La liturgia diaria meditada - Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo (Mt 8,5-11) 03/12



Lunes 03 de Diciembre de 2018
San Francisco Javier, presbítero.
Memoria. Blanco.

Francisco Javier nació en Pamplona (España) en el año 1506. En la universidad de París, donde cursó sus estudios, se hizo amigo de san Ignacio de Loyola. De esta amistad, surgió luego la Compañía de Jesús (los Jesuitas). A lo largo de sus once años de misionero, recorrió India, Japón y varios países del lejano Oriente. Murió en la isla de Shangchuan (China), mientras cumplía su deseo de evangelizar ese país. Su cuerpo fue sepultado en Goa (India). Fue declarado patrono de las misiones por el papa Pío X.

Antífona de entrada          Sal 17, 50; 21, 23
Te alabaré entre las naciones, Señor, y anunciaré tu Nombre a mis hermanos.

Oración colecta     
Señor y Dios nuestro, que adquiriste para ti numerosos pueblos por la predicación de san Francisco Javier, concédenos su mismo ardor para difundir la fe, y que la santa Iglesia se alegre de ver crecer, en todas partes, el número de sus hijos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos.

Oración sobre las ofrendas        
Recibe, Señor, los dones que te presentamos en la festividad de san Francisco Javier, y, así como él partió a continentes lejanos impulsado por el deseo de salvar a los hombres, concédenos que también nosotros, dando testimonio del Evangelio, caminemos hacia ti junto con nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión        Cf. Mt 10, 27
Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día, dice el Señor; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.

Oración después de la comunión

El sacramento recibido, Padre, encienda en nosotros la caridad que movió a san Francisco Javier por la salvación de todos los hombres, para que, viviendo más dignamente nuestra vocación, alcancemos con él la recompensa prometida a los servidores fieles. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Lectura         Is 2, 1-5
Lectura del libro de Isaías.
Palabra que Isaías, hijo de Amós, recibió en una visión, acerca de Judá y de Jerusalén: “Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la Casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella y acudirán pueblos numerosos, que dirán: ‘¡Vengan, subamos a la montaña del Señor, a la Casa del Dios de Jacob! Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas’. Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén, la palabra del Señor. Él será juez entre las naciones y árbitro de pueblos numerosos. Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra. ¡Ven, casa de Jacob, y caminemos a la luz del Señor!”.
Palabra de Dios.

Comentario

Sabemos que corremos el riesgo de aplicar la justicia humana con parcialidad y corrupción. El profeta nos alienta a esperar que venga la justicia de Dios. Y como añadidura, una transformación increíble ocurrirá: las herramientas de la muerte se transformarán en herramientas de trabajo.

Sal 121, 1-2. 4-9
R. ¡Vamos con alegría a la casa del Señor!

¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”! Nuestros pies ya están pisando tus umbrales, Jerusalén. R.

Allí suben las tribus, las tribus del Señor, según es norma en Israel, para celebrar el nombre del Señor. Porque allí está el trono de la justicia, el trono de la casa de David. R.

Auguren la paz a Jerusalén: “¡Vivan seguros los que te aman! ¡Haya paz en tus muros y seguridad en tus palacios!”. R.

Por amor a mis hermanos y amigos, diré: “La paz esté contigo”. Por amor a la casa del Señor, nuestro Dios, buscaré tu felicidad. R.

Aleluya        Sal 79, 4
Aleluya. ¡Restáuranos, Señor de los ejércitos, que brille tu rostro y seremos salvados! Aleluya.

Evangelio     Mt 8, 5-11
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo.
En aquel tiempo, habiendo entrado Jesús en Cafarnaún, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Dícele Jesús: «Yo iré a curarle». Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace». 

Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos».
Palabra del Señor.

Comentario
El centurión representa “lo alejado” de Dios, a quien la necesidad le hizo capaz de buscar y esperar en Jesús un gesto de amor, sanando a su sirviente. Así, los “alejados” nos enseñan a nosotros –muchas veces autosuficientes y casi todopoderosos– a vivir en esa dependencia de Dios.

Oración introductoria
Señor, yo tampoco soy digno de que entres en mi casa, por eso te suplico que esta oración me disponga para tu venida. Quiero que encuentres en mí un alma vacía de apegos y de preocupaciones superficiales, que esté abierta a acogerte y a vivir conforme a tu voluntad.

Petición
¡Ven Señor y renueva mi corazón!

Meditación 

Hoy, Cafarnaún es nuestra ciudad y nuestro pueblo, donde hay personas enfermas, conocidas unas, anónimas otras, frecuentemente olvidadas a causa del ritmo frenético que caracteriza a la vida actual: cargados de trabajo, vamos corriendo sin parar y sin pensar en aquellos que, por razón de su enfermedad o de otra circunstancia, quedan al margen y no pueden seguir este ritmo. Sin embargo, Jesús nos dirá un día: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). 

El centurión de Cafarnaún no se olvida de su criado postrado en el lecho, porque lo ama. A pesar de ser más poderoso y de tener más autoridad que su siervo, el centurión agradece todos sus años de servicio y le tiene un gran aprecio. Por esto, movido por el amor, se dirige a Jesús, y en la presencia del Salvador hace una extraordinaria confesión de fe, recogida por la liturgia Eucarística: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa: di una sola palabra y mi criado quedará curado» (cf. Mt 8,8). Esta confesión se fundamenta en la esperanza; brota de la confianza puesta en Jesucristo, y a la vez también de su sentimiento de indignidad personal, que le ayuda a reconocer su propia pobreza.

Jesús fue enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Ni la mujer cananea, ni el soldado romano eran parte del pueblo judío. Sin embargo, la voluntad de Jesús "sucumbió" tanto en uno como en otro caso ante la insistencia de la fe de estos paganos. ¡Qué extraño y maravilloso poder tiene la fe cuando es capaz de hacer cambiar hasta los planes de Dios! Y cuando además, la fe procede de la confianza y la humildad... ¿Qué no podrá lograr del omnipotente poder de Dios?

Jesús aprovecha la circunstancia del encuentro con el centurión para advertir a los judíos su falta de fe. La carencia de ella en éstos, en contraste con la fe de aquellos que no pertenecían al pueblo de la Alianza, se hacía aún más evidente. A nosotros, cristianos, nos puede suceder algo parecido cuando no valoramos la riqueza espiritual y los medios de salvación que conservamos en la Iglesia. Cuando sentimos que la rutina amenaza nuestra vida cristiana, o cuando permitimos que las angustias y los problemas de la vida vayan corroyendo la paz de nuestra alma. 

Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchémos. Sigamos a Jesús. Nosotros seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. 

Si la vivencia de los sacramentos no es asidua, si no nos mueve a crecer, a pedir perdón y a levantarnos; si ya no tenemos tan claro en nuestra mente y corazón que hemos sido llamados personalmente por el Señor a la plena felicidad; entonces, es quizás el momento de escuchar de nuevo las palabras que Cristo nos dirige.

Sólo nos podemos acercar a Jesucristo con una actitud humilde, como la del centurión. Así podremos vivir la esperanza del Adviento: esperanza de salvación y de vida, de reconciliación y de paz. Solamente puede esperar aquel que reconoce su pobreza y es capaz de darse cuenta de que el sentido de su vida no está en él mismo, sino en Dios, poniéndose en las manos del Señor. Acerquémonos con confianza a Cristo y, a la vez, hagamos nuestra la oración del centurión.

Propósito
Es hora de renovar nuestra conciencia y nuestra respuesta a Cristo. Nada de lo que digamos o hagamos es indiferente ante Él. La fe es capaz de mover montañas... Si fuera auténtica sería capaz de mover hasta al mismo Dios... ¿A qué estamos esperando?

Diálogo con Cristo
Gracias, Señor, por este tiempo privilegiado para prepararnos a celebrar el acontecimiento que marcó la Historia... y mi historia. Dios mismo se encarna en su Hijo Jesús para curar nuestra herida original: esa desobediencia, esa soberbia que aparta del amor. Que este Adviento sea mi oportunidad para llevar a Cristo a los que tengo más cerca. 

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17:33

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