tiene que haber siete diáconos, algunos presbíteros, para que sean dos por iglesia, y un solo obispo en cada ciudad: y por esto todos [omnes] tienen que abstenerse del encuentro con la mujer [a conventu feminæ], porque tienen que estar presentes en la Iglesia todos los días, y no disponen del tiempo del que disponían los antiguos para purificarse adecuadamente después del encuentro[15].
Mientras el Ambrosiaster está escribiendo esto en Roma, el gran Ambrosio se pronuncia con particular fuerza y claridad en Milán. La argumentación, que mira toda a subrayar la importancia de la continencia, está basada en la distinción entre la ley misma y la culpa:
¡Qué decir de la castidad [castimonia] cuando se permite sólo una, y no repetida, unión [copula]? Y en el mismo matrimonio, por lo tanto, la ley es no reiterar la unión, como también la de no buscar una segunda cónyugue. Por lo que muchas veces surge notablemente la dificultad de porqué les quede impedida la prerrogativa del ministerio y de la ordenación a quienes antes del bautismo se volvieron a casar, dado que no se trata más de delitos, al haber sido perdonados por el lavacro del sacramento. Pero tenemos que entender que el bautismo puede perdonar una culpa, mas no abolir una ley. Y en lo tocante al matrimonio no se trata de culpa, sino de ley. Por lo tanto, lo que es de culpa, en el bautismo se perdona; mas lo que es de ley en el matrimonio, el bautismo no lo desliga[16].
El inicio del texto está hablando, de manera delicada y decorosa, de la obligación a la continencia de los clérigos desposados. Luego pasa a contraargumentar, en base a algunas problemáticas de la época. Lo que queda siempre firme es la obligación a la continencia. Por eso mismo, san Ambrosio prosigue:
¿No debéis saber que el oficio ministerial tiene que ser conservado puro y sin mancha, y no debe ser manchado por relación conyugal alguna [nec ullo conjugali coitu violandum], vosotros que habéis recibido los dones del ministerio sacro con cuerpos puros e íntegro pudor, totalmente ajenos a las relaciones maritales mismas? […] Aprende, pues, presbítero o levita, lo que significa lavar las propias vestiduras: para ofrecer los sacramentos tienes que tener el cuerpo puro. Si la gente común tenía la prohibición de acceder a su sacrificio sin haber lavado antes sus vestidos, ¿te atreverías a suplicar, a ejercer el ministerio por los otros, si tu mente y tu cuerpo están en culpa?[17]
La visión excesivamente negativa de la unión marital convierte al texto en blanco certero de legítimas críticas, claro está; pero eso no afecta en nada a su fuerza testimonial para nuestro asunto, antes bien, constituye una ulterior confirmación: la visión excesivamente negativa de la sexualidad llevaba a algunos, no a causa de ese solo argumento, pero sí como otro elemento más, a ver como totalmente incompatibles el ejercicio del débito matrimonial y el cumplimiento de las funciones sacerdotales. Y san Ambrosio es un testigo de primer orden al respecto.
Otro texto interesante nos lo proporciona san Jerónimo en su célebre escrito contra Joviniano. Allí, refiriéndose a los conocidos textos paulinos, escribe con férrea lógica:
Ciertamente deberás reconocer que no puede tratarse de un obispo que, mientras es obispo, siga engendrando hijos. De otro modo, si fuera «enganchado» [deprehensus], no se lo consideraría como un hombre, sino que se lo condenaría como adúltero. O permite a los sacerdotes mantener comercio conyugal de tal modo que sean lo mismo los vírgenes que los casados, o reconoce que, no siéndoles permitido [siquiera] tocar a sus esposas, se muestran santos justamente al imitar la pudicicia virginal. Pero también hay que deducir esto: si un laico o cualquier fiel no puede orar a no ser que carezca por un tiempo de actividad conyugal, al sacerdote, que siempre tiene que ofrecer sacrificios por el pueblo, le corresponde tener que orar siempre. Pero si siempre tiene que orar, tendrá siempre que carecer del [uso del] matrimonio[18].
Son tres los argumentos que presenta, de manera brillante, aguda y delicada, el gran Jerónimo para defender en este texto la continencia consagrada: la manifiesta ignominia que acarrearía su transgresión, la superioridad objetiva de la virginidad como parámetro de santidad y la dedicación exclusiva al culto. Así, siempre dentro de un marco teológico y espiritual, san Jerónimo defiende la continencia celibataria con un argumento tomado del buen sentido (que no es necesariamente común, y menos aún en nuestros tiempos), uno tomado de la jerarquía objetiva de las virtudes y otro de la dimensión pragmática.
Podríamos seguir añadiendo citas y análisis, pero sería innecesario y, por cierto, cansador para el paciente lector. Tampoco hace falta entrar en polémicas superficiales –abiertas por tantos para, como se dice hoy en argentino, «embarrar la cancha»–, deteniéndonos a considerar algunos textos ambiguos o pasibles de otra interpretación. Un detenido y desapasionado análisis de los textos patrísticos y eclesiásticos arroja siempre la misma conclusión: la disciplina de la continencia era cosa pacíficamente aceptada de manera global en occidente y en oriente; dicha aceptación estaba basada en la fidelidad a lo recibido de la tradición apostólica y en la particular percepción del significado sacral de las funciones sacerdotales de la que disponían tanto los pastores como el pueblo fiel. Naturalmente, si, como hoy en día tantos pseudocatólicos piensan, lo sagrado es lo humano, y la tradición de la Iglesia es una caja de sorpresas –o sea, consiste en despertarse cada día para encontrarse con una nueva presunta sorpresa del Espíritu Santo que contradice todo lo que siempre creyeron todos los católicos–, entonces no habrá manera de entender la fuerza que tienen los textos patrísticos y eclesiásticos sobre el asunto que nos ocupa. Y el que pueda entender, entienda.
P. Dr. Christian Ferraro
[1] Sanctorum Apostolorum Sententiæ, II, en Juris ecclesiastica græcorum historia et monumenta iussu Pii IX Pont. Max., ed. J. B. Pitra, typis colegii Urbani, Romæ 1864, t. I, 82.
[2] Sanctorum Apostolorum Sententiæ, II, en Juris ecclesiastica…, 83. Traducimos con «madurado mucho» el κεχρονικότας. Este término significa no propiamente ni solamente el haber pasado de hecho mucho tiempo en el sentido del mero transcurrir, sino el haber acumulado experiencia en el sentido del conocimiento firmemente adquirido acerca del mundo y esto en sus dos valencias, a saber, no ser imprudente o ingenuo y saber sopesar la futilidad de las cosas terrenas. La «presbicia» del presbítero no se refiere, pues, a la mera senectud, sino al sabio ejercicio de la prudencia.
[3] Cfr., por ejemplo, P. Galtier, «La date de la Didascalie des Apôtres», Revue d’histoire ecclésiastique 42 (1947) 315-351.
[4] δεῖ εἶναι τὸν ἐπίσκοπον μιᾶς ἄνδρα γεγενημένον γυναικὸς, μονογάμου, καλῶς τοῦ ἰδίου οἴκου προεστῶτα… (Didascalia apostolorum, B, 2, p. 35, lin. 1-2).
[5] Concilium Neocesariense, nr. I; PL 8,109.
[6] Concilium Neocesariense, nr. VIII; ibid.
[7] Concilium Nicaenum I, § 3; en Canones apostolorum…, 15.
[8] Es la forma castellanizada de [οἱ] Στρωματεῖς, que propiamente quiere decir «tapiz», «tejido», «composición a partir de fragmentos» o «de partes», y, en última instancia, «miscelánea» o «mosaico».
[9] Clemente de Alejandría, Strómata, lib. VIII, cap. 6. nr. 53,1-3; GCS 15, p. 220, lin. 15-24.
[10] Origenes, In Num., 23,3; GCS 7, p. 215, lin. 3-16 –lamentablemente se han perdido los originales griegos y la edición mejor está en latín–.
[11] Eusebio de Cesarea, Demonstratio evangelica, lib. I, cap. 9; GCS 23, p. 42, lin. 37 - p. 43, lin. 8.
[12] S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis, XII, nr. 25; PG 33,757.
[13] Epifanio de Salamina, Panarion, 59,4; GCS 31, p. 367, lin.
[14] Epifanio de Salamina, Panarion, 48,9; GCS 31, p. 231, lin. 9.11-16.
[15] Ambrosiaster, Comm. In Epist. Iam ad Tim., PL 17,497 A-D.
[16] San Ambrosio, De officiis ministrorum, lib. I, 247, PL 16,97 A. Y continúa argumentando en base a la coherencia: «¿Y cómo podrá exhortar a la viudez quien se habría casado muchas veces?». En este contexto, la exhortación a la viudez significa, sin la más mínima duda, la exhortación a la continencia celibataria.
[17] San Ambrosio, De officiis…, lib. I, 248, PL 16,97 B - 98 A.
[18] San Jerónimo, Adversus Jovinianum, lib. I, cap. 34; PL 23,268 D - 269 A.
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